Si acabáis de salir de un coma o sois canadienses, os aviso: el NFL Draft, esa liturgia anual de sonrisas, abrazos fraternales y solemnidad en trajes coloridos y a medida, ha llegado una vez más otro mes de abril para convencernos profundamente del gran engaño: podemos predecir el futuro.
Todos lo consumimos. Todos hacemos mocks que se multiplican como conejos con esteroides. Las cámaras de televisión enfocan a madres temblorosas, veinteañeros vestidos de baile de graduación y agentes aliviados con su 15% en el bolsillo cuando suena el nombre de su elegido y Roger Godell lo abraza en el escenario como un padrastro que acaba de acordarse de tu cumpleaños.
Los aficionados estallan de alegría. O suspiran de alivio. Una predicción confirmada… hasta que deja de serlo.
Este es el secreto: nadie sabe absolutamente nada.
No, nadie lo sabe. Niente. Rien. Zero.
La NFL ha construido un evento multimillonario en torno a un mito: que la victoria depende de la decimonovena elección de la tercera ronda de nuestro equipo, que el talento, el rendimiento, el temperamento, la adaptación, las lesiones, la mentalidad y los otros 100.000 condicionantes más del éxito se pueden desentrañar mediante estadísticas, algoritmos, Inteligencia Artificial, carreras de 40 yardas, entrevistas, test Wonderlic, psicología del comportamiento y grabaciones granuladas de un partido de Ole Miss contra Arkansas.
Ejecutivos con trajes caquis se reúnen en salas de guerra (¿no sería mejor llamarlas mesas de póker?) como si seleccionar a un apoyador fuera igual que planear la invasión de Normandía. Pegan imanes en tableros, hacen videollamadas por Zoom y, si os fijáis bien, en algún lugar del fondo, podéis ver a un pobre becario revisando por quinta vez si el padre del ala cerrada de Nebraska publicó alguna vez un emoji sospechoso en Twitter.
Pero que no os engañen: todos son conjeturas basadas en reels con highlights. El draft de la NFL es el único lugar del mundo en el que a los directores deportivos se les paga como a cirujanos por hacer el trabajo de los meteorólogos. Todo son grandes esperanzas y palabrería. El nuevo Reggie White, el nuevo Jerry Rice, el tipo que dos años después estará promocionando la mini elíptica en la teletienda a las tres de la mañana.
No se puede hacer una radiografía del coraje, no se puede cronometrar el carácter, no se puede calcular el destino en una tabla actuarial.
Si algún mánager general encuentra a su futuro salón de la fama, mi más sincera enhorabuena, pero, de entrada, tiene más posibilidades de resolver un cubo de Rubik con los ojos vendados en medio de un huracán.
No me malinterpretéis: no hay delito en intentar adivinarlo, en equivocarse. El delito es creer que tienes razón.
¿Queréis pruebas? Mirad al pasado. Siempre mirad al pasado. El brazo de JaMarcus Russell era generacional. Ryan Leaf era el salvador de cualquier franquicia. Kurt Warner reponía las estanterías de un supermercado en Iowa y terminó en Canton. ¿Tom Brady? Una sexta ronda, elegido después de 198 jugadores, algunos de ellos pateadores que acabaron repartiendo periódicos en su pueblo natal. Todos los equipos pasaron de él como de una mosca en una tormenta de arena. Y eso no es una excepción, es la esencia del draft.
La NFL, como todas las religiones modernas, necesita de sus rituales. Y el draft es uno de los más sagrados, repleto de mitología hiperrealista y jerga pseudocientífica. Techo, suelo, intangibles, medidas, palabras que provienen del latín y que significan: «No tenemos ni la más puñetera idea, pero acuérdate de que contra Boise State hizo esa jugada que se viralizó y cuando entrevistamos a su abuela nos dijo que el chaval era simpático». No es analítica, es exploración astrológica para la generación ESPN. Mel Kiper y Daniel Jeremiah son nuestro oráculo de Delfos. Sin túnica, pero con tupé.
Pero no creáis que este disparate es exclusivo del fútbol americano. ¡Claro que no!
La inteligencia de Estados Unidos no vio la caída de la Unión Soviética. Los inversores se rieron de Amazon. Los economistas dijeron que la burbuja inmobiliaria nunca explotaría. Ningún editor quería convertir Harry Potter en un libro (y nadie ha publicado todavía mi saga de novelas pese a que lo va a petar en cuanto se publique). Los estudios descartaron Star Wars. Decca rechazó a los Beatles. Einstein tardó más de un año en encontrar trabajo como profesor en una pequeña escuela privada. Con el paso del tiempo, las publicaciones de la Escuela de Negocios de Harvard amargan más que la leche caducada. ¡Joder! ¡Si hasta los Blazers eligieron a Sam Bowie y no a Michael Jordan!
La lección es tan antigua que ya todos nos la sabemos de memoria: somos pésimos prediciendo el futuro.
Y, pese a todo, predecimos.
Porque predecir nos hace sentir que tenemos el control de un mundo azaroso, fundado en la aleatoriedad.
Es el reflejo de nuestra humanidad, nuestra parte más vanidosa, la que nos hace amar los horóscopos, los pronósticos, las encuestas, los rankings, las predicciones bursátiles y las puntuaciones de las reseñas de Google (¡el Kebab Punjabi tiene la mejor pata de cabra de toda Guadalajara!).
Somos una especie a la que le horroriza no saber, adicta a fingir que lo sabemos todo.
Amamos la certeza como la polilla ama a la llama.
Eso no significa que el draft de la NFL no sea maravilloso. Por supuesto que lo es. ¿Queréis entretenimiento? ¡Que le den a Hollywood! El draft de la NFL es el melodrama más adictivo de tres días desde que Julio César le preguntó a Bruto qué hacía con ese cuchillo en los idus de marzo. Es una maldita tragedia griega. Es romance y delirio y desamor. Es gente como tú llorando a lágrima viva mientras su camiseta de los Steelers espera en una caja en un almacén a que tú la lleves puesta.
Pero dejadme ser rotundamente claro una vez más, por si todavía queda algún despistado: el draft de la NFL no es ciencia. No es el destino. No es justo.
No es la prueba definitiva, es incertidumbre.
Es espiritismo, aceite de serpiente. Un juego de adivinanzas.
Y pese a ello, es honesto. Más honesto que nosotros mismos.
Porque ¿no es el deporte más que una suposición?
Por eso, como aficionados, lo único que podemos hacer es seguir viéndolo, esperanzados, disfrutando del espectáculo.
Quizá este sea el año en el que los Giants encuentren a su Montana. O que hipotequen su mañana por un chico que tuvo un buen miércoles en la Combine.
Eso es lo verdaderamente atrayente.
No la predicción, sino la posibilidad.
Pero os lo recuerdo una vez más: ni se os ocurra apostar el dinero del almuerzo a que los Titans ganarán los próximos cinco anillos de la Super Bowl con Cam Ward de QB.
Sergio uno sigo esperando tus libros! Jaja . Enhorabuena por el artículo me ha encantado