Érase una vez una época en la que las estrellas se alineaban cada jueves.
Una época lejana, muy lejana. A ver, recordad, ¿qué hacíais la última vez que todos los golfistas más exitosos del mundo jugaron cada semana sobre el mismo green? Tranquilos, os dejo tiempo de sobra para que podáis ir a buscarlo en vuestra agenda del 2021.
Es profundamente triste ver la rivalidad entre Scottie Scheffler, Jon Rahm y Bryson DeChambeau, los tres mejores golfistas de la actualidad (con permiso de Rory McIlroy), reducida a cuatro torneos a lo largo de todo el año, como si fuera la boda de tu prima de Zorraquín: unos incómodos días festivos en los que todos se presentan con sus trajes de domingo, fingen no notar la tensión y actúan como si fuera normal no hablar durante el resto del año.
Scottie Scheffler es el mejor golfista de la Tierra… y de Marte, Venus y cualquier planeta en el que haya 18 hoyos y una bandera. Desafía la geometría de las calles. Desmantela campos con la paciencia de un francotirador y la constancia imperturbable de un ingeniero alemán. Pero cuando lo ves jugar no puedes evitar pensar en el maldito asterisco: no se enfrenta contra todos. Faltan la mayoría de los buenos. Especialmente, dos.
Jon Rahm es fuego puro: un jugador que canaliza la rabia y el ritmo en un swing que no tiene por qué ser siempre el mismo. Y Bryson DeChambeau, el científico loco trasmutado en gladiador, el hombre que intentó convertir los campos de golf en un problema de matemáticas, ahora por fin ha encontrado el equilibrio entre la fuerza bruta y la magia que exige el juego.
Estos tres (con Rory McIlroy siempre presente, el fantasma del pasado de nuestra conciencia) deberían estar concentrados en una batalla semanal. Todos los domingos. Contra el viento. Con un título en juego. Porque así se forjan las leyendas: por la rivalidad.
Pensad en Federer, Nadal y Djokovic, en Borg y McEnroe. Pensad en Ali, Frazier y Foreman, en DiMaggio y Ted Williams. Pensad en Magic y Bird, en Senna y Prost. En Nicklaus, Palmer y Player. En Seve y Faldo, en Trevino y Watson. En Tiger y Phil Mickelson. No se enfrentaban una vez en cada estación como si fueran las juntas trimestrales de los directivos de una empresa. Se retaban cada fin de semana. Forjando sus carreras juntos. Esculpiendo su mito a la vez que esculpían el del otro.
La gloria no trata sólo de lo que uno mismo hace, sino de contra quién lo hace y con qué frecuencia está dispuesto a hacerlo.
Las leyendas no nacen en las relaciones a distancia, en la ausencia programada, en la irrelevancia intencionada.
Pero hoy, debido a la absurda fractura entre el LIV Golf y el PGA Tour, los mejores del golf no compiten entre sí. Se cruzan de vez en cuando, sí, como los cometas. Unos días en abril. Otros en mayo. Y en junio. Y en julio. ¿Pero el resto de los meses? Tú a Riad y yo a Atlanta. Una pretemporada irrelevante convertida en dos calendarios competitivos anuales diferentes.
Imaginad que el Real Madrid y el Barcelona estuvieran separados por los modelos de negocio o que, a lo largo de su carrera profesional, Messi solamente hubiera jugado en la MSL y en la CONCACAF Champions Cup y Cristiano Ronaldo en la Saudi Pro League y en la AFC Champions League Élite. Imaginad que la Ryder Cup fuera la única ocasión cada dos años en la que Viktor Hovland se enfrentara a Justin Thomas.
Esa es la realidad del golf actual: un cisma entre circuitos, comercializado como innovación, pero que está pudriendo sus raíces.
