El fútbol español triunfa (pero nadie sabe cómo)
Nunca sé muy bien si aplaudir al fútbol español o llevarlo a los tribunales.
Y Dios tampoco lo sabe: la prueba de su existencia y de su perverso sentido del humor es el fútbol español. Nuestros equipos no sólo son los mejores, sino que lo son en el contexto más disfuncional, grotesco y corrupto inimaginable. En un ecosistema tóxico de avaricia y mediocridad. Como si Fernando Alonso ganara una carrera de Fórmula 1 con su coche sin gasolina y conduciendo con sus pies.
Demos un pequeño paseo por los antecedentes penales del salón de la fama del balompié nacional. La Real Federación Española de Fútbol ha destacado por estar liderada por hombres que creen que “Ética” es un pueblo sevillano a la vera del río Genil. Ángel María Villar, su eterno expresidente, la trató como si fuera una barbacoa dominguera familiar… de los Corleone. Luis Rubiales, su sucesor en el cargo, decidió que la entrega de trofeos de un Mundial era un buen momento para recrear una fiesta universitaria de la fraternidad Delta Tau Chi mientras la UCO tenía un coche patrulla aparcado permanentemente en Las Rozas en busca de contratos negociados con la delicadeza de un búfalo en una cacharrería, comisiones saudíes para Piqué, acuerdos secretos y caries en las muelas.
Por otro lado, tenemos a Javier Tebas, un hombre con un ego enorme que ve la vida como una continuo videopódcast y cuyo principal objetivo es ser equitativo: quiere que todos le odiemos por igual, incluido él mismo. En su despacho, hay un diploma con el título “Curso Avanzado de Técnicas de Alienación”. Su mayor habilidad diplomática es gritar más fuerte y durante más tiempo que sus enemigos. Amenaza a personas y a clubes, insulta a instituciones y dirige LaLiga cobrando entrada para vivir en su casa, aunque parece que hace tiempo que están en llamas la casa, el garaje, el jardín y hasta el perro.
También está el Comité de Árbitros, la guinda del pastel. Se trata de un órgano tan neutral como el auditor fiscal al que tu exesposa le regala su liguero y una tarjeta firmada con un beso de sus labios pintados de rojo cada Navidad. Su exvicepresidente Negreira recibió pagos por «servicios de consultoría» durante décadas del FC Barcelona con la sutileza de quien deja bolsas de basura llenas de billetes debajo de una mesa del Vips. Nada que ver aquí, continúen comiendo su sándwich Club y leyendo la revista Normal. Exacto. Sé lo que estáis pensando. Tony Soprano también hacía «servicios de consultoría» a los comercios del norte de Nueva Jersey.
Ah, el Barça, que ha reescrito la definición de «palanca económica» tantas veces que a estas alturas ya es más un balancín que un club de fútbol. Se gestiona como una liquidación en la que todo debe desaparecer: los ingresos futuros, los derechos televisivos, el papel higiénico de doble capa de los palcos VIP, lo que sea. Está hipotecándose al éxito deportivo para evitar la quiebra, como el que empeña el calefactor para pagar la factura de la luz. Es el tipo de contabilidad que hace que el rescate milmillonario de Bankia parezca una hucha del Domund medio vacía.
Al otro lado de la A2, en el Real Madrid, mientras, ya no se dirige un club de fútbol, sino que se gestiona un canal de quejas abierto las 24 horas del día, la única cruzada verdadera que denuncia la oscura conspiración contra la realeza blanca, como si nadie pudiera competir de forma justa contra él. Sus informativos convierten a la televisión norcoreana en un medio con rigor y pluralista. Si alguien se mueve, lo demandan. Si alguien respira, lo acusan de parcialidad. Odian a LaLiga, odian a la UEFA, odian al jardinero que riega demasiado el césped en Las Gaunas. Quieren su competición privada, sus reglas privadas, su propio Idaho privado.
Y a pesar de todo, el fútbol español triunfa.
No a veces. No por casualidad. Prácticamente siempre.
Gana como Hemingway escribía novelas imperecederas incluso cayéndose al suelo de la borrachera.
Ganamos porque somos tan caóticos que, paradójicamente, nadie puede predecir lo que viene después, ni siquiera nosotros mismos.
Siete de los últimos once trofeos de la Champions League engalanan las repisas de los clubes españoles. Nueve de los últimos quince campeones de la Europa League tienen sellado el pasaporte español.
El Sevilla alza copas como si estuviera regalando juegos de mantelerías en el banco. El Madrid arrasa el continente como una apisonadora sobre cartón mojado. El Villarreal, un equipo de una localidad con el tamaño del aparcamiento de Disneyland París, humilla a las grandes metrópolis europeas.
Europa es un juego de cartas en el que España se ha llevado el bote, los amarracos, la baraja y hasta la mesa y las sillas.
Ni siquiera hay que intentar explicarlo. Es imposible. La única pieza funcional del fútbol español es el utillero que limpia las botas. Todo lo demás está en huelga. O roto. O demente.
Pero el balón sigue entrando en la red.
Eso no es producto de una gran estructura, sino del talento más puro, del instinto de supervivencia. De décadas corriendo en un campo minado. De idiosincrasia. Los futbolistas españoles son cucarachas después del apocalipsis nuclear: pequeños, rápidos, indestructibles y muy buenos encontrando la escapatoria.
El fútbol español es incoherente. No responde a la lógica, ni a las reglas, ni a la planificación. Es una excelencia anárquica.
Es, en fin, como España, donde el índice de confianza pública se sitúa entre los vendedores de coches de segunda mano y Risto Mejide como juez de Operación Triunfo.
España es un país donde nadie confía en nada: ni en la policía, ni en los políticos, ni en los tribunales, ni en las noticias, ni en las recetas de la abuela.
Desconfiamos de todos, como los gatos de las bañeras. Pero creemos en los milagros y el balón acaba en la escuadra. Una y otra vez.
Decidme que no es lo más español que habéis visto en vuestra vida.
Es un momento precioso, la verdad, cuando te das cuenta de que los mejores pasteleros del mundo tienen su cocina en los baños mugrientos de una gasolinera en La Gineta.
Te sorprendes. Lo admiras. No haces preguntas. Simplemente cuentas los trofeos y te llevas una mano al bolsillo para comprobar que tu cartera sigue en su sitio.
Por si acaso.