Inversamente proporcional
(Este texto corresponde a la sección de Películas, que contiene textos con el argumento de películas de temática deportiva narrados como si los estuviéramos viendo en primera persona suceder en la realidad)
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(AVISO IMPORTANTE: este texto está repleto de spoilers de la mejor película de la historia sobre baloncesto)
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I. Muchas veces te das cuenta de la inmensa repercusión que tiene una gesta porque es inversamente proporcional a la escasa dimensión de sus protagonistas. Hickory, por ejemplo, ni siquiera aparecía en la mayoría de los mapas. Recuerdo que, en más de una ocasión, el entrenador Norman Dale me contó que lo que más le sorprendió en el mes de otoño del año 1951 mientras conducía por primera vez al amanecer por las largas rectas de carreteras secundarias perdidas en el estado de Indiana fue que siempre había alguien tirando a canasta delante de la puerta de un granero en esas granjas desperdigadas, a muchos kilómetros de distancia la una de la otra.
En efecto, el baloncesto en Indiana era una religión y los gimnasios de los institutos se llenaban todos los viernes por la tarde con miles de personas que acudían puntualmente a cumplir con su sacramento semanal, pero la sala de trofeos del instituto de Hickory estaba tan vacía como escaso era su alumnado o su equipo. El propio entrenador Dale tampoco es que tuviera muchas ofertas para poder elegir después de haberse pasado la última década como suboficial de la Marina y acumular doce años sin entrenar, justo desde que fue sancionado tras dar un puñetazo a uno de los mejores jugadores de los Guerreros, su equipo en Ithaca, la ciudad neoyorquina que se asienta a la orilla del lago Cayuga y cuya vida vertebra la prestigiosa Universidad de Cornell.
Básicamente, aquel pequeño instituto de Hickory era su última oportunidad como entrenador, su redención definitiva, y durante bastante tiempo, no me importa reconocerlo ahora, pensé que Norman Dale no tendría ningún éxito. Nunca había entrenado a un equipo de escuela secundaria, su controversia era tan innegable como su magnificencia y, admitámoslo, la ruralidad de Indiana poco tenía de equivalencia con el academicismo de Ithaca.
Pero en realidad, como ha ocurrido a lo largo de toda mi vida, yo no podía estar más equivocado, acurrucado cómodamente en mis prejuicios: el academicismo no es más que ajustarse con rigor a las normas y, aunque Hickory era un pueblo con aversión a los cambios, de esas localidades en las que lo único que se mueve son las estaciones en las hojas del calendario, lo que necesitaban esos chicos que entrenaban al mediodía porque por la tarde tenían que trabajar en el campo era un ejemplo de conducta y rectitud entre defensas en zona y diseños de jugadas en una pizarra, alguien que les recordara que un equipo es mucho más que la suma de individualidades y que les convenciera de que a veces, solamente a veces, muy pocas veces, la victoria no la alcanzan los mismos de siempre.
II. De entre los 64 chicos que había aquel año en el instituto de Hickory, siete de ellos seguían en un equipo que el año anterior acabó la temporada con 15 victorias y 10 derrotas. Eran realmente bajos y faltaba el mejor de ellos, Jimmy, que no había vuelto a jugar desde que murió el entrenador. “Durante cuarenta años he conocido a los mejores jugadores de este estado, pero nunca he conocido a nadie mejor que Jimmy Chitwood, jamás”, le avisó Cletus, el director del instituto. A Norman Dale no le importó: “Aprenderé de vosotros y vosotros aprenderéis de mí”, mantuvo. Y añadió: “El baloncesto es un deporte y es voluntario, no es una obligación”.