Permitidme ser completamente sincero: el LIV Golf puede llegar a ser muchas cosas (¿El futuro del deporte televisado?, ¿una fiesta en un jacuzzi de Miami?), pero no es el Coliseo de Roma. Es un crucero con un campo de prácticas con 54 hoyos para hombres en bermudas patrocinado por los cheques del reino petrolero. Tiene bullicio, sí. Chisporroteo, vale, quizás. ¿Pero inmortalidad? Eso se encuentra en Carnoustie, en Oakmont, en Kiawah cuando los mejores del mundo se ven obligados a compartir el mismo tee de salida y dejan sus egos en la puerta de la casa club antes de afrontar los últimos nueve hoyos bajo el sonido metálico de un hierro 8.
En defensa de Jon Rahm, tengo que reconocer que no se esconde. Sabía a qué renunciaba para bañarse en infinitos barriles de dinero. Conocía el precio de contrapartida, las consecuencias, la lenta pérdida de relevancia. Pero el sistema no debería haberle permitido tomar esa decisión. Ni a DeChambeau. Ni a Cameron Smith, ni a Dustin Johnson, ni a Brooks Koepka, ni a Sergio García, ni a Joaquín Niemann, ni al resto.
Scheffler domina el PGA Tour como si fuera un Tiger más discreto. Pero lo hace contra una ristra de talento que, objetivamente, se ha reducido exponencialmente. Mientras, el LIV Golf, a pesar de todo su presupuesto, de toda su música atronadora y de sus salidas simultáneas, cuenta con una clasificación que en muchas ocasiones se lee como la guía telefónica de un programa de protección de testigos.
Y se supone que los majors (sí, los cuatro torneos sagrados) son la costura que mantiene unido este tapiz deshilachado. Pero, por muy maravillosos que sean esos días, cuatro rondas en Augusta, Quail Hollow, Pinehurst o el Old Course de St. Andrews no son suficientes. Una leyenda no se construye en una quincena, en apenas cuatro fines de semana. Se forja con el tiempo, a lo largo de 52 semanas al año, a través de la narrativa, de los fracasos y las redenciones, en Bay Hill, en Muirfield Village, en Torrey Pines, en Pebble Beach, en TPC Sawgrass, en domingos anodinos entre enero y marzo.
El golf siempre ha sido cuestión de tiempo. Es un deporte lento. Un juego paciente, solitario. Pero este exilio artificial de sus mejores jugadores es una bomba de relojería a punto de explotar. Los aficionados, los mayores perjudicados, lo ven, sentados en sus sillas plegables y a través de sus prismáticos. Los periodistas no podemos ignorarlo. El golf actual es un triple bogey, un fiasco, un auténtico fracaso.
Rahm es pasión. DeChambeau es locura. McIlroy es poesía. Scheffler es tan brillante que, sin rivales, se vuelve aburrimiento. Se merecen enfrentarse el uno al otro, tener una rivalidad real, apasionada. Se necesitan. Nosotros también. Que Rahm y DeChambeau dejen de lanzar golpes al viento al otro lado de la calle, le miren a la cara en una tarde de domingo y le digan: «Hoy no vas a ganar, Scottie». No sólo en los majors, sino cada semana.
Así es como un deportista pasa de las estadísticas a la escultura.
Scheffler puede seguir ganando, por supuesto, pero hasta que no le gane a Rahm y DeChambeau cada semana será un campeón de los pesos pesados en un ring vacío.
Por eso, nos merecemos que regresen los duelos. Que regrese el drama vestido con polos y pantalones de pinza. Que cualquier domingo vuelva a hacer de nuevo que los lunes se sientan celosos. Lo necesitamos como una sombra en la playa de Quitapellejos un día de agosto a las doce de la mañana.
Hasta entonces, seguiremos preguntándonos por qué el golf tuvo que dividir su átomo y enviar a sus estrellas a constelaciones diferentes que se cruzan, sí, pero que sólo se alinean cuatro veces al año.
Foto: Scottie Scheffler lleva puesta la chaqueta verde de la inmortalidad en el hoyo 12 de Augusta National mientras Jon Rahm y Bryson DeChambeau suspiran dentro de sus barriles de dinero. (ChatGPT).
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Buenos días, Sergio:
Puedes explicarme, que coño hace en este fenomenal newsletter, una aldea perdida de La Rioja alta, jajajajajaja. Anonadado me tienes.
Gracias por adelantado.
Saludos cordiales.