En 1932, Tokio expresó por primera vez su deseo de acoger unos Juegos Olímpicos. No tardaría mucho tiempo en conseguir su objetivo: en 1936, apenas cuatro años después, fue anunciada como la sede de las Olimpiadas de 1940. Sin embargo, la década de los años treinta del siglo pasado fue especialmente convulsa: un año después, en 1937, el imperio japonés invadió China para dar comienzo a la Segunda Guerra Sino-Japonesa y, por ello, en 1938, apenas un año más tarde, Japón anunció que Tokio había sido desposeída de la celebración de los Juegos Olímpicos. Helsinki, la capital de Finlandia, fue la ciudad escogida para reemplazarla, pero las Olimpiadas de 1940 nunca se celebraron: la II Guerra Mundial, en cuyo contexto se incluye la citada Segunda Guerra Sino-Japonesa que también se alargó hasta 1945, estalló el 1 de septiembre de 1939 después de que la Alemania nazi invadiera Polonia.
Al final, los Juegos Olímpicos se disputaron por primera vez en Tokio (y en Asia) en 1964, cuando Japón, como escribe el periodista y escritor Robert Whiting en su libro Tokyo Junkie, “ya no era una paria militarista destrozada por la guerra, se había reinventado con éxito como una democracia pacífica en camino de convertirse en una potencia económica mundial”. El emperador Hirohito fue el encargado de dar el discurso de inauguración antes de que los cañones de serpentina y los globos de colores ascendieran por el cielo de la capital japonesa. Lo vio prácticamente todo el mundo, ya que, en efecto, las Olimpiadas de Tokio 1964 fueron los primeros juegos retransmitidos internacionalmente en directo y en color.
Por cierto, esos Juegos Olímpicos de Tokio 1964, que al contrario de los actuales son todavía a día de hoy amados por los japoneses como ejemplo paradigmático de ese Japón que dejaba atrás su aislamiento del pasado para convertirse en una de las principales economías globales menos de dos décadas después de que las bombas atómicas cayeran sobre Hiroshima y Nagasaki, se desarrollaron en octubre.
Según cuentan, en verano en Tokio hace demasiado calor y es asfixiante practicar deporte.
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En los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 hay 42 sedes: ocho de ellas son nuevas, 24 ya existían con anterioridad y 10 son temporales.
El nuevo Estadio Olímpico, por ejemplo, está construido sobre el demolido Estadio Olímpico de los Juegos Olímpicos de 1964.
También de las Olimpiadas de 1964 son las dos sedes de este año que más me interesan.
En más de una ocasión, al Yoyogi National Stadium, la sede con capacidad para 10.200 espectadores que acoge este año los partidos de la especialidad de balonmano y que en 1964 acogió las competiciones de natación y de baloncesto, le han denominado el pináculo de la arquitectura moderna. Entonces, Tokio era una ciudad de madera derruida por la guerra y al arquitecto Kenzo Tange se le ocurrió diseñar un novedoso edificio de hormigón con reminiscencias a los templos tradicionales japoneses y una cubierta suspendida en el aire y anclada simplemente a la tierra por cables de acero. Algo así como un elegante puente colgante imperecedero. Simple, fascinante, eterno.
La belleza del Yoyogi National Stadium es inigualable, pero la simbología del Nippon Budokan es todavía mayor. Con capacidad para 11.000 personas, la sede del judo y del karate en estos Juegos Olímpicos es, en realidad, algo intangible, inmaterial, una entelequia: es el espíritu en el que se funden todas las artes marciales japonesas y, especialmente, el judo, que hizo su debut en unas Olimpiadas precisamente allí, en 1964. El Nippon Budokan no es, de hecho, una sede, sino un altar sagrado.
Sin embargo, más allá de Japón, el Nippon Budokan no es una religión, sino pura cultura popular: allí venció Muhammad Ali, el por entonces campeón mundial de boxeo, a Antonio Inoki, el campeón japonés de lucha libre, en el año 1976 en un combate con reglas especiales y allí, mucho antes, del 30 de junio al 2 de julio de 1966, The Beatles, más famosos que Jesucristo (1966 es, en concreto, el año en el que John Lennon hizo esa conocida declaración al London Evening Standard), ofrecieron cinco conciertos en medio de la oposición de muchos japoneses que consideraban que esa banda de pop de occidente estaba profanando con su música ruidosa el templo sacrosanto de las artes marciales japonesas.
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Japón es, con 615 deportistas y después de Estados Unidos con 657, la segunda expedición que más atletas tiene en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020. Es un dato interesante, pero hay otro dato que me gusta todavía más: a lo largo de la historia de las Olimpiadas, Japón ha conseguido más medallas que cualquier otro país en judo, una disciplina que también es el deporte en el que los japoneses han logrado más medallas en los Juegos Olímpicos.
En total, incluyendo las cosechadas en esta edición y hasta el momento en el que escribo estas líneas, desde que el judo hiciera su aparición en Tokio 1964, los judocas japoneses han sumado 90 medallas, de ellas, 43 de oro, 20 de platas y 27 de bronce. El siguiente país en el medallero histórico del judo es Francia con 42 medallas, de ellas, 14 oros, 12 platas y 26 bronces.
Para un japonés ganar la medalla de oro en los Juegos Olímpicos en la especialidad de judo, el arte marcial creado por su compatriota Jigoro Kano, no es un premio, sino una obligación. Más todavía si cabe si la competición se disputa en el Nippon Budokan.
Por eso, estos días atrás, al ganar sus medallas de oro, Naohisa Takato no podía dejar de sonreír y la joven Uta Abe, 21 años recién cumplidos, no podía parar de llorar.
Su presión por vencer esa medalla de oro no es íntima e individual, sino que es un ritual colectivo e idiosincrático.
Akio Kaminaga, supongo, lo supo bien.
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Un aparte: si trasladamos la dinastía del judo a la especialidad de tiro con arco, entonces Japón deja su sitio a Corea del Sur. Y sobre todo, a las mujeres surcoreanas: desde Seúl 1988, el equipo femenino de Corea del Sur se ha adjudicado la medalla de oro en todas y cada una de las nueve Olimpiadas que se han celebrado, incluidas las de este año en Tokio. Chuck Culpepper, en The Washington Post, ha descrito su éxito de una forma excelsa: “Parece que sería encantador reunirse con ellas para tomar un café a menos que la cafeína te animara a desafiarlas en su deporte, en cuyo caso te arrancarían absolutamente y con calma tus malditos globos oculares”, ha escrito. Y ha sentenciado: “Ellas sonríen, te destruyen, sonríen, te destruyen”.
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Pero volvamos a Tokio 1964, al Nippon Budokan y al judoca Akio Kaminaga, el (hasta ese mes de octubre) héroe nacional.
En esos días, Takehide Nakatani logró su medalla de oro en la categoría de menos 68 kilos. E Isao Okano en menos de 80 kilos. E Isao Inokuma en más de 80 kilos.
Pero Kaminaga, que ocultó una lesión de ligamentos en su rodilla que había sufrido poco antes del inicio de los Juegos Olímpicos, falló el pleno japonés en la final del cuadrante open: el gigante holandés Anton Geesink le barrió con sus pies y le inmovilizó con un kesa-gatame durante la cuenta de 30 segundos para llevarse la medalla de oro y llenar de lágrimas las gradas del Nippon Budokan.
La decepción recorrió todo Japón.
Las críticas hacia Kaminaga fueron despiadadas.
Algunas veces, las religiones terminan convirtiéndose en sectas.
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El pináculo
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En 1932, Tokio expresó por primera vez su deseo de acoger unos Juegos Olímpicos. No tardaría mucho tiempo en conseguir su objetivo: en 1936, apenas cuatro años después, fue anunciada como la sede de las Olimpiadas de 1940. Sin embargo, la década de los años treinta del siglo pasado fue especialmente convulsa: un año después, en 1937, el imperio japonés invadió China para dar comienzo a la Segunda Guerra Sino-Japonesa y, por ello, en 1938, apenas un año más tarde, Japón anunció que Tokio había sido desposeída de la celebración de los Juegos Olímpicos. Helsinki, la capital de Finlandia, fue la ciudad escogida para reemplazarla, pero las Olimpiadas de 1940 nunca se celebraron: la II Guerra Mundial, en cuyo contexto se incluye la citada Segunda Guerra Sino-Japonesa que también se alargó hasta 1945, estalló el 1 de septiembre de 1939 después de que la Alemania nazi invadiera Polonia.
Al final, los Juegos Olímpicos se disputaron por primera vez en Tokio (y en Asia) en 1964, cuando Japón, como escribe el periodista y escritor Robert Whiting en su libro Tokyo Junkie, “ya no era una paria militarista destrozada por la guerra, se había reinventado con éxito como una democracia pacífica en camino de convertirse en una potencia económica mundial”. El emperador Hirohito fue el encargado de dar el discurso de inauguración antes de que los cañones de serpentina y los globos de colores ascendieran por el cielo de la capital japonesa. Lo vio prácticamente todo el mundo, ya que, en efecto, las Olimpiadas de Tokio 1964 fueron los primeros juegos retransmitidos internacionalmente en directo y en color.
Por cierto, esos Juegos Olímpicos de Tokio 1964, que al contrario de los actuales son todavía a día de hoy amados por los japoneses como ejemplo paradigmático de ese Japón que dejaba atrás su aislamiento del pasado para convertirse en una de las principales economías globales menos de dos décadas después de que las bombas atómicas cayeran sobre Hiroshima y Nagasaki, se desarrollaron en octubre.
Según cuentan, en verano en Tokio hace demasiado calor y es asfixiante practicar deporte.
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En los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 hay 42 sedes: ocho de ellas son nuevas, 24 ya existían con anterioridad y 10 son temporales.
El nuevo Estadio Olímpico, por ejemplo, está construido sobre el demolido Estadio Olímpico de los Juegos Olímpicos de 1964.
También de las Olimpiadas de 1964 son las dos sedes de este año que más me interesan.
