Cerdo gordo y borracho
No rindes bien si eres un cerdo gordo y borracho.
Eso es lo que dicen. Te lo dicen los entrenadores veteranos con pizarras en su portapapeles y úlceras en su estómago. Tu cuerpo es un templo, insisten. Adóralo. No lo veneres con ofrendas de Miller Lite y nachos grasientos. No lo conviertas en un santuario de raciones de costillas de buey y botellas de Moët & Chandon.
Pero entonces aparece Luka Doncic.
Y entra tranquilamente en el pabellón con aspecto de recién despertado de una siesta en un sofá de Ikea. Su pelo revuelto. Sus ojos legañosos. Sus chapetas en las mejillas. Su barriga moviéndose como un bol de gelatina para un bebé sin dientes. Y entonces (¡con esa pinta de crítico gastronómico de la Guía Michelin!) se pone a destrozar a toda la NBA como si estuviera embutiendo salchichas de Carniola en la carnicería de un tío suyo en Liubliana.
Dribla como si el balón fuera una chistera repleta de conejos. Pasa como si se tratara de un estafador rebotando tiros con efecto sobre una mesa de billar. Lanza como si el destino se hubiera enamorado de él y tuviera una cita con la inevitabilidad. Doncic no juega al baloncesto, sino que lo dirige. Leonard Bernstein dando un pase picado a LeBron James.
Se mueve encorvado por la cancha, destilando vapores por todo su cuerpo, jadeando por las flexiones que ha escamoteado en el calentamiento, pero te mete 40 puntos como si fuera otro perezoso domingo más en el parque comiendo hogazas de pan y mirando a los patos mientras silba tumbado en la hierba. Con un caramel machiatto para llevar del Starbucks y la pose de la maja de Goya.
Este chaval (sí, todavía sigue siendo un chaval, aunque se coma a todos los adultos que intentan defenderle con el culo abajo y las rodillas flexionadas) rompe las reglas. Es la pesadilla de los directores generales y el sueño de los aficionados. Llega tarde a la prueba de vestuario y, sin embargo, se saca un sobresaliente en el examen de la genialidad.
Si Larry Bird hubiera tenido un primo esloveno que creciera viendo vídeos de Ginóbili en un VHS pirata mientras bebía aguardiente de ciruela, se llamaría Luka Doncic.
Y por eso tengo que insistir en la cuestión seminal: dicen que no puedes rendir bien a menos que hayas sangrado para ello. A menos que hayas esprintado hasta que te hayas desgarrado. A menos que hayas sudado hasta que tu alma haya abandonado tu cuerpo. ¿Pero Doncic? ¡Venga ya! Ese tipo parece que se ha saltado los entrenamientos de acondicionamiento desde que se alimentaba de la teta de su mamá. Tal vez su acondicionamiento sea cerebral. Quizá sea el primer baloncestista que juega mejor que los demás porque no cree en la pliometría (¡con permiso de Jokic!).
También dicen que el genio a menudo se malinterpreta. Con Doncic, simplemente se mide mal: no está fuera de forma física, está hors catégorie.
Sí, vale, lo reconozco, está un poco donetes. Sí, vale, la mayoría de las veces parece que ha ido al McDonald’s a pedirse una cocacola gigante para desayunar. Pero todos hemos visto a las estrellas del baloncesto, esculpidas en bíceps y devoradoras de ensaladas, marchitarse en el último cuarto mientras Luka Doncic mete canastas con su molde de MVP de la liga cervecera que se perdió con el coche y de repente se tropezó con el séptimo partido de la final.
Y aun así (¡con esa pinta de Papá Noel en la caseta del Carrefour!), él mete la canasta ganadora, él triunfa entre los abucheos.
No rindes bien si eres un cerdo gordo y borracho. Es lo que dicen. A menos que seas Luka Doncic.
Entonces, bueno, quizá sí.