Perder para poder ganar
(Este texto corresponde a la sección de Películas, que contiene textos con el argumento de películas de temática deportiva narrados como si los estuviéramos viendo en primera persona suceder en la realidad)
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(AVISO IMPORTANTE: este texto está repleto de spoilers de una película en la que Tom Cruise tiene un tupé perfecto)
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I. Si no sabéis cómo se juega al Bola 9, una de las modalidades más seguidas en el billar americano, pensad en una sucesión de imágenes en las que se intercalan un cigarrillo humeante que reposa sobre un cenicero, vasos de whisky y primerísimos planos de la tiza que se pone en la punta del taco mientras una voz en off recita algo similar a esto: “El Bola 9 es el más característico de los juegos de billar americanos. Los dos jugadores juegan con las mismas bolas, numeradas del 1 al 9, que han de introducir por orden en las troneras. Cuando un jugador falla o comete una falta, el otro continúa la jugada. La única bola que puntúa es la número 9. Un jugador puede hacer ocho jugadas perfectas seguidas, fallar en la novena y perder. También puede meter la número 9 en la tacada de salida y ganar. Por eso se dice que la suerte es un factor decisivo en el Bola 9, aunque para algunos jugadores hasta la suerte es un arte”.
Por ejemplo, Eddie El Rápido Felson, un timador reconvertido en vendedor de licores, era uno de esos jugadores que convertía la suerte en un arte. O, al menos, así fue hasta que conoció a Vincent Lauria en esos billares de Chicago, cuando aquel joven enérgico no paraba de derrotar a todos los demás. “¿Quieres jugar con él?”, preguntó Carmen, la novia de Vincent, a Eddie. “Claro”, respondió Eddie. “A veinte dólares la partida”, continuó Carmen. “No, a 500”, corrigió Eddie. “¿Lo dices en serio?”, preguntó extrañada Carmen. “Yo no gasto bromas con el dinero”, insistió el viejo timador mientras le enseñaba un fajo de billetes y le volvía a ofrecer 500 dólares. Y añadió: “Puede que esté intentando timarte y puede que no. Si pudieras adivinarlo sabrías cuándo apostar y cuándo no. Así la vida para ti sería maravillosa”. “Entonces, ¿qué tengo que decir?”, quiso saber Carmen. “Decir que no. ¿Y sabes por qué? Porque es demasiado dinero y yo soy un desconocido”.
II. Esa misma noche, Eddie Felson se llevó a cenar a Vincent y a Carmen. “No es más que un juego, nueve bolas y un taco. El billar no es tan difícil. En el billar no tienes nada más que unas bolas y todo el tiempo que quieras para preparar la jugada”, limitó Vincent mientras Carmen y Eddie discutían sobre lo verdaderamente importante. “¿Has hablado de dinero?”, le recordó Carmen. “De mucho dinero”, insistió Eddie. “¿En serio?”, prosiguió Carmen. “Mira, si tienes talento de verdad, si sabes hacer alguna cosa mejor que los demás, lo que sea, es muy fácil ganar dinero, te lo aseguro. El dinero llega solo”, explicó Eddie. Y acto seguido se dirigió a Vincent: “Eres especial, llamas la atención y eso es un don. Mira, hay tipos que se pasan la vida intentando tener algo así. Ser un genio en el billar no es solamente jugar brillantemente, es algo más. Tienes que estudiar el comportamiento humano. Todos los genios que he conocido fueron grandes observadores del comportamiento humano. Para eso sí que tengo yo talento”.
III. Al día siguiente, Carmen todavía necesitaba saber más sobre el dinero. “Lo mío es invertir, ¿sabes en lo que invierto?”, le preguntó Eddie. “En talento, me lo figuraba”, acertó Carmen. “Eso es”, reconoció Eddie antes de contarle a Vincent su idea: participar en el campeonato de billar que se iba a celebrar a finales de abril en Atlantic City. “Deberíamos ir, se moverá mucho dinero. No es ninguna tontería, es la ocasión de tu vida. Los billares estarán calientes y podemos hacer una fortuna. Tienes que coger experiencia, son seis semanas, haremos el circuito, jugaremos por ahí en distintas ciudades”, le imploró.
Y por si Vincent todavía tenía alguna duda le hizo también un regalo: su Balabushka, una de esas preciosas piezas de coleccionista fabricadas por el “Stradivarius de los tacos”. “Precioso, hace que los tacos corrientes parezcan bates de béisbol”, mantuvo un sorprendido Vincent. “¿Lo quieres?”, le preguntó Eddie. “No, no puedo aceptarlo, no es para mí. No sé para quién será, pero desde luego para mí no. Supongo que John Wayne utilizaría un taco como este si jugara al billar o Humphrey Bogart, pero yo no. No, no, no puedo aceptar esto”, prosiguió Vincent. “Vamos, es para ti. Sal ahí fuera, pruébalo y si no te gusta me lo devuelves”, insistió el viejo timador.
Ya no había marcha atrás. El trato estaba cerrado. Eddie correría con los gastos de los tres por adelantado, se quedaría con el 60% del dinero ganado en las apuestas y cubriría con su propio dinero las posibles apuestas perdidas. “No te preocupes, no pienso perder nunca”, le avisó Vincent. Pero Eddie le corrigió: “Sí, claro que perderás. Eso es lo que tengo que enseñarte: a veces hay que perder para poder ganar”.