Jimmy miraba los entrenamientos a escondidas detrás de una puerta. Esos entrenamientos eran diferentes a los que esos chicos estaban acostumbrados. Eran aburridos, sin tirar a canasta. Botando entre sillas. Corriendo por todas las líneas del campo. Pasándose el balón de uno a otro con rapidez. “Mis entrenamientos no son para divertirse. He visto que sabéis anotar, pero en el baloncesto hay más cosas, hay que saber rebotear y defender”, les avisó. “Los cinco jugadores han de funcionar como un único hombre. Equipo, equipo, equipo. Ningún jugador es más importante que el otro”, continuó. Y prosiguió: “Hay que trabajar duro. Ningún equipo mío se cansará antes que el rival”.
Pero faltaba Jimmy, la pieza final del rompecabezas. Aunque al entrenador Dale, insisto, tampoco le importaba: “Tienes un don especial. Puedes llegar al lugar que quieras. Te lo digo con sinceridad, puedes creértelo: no me importa si juegas o no con el equipo”, finalizó.
III. La profesora Myra Fleener solía decirnos en sus clases que lo único que venía de fuera a Hickory era el tren y que solamente paraba durante cinco minutos y se volvía a marchar. “He conocido a muchos que se pasan el resto de su vida hablando de glorias pasadas de cuando tenían 17 años”, se lamentó en una ocasión delante del entrenador Dale. Y continuó: “Hoy los dioses están muy desprestigiados, ¿no cree? Convertirse en uno solamente por meter una pelota dentro de un aro de hierro”.
Sin embargo, fue ella, y Jimmy, claro, los que consiguieron que Norman Dale no fuera despedido.
Y eso que la temporada no pudo comenzar peor: el entrenador Dale y sus jugadores recibieron pocos aplausos en la presentación del equipo y el público no paró de gritar todo el rato “Queremos a Jimmy”. “Esperaba que apoyaríais a los que están en el equipo y no a los que no están en el equipo. Estos seis jóvenes han decidido trabajar, han decidido sacrificarse, para poder jugar durante 23 noches en los próximos cuatro meses. Para representaros a vosotros, a esta escuela superior. Esa clase de compromiso y esfuerzo merece y exige vuestro respeto. Este es vuestro equipo”, se lamentó el entrenador.
Sin embargo, los jugadores del Oolitic superaron en el primer partido sobre la cancha con claridad a los Osos de Hickory, a los que el entrenador Dale prohibió lanzar a canasta antes de que se hubieran pasado la pelota entre ellos cuatro veces para preparar el ataque. “A los que jugasteis hasta el final, os felicito. Tuvisteis agallas. Os lo repetiré una vez más: pensad este fin de semana si queréis o no pertenecer a este equipo. Será con la condición de que lo que yo diga respecto a nuestro equipo es ley. Tenéis que obedecer sin ninguna discusión”, se despidió esa noche en el vestuario.
En los siguientes partidos, contra Cedar Knob, los Avispones y los Leones, la dinámica no cambió y así llegó la solicitud para hacer el referéndum para despedirle como entrenador del equipo de baloncesto. “He cometido muchos errores y me hago responsable de ellos. Me contrataron para enseñar a los chicos a jugar al baloncesto y lo he hecho lo mejor que he podido. No pienso pedir disculpas. Puede que no estén contentos con los resultados, yo sí. Estoy orgulloso de los chicos”, mantuvo esa noche en la iglesia el entrenador Dale delante de todo el pueblo. Por su parte, la profesora Myra Fleener subió al estrado y manifestó: “Creo que si pretendemos ser justos cometeremos un error si permitimos que se vaya Norman Dale. Dadle una oportunidad”.
Pero fue Jimmy, que llegó con la reunión empezada botando un balón de baloncesto, el que protagonizó el giro del guion: “No sé si esto cambiará las cosas, pero creo que es hora de que vuelva a jugar al baloncesto”, anunció ante el aplauso de todos. Pero avisó: “Juego si él se queda. Si no, no juego”.
Y aunque la primera votación había finalizado por 68-45 a favor de su despido como técnico, la gente de Hickory volvió a votar y Norman Dale conservó su puesto de entrenador del equipo de baloncesto del instituto.
