Los Juegos Olímpicos, la competición guía del juego limpio en el deporte, en realidad, se fundamentan en una trampa.
No lo digo yo, lo cuenta una de las más aclamadas leyendas fundacionales de la mitología de la Antigua Grecia sobre el origen de las Olimpiadas en el año 776 antes de Cristo.
Como sabéis, los Juegos Olímpicos comenzaron a disputarse en Olimpia debido a la inspiración causada por los juegos funerarios que Pélope había organizado en memoria de Enómao, el rey de Pisa y padre de la bella Hipodamía. Como un oráculo le había avisado de que sería asesinado por su yerno, Enómao obligaba a todos los pretendientes de Hipodamía, decenas y decenas, a competir contra él en una carrera de carros que no podían vencer, ya que Enómao contaba con unos caballos más veloces que Bóreas, el dios del gélido viento del norte que anticipaba el invierno. Al final, todos los pretendientes de su hija perdían y acababan muriendo.
Por ello, Pélope, prendado de la belleza de Hipodamía y siendo correspondido en su amor, recurrió al engaño para poder derrotar a Enómeo. Primero, en cualquier caso, acudió a la playa e invocó al dios Poseidón, su antiguo amante, que hizo aparecer un carro tirado por caballos alados indómitos que podían correr hasta por encima del agua. Sin embargo, por si los designios de las deidades no fueran aval suficiente para nuestro destino, Pélope optó por ayudarse de algo que sí que nunca falla, nuestra avaricia y la de nuestros semejantes: antes de la carrera, Pélope convenció a Mírtilo, el auriga de Enómeo, para que reemplazara los pasadores de bronce que unían las ruedas al carro del rey de Pisa por unos pasadores falsos hechos con cera de abeja a cambio de la mitad del reino y también, según algunos escritos, la promesa de que él sería el que protagonizaría la primera noche de amor con Hipodamía (Mírtilo, por supuesto, como todos, también estaba enamorado en secreto de la irresistible hija de Enómeo).
Al final, gracias a esa estratagema alejada de la deportividad que ideó Pélope con la ayuda de Mírtilo, la cera se derritió durante la carrera, Enómeo cayó de su carro, se murió y, pasado un tiempo, en Olimpia empezaron a celebrarse unas competiciones deportivas que, a día de hoy, seguimos llamando Juegos Olímpicos.
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Sí, los Juegos Olímpicos, la mercadotécnica oda del deporte mundial al juego limpio que se cimentó sobre una mentira en la Antigua Grecia, ya están aquí de nuevo y, por eso, en las próximas semanas en Wolcott Field voy a probar algo diferente a lo que he solido hacer a lo largo de estos dos años de existencia de la newsletter. Os cuento: cualquier día, sin frecuencia estipulada, recibiréis en vuestro correo electrónico un texto en este formato con alguna idea que se me haya acabado de venir a la cabeza. ¿La única condición? Esos textos tienen que tener relación con los Juegos Olímpicos, ya sea con los actuales de Tokio o con cualquiera de sus ediciones anteriores. O, incluso, la relación con las Olimpiadas puede ser de refilón y apenas imperceptible, aunque, en el fondo, esté relacionado.
A partir de que enciendan el pebetero este viernes en la capital japonesa.
Genial!