IV. Aunque al final no saliera bien, hay muchas enseñanzas que todos aprendimos de Eddie en ese viaje que él hizo con Vincent y Carmen y que empezó en el Lincoln Tap Room de Chicago, el “Madison (Square Garden) del billar” que por desgracia por aquellos años se había convertido en un almacén.
Por ejemplo, que todas las personas mayores pensamos que la vida ha cambiado a peor y que el mundo está diseñado para los jóvenes: “Yo ya soy viejo, tengo la maquinaria oxidada. El billar es para jóvenes. Además, ahora hay drogas, juegan con su vida, cocaína, anfetaminas. Cuando yo jugaba nos emborrachábamos, pienso que era más humano”.
O que lo único que importa es, como siempre, el dinero: “Nos estamos olvidando de hablar de lo importante. Lo importante no es el billar, ni el sexo, ni el amor. Lo importante es el dinero. El mejor es el que más dinero gana. Ese mismo principio se puede aplicar a cualquier otra actividad de la vida”.
O que sentir lástima te hace más débil: “Nunca, maldita sea, nunca juegues tan blando como hoy, sobre todo cuando hay dinero de por medio. Eso de tener lástima de los demás, muchacho, no es profesional”.
Y, sobre todo, que el ímpetu irreverente y terco de la juventud choca frontalmente contra el poso madurado de la experiencia: “Si todo el mundo se siente capaz de jugar es que muchos pueden jugar bien, pero solamente uno puede ser el mejor”, anunció Vincent antes de llevarse el Balabushka para destrozar jugando al billar a todo aquel que se le pusiera por delante en ese tugurio, con su pelo perfecto, su chulería, sus miradas y sus sonrisas, sus gestos de kung fu mientras la gente le aplaudía y él se sentía un ganador, como si fuera un hombre lobo aullando por las calles de Londres. “¿Me has visto esta noche? He jugado como una figura, como un campeón. ¿Y sabes una cosa? Cuando me provocan soy como un animal. ¡Aaaah! Un salvaje”, le inquirió después a Eddie esa misma noche. Pero el viejo Felson, el poso maduro de la experiencia, le avisó: “Recuerdo que el dinero ganado con el juego sabe mil veces mejor que el ahorrado”. Y añadió: “Para ganar hacen falta dos cosas. Sí, dos cosas: una cabeza lúcida y un par de huevos. Y a ti te sobran huevos y te falta cabeza”.
V. Entonces, Eddie le pidió a Vincent el Balabushka que le había regalado y Vincent y Carmen se fueron con el dinero (“Ya no me queda nada que enseñarte, esta ha sido la última lección. Coge el dinero. Id vosotros solos, lo haréis muy bien”, palabra de Felson El Rápido) mientras el viejo timador entró en una deriva de borracheras y apuestas de billar en billar, perdiendo unas veces y otras ganando, siempre poniendo los dólares sobre la mesa, con unas gafas nuevas en su cara y un único objetivo en la mente: Atlantic City, la coordenada geométrica del plano en la que Vincent y él se volverían a encontrar.
Fue en cuartos de final, en la mesa ocho, con victoria redentora para Eddie Felton. “Has jugado muy bien. Te dije que las bolas no hacen lo que uno quiere, pero has jugado muy bien”, felicitó el viejo timador, radiante de felicidad, a su joven aprendiz, que, en realidad, poco después descubrimos que sí que había aprendido cuando se acercó a su habitación para confesarle que se había dejado perder tras convencer a una persona de que apostara 4.000 dólares contra él. “Todo lo que tuve que hacer es fallar unas cuantas tiradas, pero eres un jugador muy bueno, Eddie. Me duele un poco que me hayas ganado, pero hay otros torneos, ¿no?”, mantuvo Vincent, con un sobre de 8.000 dólares para Eddie. Y añadió: “Ese es el arte de fallar, saber exactamente cuándo, en qué bola, en qué momento, que no entre por un pelo con el público diciendo ¡Oh!”.
Saber aguantar el dolor que te producen las heridas de la derrota, ese es el arte de la vida.
Por eso, Eddie se retiró de su partido de semifinales contra Lorenzo Kennedy, le devolvió el sobre con los 8.000 dólares a Vincent y retó a Vincent a una nueva partida al Bola 9. “Duele la herida, ¿verdad?”, le preguntó Vincent. “Sí, duele”, reconoció Eddie. “No seas tonto. No tienes nada que hacer contra mí, va a ser una exhibición, estás acabado”, insistió Vincent. “Eso vamos a verlo”, espetó Eddie. Y añadió: “Tenemos una cuenta pendiente. Tenemos que dejar esto zanjado”.
“Eddie, ¿qué vas a hacer cuando te pegue una paliza?”, insistió Vincent. “Levantarme y dejar que me pegues otra. Pero no metas el dinero en el banco, muchacho, porque si no te gano ahora lo haré al mes que viene en Houston y si no es entonces será al mes siguiente en Nueva Orleans”, le avisó Eddie. “¿Y cómo estás tan seguro?”, prosiguió Vincent. “Porque he vuelto”, sentenció Eddie.
Como si, en realidad, la vida nos dejara otra opción.
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En este texto he utilizado referencias de The color of money.
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*Para las citas de este texto he utilizado la versión traducida en castellano, por lo que pueden no cuadrar con la versión original en inglés.
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Suelo escribir siempre con música, así que he decidido que voy a poner alguna de las canciones que ha sonado mientras estaba escribiendo el texto. Como, por ejemplo, ésta: