¿Alguna vez habéis visto a un hombre salir a respirar después de cruzar el océano a nado? Así celebró Harry Kane su primer título de la Bundesliga. Una cara desencajada, unos ojos brillantes, una voz quebrada, un corazón lleno de helio, 31 años en este planeta y los brazos en alto, sosteniendo entre sus manos, por fin (¡por fin!), un trofeo que no le entregaron por participar o progresar adecuadamente, sino por ganar.
No fue un momento de una noche de gala con esmoquin y aplausos corteses en el Ritz. Fue las fiestas de la Vaquilla del Ángel, éxtasis sin zapatos, haciendo la croqueta por el suelo, abrazando a desconocidos, bañándolos con más litros de cerveza que agua cabe en el Rin. Fue alegría explosiva, orgásmica, eufórica, redentora. Una catarsis. La liberación de un futbolista al que se le pidió que cargara la esperanza como un piano a cuestas sobre su espalda durante más de una década. Por fin (¡por fin!), el hijo predilecto de Inglaterra, el delantero que marca goles con la fiabilidad del amanecer, ha dejado de ser una pregunta de quesito naranja del Trivial Pursuit y es ya un campeón. No sólo en los corazones de los aficionados, sino en los almanaques y en los teletipos.
Desde que Moisés vislumbró la Tierra Prometida al otro lado del Éufrates, nadie había esperado tanto tiempo para alcanzar algo tan anhelado: le ha costado casi 700 partidos, 448 goles y más fracasos con el Tottenham que restaurantes de fish and chips hay en Orihuela Costa.
Pero, por fin (¡por fin!), ya es oficial: Harry Kane es libre.
¿Y sabéis qué? Su libertad no debería haber tardado tanto. No para ese pie derecho, para esa cabeza de Sherlock Holmes, para ese corazón de capitán. Pero el fútbol, como la vida, no ofrece garantías de justicia.
Puedes ser bueno. Puedes ser más que bueno. Pero puedes terminar como Matt Le Tissier, Le God, el futbolista que odió eternamente al fútbol moderno antes, incluso, de que el fútbol moderno existiera, que esperó 16 años por un título con el Southampton y que, al final, tuvo que conformarse con ganar con el Eastleigh el campeonato de Wessex, una liga regional del sur de Inglaterra que conocen más los aficionados a los bares que los comentaristas de televisión.
O Antonio Di Natale, quien se mantuvo tan fiel al Udinese que el único título de su currículo es una Copa de Italia en la Serie C con el Empoli (sí, Serie C, no A), aunque la mayoría de nosotros cuando lo vemos creemos que se trata de una errata.
O Bernd Schneider (¿Le recordáis? ¿No? Deberíais), quien no sólo perdió un título, sino cuatro en 58 días entre mayo y junio de 2002. Fue subcampeón en todo menos en la mala suerte. Si hubiera habido un trofeo por quedar segundo, tendría un armario lleno de copas. Pero con el segundo puesto no te hacen un desfile, sino que simplemente te dicen dónde ponerte mientras el confeti cae sobre el rival.
O Giuseppe Signori, un emperador de los goles, pero no de los trofeos. Su colección de grandes jugadas abulta más que su vitrina de títulos: marcaba con los ojos cerrados, silbando o cantando a Puccini, pero las copas se le escapaban como copos de nieve en la palma de su mano: ahí estaban, un segundo, y luego desaparecían entre las nubes, como el balón del penalti de Roberto Baggio en Pasadena, el día de su subcampeonato mundial. Algo llamado Campeonato Interregionale cuando jugaba en el Leffe, Serie C1, Serie B, Intertoto… Y ya.
O Stanley Matthews, quien jugó hasta los 50 cuando el resto de nosotros a esa edad ya nos dedicamos a la jardinería y ganó su única FA Cup a los 38. La llamaron la "Final Matthews" porque, bueno, seguro que sabéis la razón.
O Sócrates, quien democratizó el fútbol con el Corinthians y lo hizo más hermoso con Brasil. Los dioses del balompié se lo agradecieron fabricando camisetas con su silueta y sus frases para los aficionados, pero no con la Libertadores, ni la Copa América, ni el Mundial.
Incluso, Robin van Persie y Cesc Fàbregas huyeron del norte de Londres como refugiados de sus principios. Mucha elegancia para el Emirates, pero pocas medallas. Tuvieron que buscarse camisetas diferentes para alzar por fin (¡por fin!) trofeos con regularidad. ¿Cuánto tiempo hay que mantenerse fiel a una idea si ésta nunca triunfa? Bukayo Saka y Myles Lewis-Skelly, escuchadme: cuidado con la enfermedad del Arsenal. Es el virus de la fidelidad. Mueres leal y con las manos vacías.
Como siempre, hay una lección que aprender (si no, joder, esto no sería Wolcott Field, una newsletter que da el coñazo y regala moralejas ¡gratis!): la calidad no es suficiente. Puedes ser talentoso, querido, rico, prolífico, leal, digno, incluso trascendente, y aun así terminar con una estantería vacía y un corazón lleno. O peor aún, sin nada de nada.
Ni toda la belleza del mundo puede coserte al cuello la medalla de campeón: el talento, sin títulos, es componer canciones como José Luis Perales y no salir nunca de Castejón.
Ya sabéis lo que dicen: ganar no lo es todo. Lo importante es el camino. Pero que no os engañen: eso lo decimos, principalmente, los que no hemos ganado nunca.
No puedes abrazar un cumplido por muy bonito que sea. No puedes besar un quizás, aunque rebose de posibilidad. No puedes alzar una medalla de subcampeón por encima de tu cabeza y desear escuchar a un estadio corear tu nombre.
El triunfo, al final, resulta que es para los eficientes y no para los inspirados. Para los pragmáticos y no para los afortunados.
Porque sólo los títulos te hacen feliz. Son la prueba. La recompensa tangible. El certificado de matrimonio en papel timbre y no el anillo de compromiso de diamantes Tiffany.
El fútbol reparte oro y lo demás es sentimentalismo.
No estoy insinuando que Kane debería haberse ido de los Spurs muchos años antes (Bueno, quizá, sí). Lo que os estoy diciendo es que llega una hora de la noche en la que ya no tocan más pasodobles en la verbena y vosotros todavía no habéis sacado a bailar a la chica más guapa del pueblo, a la nieta de Paco “El Pastor”.
Por eso, cuando él sostuvo ese trofeo el otro día, ese reluciente trozo de metal que se le había negado durante tanto tiempo, no fue un título más para el Bayern. Fue la fuga de Alcatraz para todos aquellos futbolistas que casi siempre lo hacen todo bien sobre un campo de fútbol y, aun así, se van a su casa sólo con los aplausos y sin restos de guirnalda.
Fue la paz y la emancipación de los jugadores que están expuestos en el museo de lo que podría haber sido, de los casi ganadores, de los casi campeones, de las casi novias que están como damas de honor en un lateral del altar, pero nunca llevan el ramo de flores entre sus manos.
Porque, sí, Harry Kane ya es un campeón. Oficialmente. Para siempre. ¿Y la alegría en su rostro? No fue sólo la suya. Fue la de todos esos genios desafortunados que lo precedieron, todos esos hombres que también pudieron reinar, pero que todavía no han podido superar el peso de tener la estantería vacía.
Pero, ahora, por fin (¡por fin!), Harry Kane ya puede reinar. Hasta la eternidad.
Foto: Harry Kane ya reina en la Tierra Prometida, al otro lado del Éufrates. (ChatGPT).
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