IV. Con Jimmy en el equipo, las victorias se sucedieron y la racha no tuvo fin. Hickory ganó a Holland. Y en la cancha de Bloomington. Y contra Decatur. Y a Dugger. Y continuó ganando hasta llegar a las finales de sección en Deerlick contra Terhune.
Ese fue, como la mayoría de los encuentros de esa histórica temporada, un partido realmente equilibrado. A falta de 3 minutos y 54 segundos para el final, el marcador estaba igualado a 53. Y a falta de 36 segundos continuaba igualado, esta vez a 62. Pero una canasta a falta de diez segundos y un robo de balón en la última jugada del Terhune le dieron la victoria a Hickory.
Mientras, la final regional fue en Jasper, contra los Linton Gatos Salvajes. “Según la tradición no se debe hablar de los próximos partidos hasta que no se haya ganado el que se va a jugar. Estoy seguro de que para vosotros jugar esta final es como un sueño, vamos a tratar de ganarla. Olvidaos del público y de la categoría del contrario. Pensad en vuestro equipo. Recordad a quién representáis. Pensad en las jugadas que hemos ensayado una y otra vez. Y lo más importante: no penséis si vais a ganar o perder el partido. Si ponéis todo vuestro esfuerzo y concentración en jugar lo mejor posible el partido no me importa lo que al final señale el marcador. Para mí habremos triunfado”, aseguró el entrenador Dale a sus jugadores en el vestuario.
Ya en la cancha, Linton fue netamente superior en la primera mitad (ganaba por 12 puntos, 20-32, a falta de 1:24 para el descanso), pero Hickory logró ponerse por delante a falta de un minuto y 45 segundos para el final (52-50). El desenlace fue, cómo no, épico: Linton se adelantó de nuevo en el marcador a falta de diez segundos (54-55) y, con apenas tres segundos por jugarse, Ollie, el jugador más bajo de Hickory que tiraba los tiros libres a cuchara, recibió una falta personal. Y Ollie, que acababa de fallar un tiro libre y estaba realmente muerto de miedo, metió el primero y también metió el segundo y Hickory se clasificó para la final del campeonato estatal para certificar un hito que ya de por sí era inversamente proporcional a la escasa dimensión de sus protagonistas: hasta ese día, nunca antes una escuela secundaria tan pequeña había llegado a la final del campeonato estatal de Indiana.
V. En realidad, nadie en su sano juicio podría haber pensado que Hickory tendría alguna posibilidad de ganar el campeonato estatal de Indiana ante el instituto South Bend Central. Esa escuela secundaria contaba con más 2.800 alumnos y los Osos, el equipo de baloncesto más potente de todo Indiana, tenían en su alineación titular a tres talentosos jugadores afroamericanos de dos metros, dos metros y diez centímetros y dos metros y catorce centímetros. “Lo que importa es que los chicos jueguen un buen baloncesto. Son granjeros que van a la escuela, nada más. La mayoría de ellos solamente han visto en fotos edificios de más de dos plantas, así que traerles a Indianapolis para jugar ante 15 mil personas es como si ustedes y yo fuéramos a la luna. Lo que menos me importa es contra qué equipo jugamos”, minimizó al respecto el entrenador Dale ante la prensa.
Además de los edificios de más de dos plantas, el Butler Fieldhouse, la cancha del encuentro, también nos impresionó a todos aquellos jóvenes que nunca habíamos salido en nuestra vida de Hickory y de sus campos de maíz. De hecho, todavía recuerdo perfectamente las caras asombradas e intimidadas de todos los jugadores, de Jimmy y de Rade Butcher, de Merle Webb y de Everett Flatch, de Strap Purl y de Ollie McLellan, de Buddy Walker y de Whit Butcher, al entrar al pabellón por primera vez. Y también, claro, la estratagema del entrenador Dale para liberar la tensión de sus jugadores: el técnico de Hickory mandó medir la distancia desde la línea de tiros libres a la canasta y del aro al suelo. “Os daréis cuenta de que mide exactamente lo mismo que nuestra cancha de Hickory”, les recordó.