En más de una ocasión, al Yoyogi National Stadium, la sede con capacidad para 10.200 espectadores que acoge este año los partidos de la especialidad de balonmano y que en 1964 acogió las competiciones de natación y de baloncesto, le han denominado el pináculo de la arquitectura moderna. Entonces, Tokio era una ciudad de madera derruida por la guerra y al arquitecto Kenzo Tange se le ocurrió diseñar un novedoso edificio de hormigón con reminiscencias a los templos tradicionales japoneses y una cubierta suspendida en el aire y anclada simplemente a la tierra por cables de acero. Algo así como un elegante puente colgante imperecedero. Simple, fascinante, eterno.
La belleza del Yoyogi National Stadium es inigualable, pero la simbología del Nippon Budokan es todavía mayor. Con capacidad para 11.000 personas, la sede del judo y del karate en estos Juegos Olímpicos es, en realidad, algo intangible, inmaterial, una entelequia: es el espíritu en el que se funden todas las artes marciales japonesas y, especialmente, el judo, que hizo su debut en unas Olimpiadas precisamente allí, en 1964. El Nippon Budokan no es, de hecho, una sede, sino un altar sagrado.
Sin embargo, más allá de Japón, el Nippon Budokan no es una religión, sino pura cultura popular: allí venció Muhammad Ali, el por entonces campeón mundial de boxeo, a Antonio Inoki, el campeón japonés de lucha libre, en el año 1976 en un combate con reglas especiales y allí, mucho antes, del 30 de junio al 2 de julio de 1966, The Beatles, más famosos que Jesucristo (1966 es, en concreto, el año en el que John Lennon hizo esa conocida declaración al London Evening Standard), ofrecieron cinco conciertos en medio de la oposición de muchos japoneses que consideraban que esa banda de pop de occidente estaba profanando con su música ruidosa el templo sacrosanto de las artes marciales japonesas.
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Japón es, con 615 deportistas y después de Estados Unidos con 657, la segunda expedición que más atletas tiene en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020. Es un dato interesante, pero hay otro dato que me gusta todavía más: a lo largo de la historia de las Olimpiadas, Japón ha conseguido más medallas que cualquier otro país en judo, una disciplina que también es el deporte en el que los japoneses han logrado más medallas en los Juegos Olímpicos.
En total, incluyendo las cosechadas en esta edición y hasta el momento en el que escribo estas líneas, desde que el judo hiciera su aparición en Tokio 1964, los judocas japoneses han sumado 90 medallas, de ellas, 43 de oro, 20 de platas y 27 de bronce. El siguiente país en el medallero histórico del judo es Francia con 42 medallas, de ellas, 14 oros, 12 platas y 26 bronces.
Para un japonés ganar la medalla de oro en los Juegos Olímpicos en la especialidad de judo, el arte marcial creado por su compatriota Jigoro Kano, no es un premio, sino una obligación. Más todavía si cabe si la competición se disputa en el Nippon Budokan.
Por eso, estos días atrás, al ganar sus medallas de oro, Naohisa Takato no podía dejar de sonreír y la joven Uta Abe, 21 años recién cumplidos, no podía parar de llorar.
Su presión por vencer esa medalla de oro no es íntima e individual, sino que es un ritual colectivo e idiosincrático.
Akio Kaminaga, supongo, lo supo bien.
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Un aparte: si trasladamos la dinastía del judo a la especialidad de tiro con arco, entonces Japón deja su sitio a Corea del Sur. Y sobre todo, a las mujeres surcoreanas: desde Seúl 1988, el equipo femenino de Corea del Sur se ha adjudicado la medalla de oro en todas y cada una de las nueve Olimpiadas que se han celebrado, incluidas las de este año en Tokio. Chuck Culpepper, en The Washington Post, ha descrito su éxito de una forma excelsa: “Parece que sería encantador reunirse con ellas para tomar un café a menos que la cafeína te animara a desafiarlas en su deporte, en cuyo caso te arrancarían absolutamente y con calma tus malditos globos oculares”, ha escrito. Y ha sentenciado: “Ellas sonríen, te destruyen, sonríen, te destruyen”.
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Pero volvamos a Tokio 1964, al Nippon Budokan y al judoca Akio Kaminaga, el (hasta ese mes de octubre) héroe nacional.
En esos días, Takehide Nakatani logró su medalla de oro en la categoría de menos 68 kilos. E Isao Okano en menos de 80 kilos. E Isao Inokuma en más de 80 kilos.
Pero Kaminaga, que ocultó una lesión de ligamentos en su rodilla que había sufrido poco antes del inicio de los Juegos Olímpicos, falló el pleno japonés en la final del cuadrante open: el gigante holandés Anton Geesink le barrió con sus pies y le inmovilizó con un kesa-gatame durante la cuenta de 30 segundos para llevarse la medalla de oro y llenar de lágrimas las gradas del Nippon Budokan.
La decepción recorrió todo Japón.
Las críticas hacia Kaminaga fueron despiadadas.
Algunas veces, las religiones terminan convirtiéndose en sectas.