En Indiana
I. La vida es dinámica. Nunca se detiene por nada. Nunca se detiene por nadie. Lo que nos rodea cambia. Nosotros cambiamos. Envejecemos. Es una obsolescencia natural. Nuevas perspectivas. Otras circunstancias. Experiencias que modifican nuestros pensamientos y nuestras sensaciones. Variables que adaptan nuestras aficiones y nuestras opiniones. Una especie de consenso continuo e indefinido con nosotros mismos y con nuestra evolución.
Yo lo noto especialmente con las cosas que me gustan, que siempre me han gustado. El deporte, el cine, la música, la literatura. Antes les pedía mucho, demasiado, no sé el qué. Que me epataran. Que me maravillaran. Que me emocionaran. Que me hicieran pensar, dudar, preguntarme a mí mismo. Que tiraran abajo todos los cimientos que me habían llevado hasta allí y me obligaran a empezar a construirme de nuevo desde cero.
Ahora, lo único que les pido es que me diviertan.
Es, sin duda, el síntoma.
Definitivamente, me he hecho mayor.
II. Stranger Things me gusta, me divierte. De entrada, lo tenía fácil: pocas cosas me hubieran hecho más feliz en esta vida que haber crecido en la década de los ochenta en un pueblo de Estados Unidos. En el Shermer (Illinois) de las películas de John Hughes. En Goon Dock, el barrio de Astoria (Oregon) en el que viven The Goonies. En Chippewa (Michigan) rodeado de Freaks and geeks. En aquel vecindario en el San Fernando Valley (California) en el que Elliott encontró a E.T. O también en alguna zona más rural. Por ejemplo, en Hawkins (Indiana).
Veo la serie con mi mujer y nos hace especial gracia que todo ocurra en Indiana. ¿En Indiana? ¿De verdad? Es decir, nosotros hemos estado allí. Nosotros hemos salido por el South Side de Chicago y hemos cogido la Interestatal 90 en dirección a Indiana, con el lago Michigan a nuestra izquierda. Nosotros hemos visto casas destartaladas, caravanas infrahumanas, fábricas de metal con humo contaminante en sus chimeneas a las afueras de Gary, la ciudad en la que nació y creció Michael Jackson. Nosotros nos hemos hecho fotografías con la estatua de un bisonte norteamericano. Nosotros hemos charlado educadamente con un señor y una señora mayor que lo más seguro es que piensen que el Demogorgon es el último libro del Antiguo Testamento (para el que se lo pregunte, que de todo hay, en realidad el último libro del Antiguo Testamento es el Libro de Malaquías). Nosotros hemos visitado dunas. Nosotros hemos mirado a la inmensidad del horizonte. Nosotros hemos disfrutado de árboles frondosos y de bosques interminables hasta que un cartel azul en una carretera te da la bienvenida a Pure Michigan.
Pienso en esos momentos en Indiana y me divierte que la acción de Stranger Things transcurra precisamente allí. Y me acuerdo especialmente de una ley centenaria que había en ese estado y que derogaron el pasado año: hasta el 2018, en Indiana era ilegal que las tiendas vendieran alcohol los domingos.
Pero que nadie piense que Indiana era una excepción, un copo de nieve único, que escribiría Chuck Palahniuk. Al contrario: en la actualidad, todavía hay casi una decena de estados en Estados Unidos en los que está prohibido que las tiendas vendan alcohol en el Día del Señor.
La vida es dinámica… Pero también tiene diferentes velocidades.
III. Me dice mi mujer que hay dos momentos en la tercera temporada de Stranger Things que nunca habrían aparecido en una serie de televisión en los años ochenta por las cosas que dicen sus personajes. Tiene razón. Son, de hecho, dos de mis momentos preferidos de toda la tercera temporada. El primero de ellos es lo que le dice Karen Wheeler (Cara Buono) a su hija Nancy (Natalia Dyer) en la cocina después de que esta última haya sido despedida del periódico local. El otro es la conversación que mantienen Steve Harrington (Joe Keery) y Robin (Maya Hawke) en los baños de los cines del centro comercial Starcourt.
Me gusta especialmente la importante aparición en la trama de un personaje como el de Robin. Inteligente. Divertida. Carismática. Con un mensaje tan brillante, tan poderoso.
Su mensaje es, en realidad, el mensaje de Megan Rapinoe, Julie Ertz y Alex Morgan. Y el de Marta Xargay y Laura Gil. Y el de Serena Williams.
Es, simple y llanamente, el mensaje de la normalidad.
IV. Hace un mes, un hombre, académico, cultivado y progresista, me dijo que desde hace un tiempo tiene la sensación de que el exterior (medios de comunicación, sociedad, políticos, generadores de opinión, etc.) le obliga a ver deporte femenino y, encima, a que le tenga que gustar por decreto ley. Me hizo pensar, sobre todo al venir de una persona que con sus actos y convicciones me ha demostrado ser desde que le conozco totalmente contrario a lo que se podría considerar como un hombre machista. Miro hacia atrás en mi vida y me doy cuenta de que yo siempre he consumido (y, sobre todo, he disfrutado) deporte masculino o femenino por igual, sin que en ningún momento me haya importado el género, pero entiendo perfectamente lo que me quiere decir. La recurrente condescendencia que aparece en las informaciones sobre deporte femenino. La sobreexplotación del deporte femenino por intereses mercadotécnicos de grandes empresas con necesidad de blanquear su imagen. La apuesta desmedida y premeditada de los medios de comunicación para apuntarse a surfear la cresta de una ola que les ha cogido a contrapié (como, prácticamente, siempre).
La selección española de baloncesto femenino no necesita nada de eso (por cierto, posiblemente sea la selección española de cualquier deporte que más me ha hecho disfrutar a lo largo de la última década). La selección estadounidense de fútbol femenino no necesita nada de eso. Serena Williams no necesita nada de eso. Lo que necesitan es naturalidad. Equal pay. Trato igualitario. Acercarse a ellas, a su día a día, a sus éxitos y a sus fracasos, de la misma forma que te acercas a la selección española de baloncesto masculino, a la selección estadounidense de fútbol masculino o a Roger Federer. Sin prejuicios, ni cortapisas. Con una visión panorámica y contextualizada. Sin sesgos. Con paciencia en las informaciones, profundidad de campo y ganas de trabajar.
Y, entonces, surgen por sí solas las preguntas.
Primero, ¿cuántos partidos de la NWSL, la competición en la que juegan las 23 jugadoras que se han proclamado campeonas, habrán visto en los últimos años los periodistas españoles que han escrito o hablado sobre el reciente Mundial de Fútbol Femenino de Francia? O más concretamente, ¿cuántos de esos periodistas españoles saben que se pueden ver todos los partidos de la NWSL gratis en internet en la página web oficial de la liga estadounidense?
Me temo que lo más conveniente, lo más políticamente correcto, será que formule esas preguntas en voz baja y que nadie me conteste.
Especialmente a la última de ellas.
Si acaso, que Robin tome la palabra.
Será lo mejor para todos.
La normalidad.
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