Pocas horas después, el partido del siglo que atrajo a aficionados a lo largo del Medio Oeste comenzó mientras los cines permanecían cerrados porque todas las personas estaban en ese pabellón o en sus casas escuchando el encuentro por la radio. “No voy a pronunciar ningún discurso. Sólo quiero daros las gracias por estos meses. Han sido muy importantes para mí”, se sinceró el entrenador Dale delante de una pizarra en la que estaban puestas las claves para ganar: no permitir penetraciones en el interior, jugar duro, presionar en toda la cancha para compensar la falta de altura. “Hemos de ganar este partido por las escuelas pequeñas que no han podido llegar hasta aquí”, le respondió uno de sus jugadores. Y el reverendo, mientras leía el pasaje del Antiguo Testamento en el que David derrota a Goliat, sentenció: “La victoria en cualquier batalla no estriba en las multitudes, sino en la fuerza que viene del cielo”.
Ya en la cancha, los flashes de las cámaras de los fotógrafos se iluminaron indistintamente, mientras los nervios atenazaron a los inexpertos jugadores de Hickory. “Puede que tengan razón en lo que dicen, quizá no deberíamos estar aquí”, pensó en voz alta el entrenador Dale en su primer tiempo muerto antes de explicar su táctica para poder ganar el campeonato estatal de Indiana de la temporada 1951-1952: básicamente, simplificándolo, balones a Jimmy Chitwood. De tal modo, del 6-16 inicial se pasó al 38-40 a falta de 30 segundos después de tres canastas consecutivas de la estrella de Hickory. La defensa también apareció y el 40-40 llegó tras un robo, mientras que otro robo dio a Hickory el balón para ganar a falta de 19 segundos para la conclusión del partido. En ese tiempo muerto, el técnico Dale quiso utilizar de cebo a Jimmy para una jugada de estrategia, pero todos sabían lo que, en realidad, tenía que ocurrir: Jimmy era el que tenía que ganar el encuentro y el título para Hickory. Y, por eso, Norman Dale reculó: “Buddy, pásale a Jimmy y que lance. Vamos a ganar. Vamos a ganar”, vaticinó.
Los últimos 19 segundos de esa noche histórica para el baloncesto, del día que todavía todos recordamos tantos años después debido a la remontada sensacional de Hickory en la final del campeonato estatal de baloncesto del estado de Indiana en la temporada 1951-1952, los vivimos a cámara lenta. Jimmy recibió el balón en la cabecera frontal del ataque, aguantó el balón hasta que quedaron cuatro segundos, atacó en el uno contra uno y lanzó a canasta desde media distancia.
El balón debió entrar dentro del aro porque lo único que recuerdo tras ese lanzamiento fue a gente gritando de alegría a mi alrededor y a mi cuerpo ingrávido moviéndose de un lado a otro en plena invasión de campo sin que mis pies pisaran el parqué de ese pabellón.
En esa sensación de ingravidez es, precisamente, en lo único que pienso hoy en día cuando mis paseos de viejo me llevan hasta el gimnasio del instituto de educación secundaria de Hickory y me siento durante horas con la mirada fijada en el estandarte que cuelga de la pared con esa fotografía en blanco y negro en la que el entrenador Norman Dale y sus ocho jugadores aparecen posando con el trofeo de campeones estatales de Indiana del año 1952.
Al final, siempre acabas cayendo debido a los efectos de las fuerzas gravitatorias, pero de lo único que te acuerdas, tantos años después, es de aquellos momentos en los que te alzabas, ligero y tenue, sin estar sujeto al imperecedero dominio de la voluntad de la gravedad.
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En este texto he utilizado referencias de Hoosiers.
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*Para las citas de este texto he utilizado la versión doblada al castellano, por lo que pueden no cuadrar con la versión original en inglés.
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Suelo escribir siempre con música, así que he decidido que voy a poner alguna de las canciones que ha sonado mientras estaba escribiendo el texto. Como, por ejemplo, ésta: