Old-time hockey
(AVISO IMPORTANTE: este texto está repleto de spoilers de la mejor película de la historia de hockey sobre hielo)
I. Nunca supe a ciencia cierta si la pequeña ciudad de Charlestown, la ciudad que tiene una escultura de un perro porque les salvó de la inundación del 88, pertenece a Massachusetts, Connecticut, New York o, muy posiblemente, Pennsylvania, pero en aquella época, finales de los años setenta, era gris, fea, fría, industrial, tóxica, deprimente, totalmente marcada por los despidos masivos que se estaban produciendo en la fábrica de acero local, más de 10.000 en total, y los rumores de su cierre para el 1 de abril. Y también, por supuesto, por los Chiefs, su equipo de hockey sobre hielo, que penaba por una liga menor. Por ejemplo, en el primer encuentro que les vi, en una derrota doméstica ante los Hyannisport Presidents del talentoso Nick Brophy, que se presentó borracho al choque, las gradas de su pabellón estaban prácticamente vacías y sus seguidores les recibieron entre insultos. A Reggie Dunlop, su capitán y técnico, un aficionado enfurecido le gritó que era “una mierda de entrenador” y a Drouin, su right wing titular, una mujer le definió como “marica francés”. El ínfimo nivel de los Chiefs, en cualquier caso, acompañaba a esa desafección de su público: los Presidents marcaron nada más comenzar el encuentro (tras ese tanto, las cámaras enfocaron de nuevo hacia la grada, donde otra mujer tejía ganchillo en vez de mirar al partido) y a los diez minutos ya vencían por 0-2. Pese a que los Chiefs redujeron la desventaja con un tanto de Ned Braden, su mejor jugador, el máximo goleador de la Liga Federal en ese momento con 18 goles, los Presidents volvieron a anotar para ampliar otra vez su renta y lo último que recuerdo de ese choque fue a otro aficionado que gritó, a modo de mofa, “A ver si ganáis alguna vez para variar”.
La entrevista después del partido que Jim Carr, el famoso locutor radiofónico de Charlestown, hizo a Reggie Dunlop y Ned Braden tampoco fue exactamente bien. Sirva de ejemplo la primera llamada telefónica de un aficionado al programa: “Oye, Dunlop, vieja ruina, ¿cuándo te retiras y dejas tu puesto a otro?”, preguntó. Ya en la calle, paseando al lado de la verja de la omnipresente fábrica en la vida de esa pequeña ciudad, entre las nubes negras de las chimeneas de la acería que estaban en funcionamiento durante todo el día, incluso por la noche, Dunlop respondió indirectamente a esa pregunta mientras se dirigía a su compañero Ned Braden: “Dicen ser nuestros hinchas y si perdemos nos insultan”, se lamentó. Sin embargo, fue McGrath, el general manager del equipo, el que terminó por definir de forma perfecta la situación de esos Chiefs (y de esos Estados Unidos de América) cuando, en su despacho, avisó a Dunlop de que “los días de oro han pasado, una temporada o dos y puedes coger los palos y retirarte del hielo”.
Para entonces, claro, McGrath contaba con información privilegiada: los Chiefs iban a ser desmantelados y a desaparecer al final de esa temporada y él ya estaba vendiendo todo (la mesa de masaje, el autobús gris con esa franja roja, etc.) y llamando a otros equipos en busca de un nuevo trabajo.
II. Al igual que Dunlop, yo no conocía a esos tipos, así que la primera vez que vi a los tres hermanos Hanson, los últimos fichajes de los Chiefs, mientras estaban dando golpes a una máquina de refrescos que se había quedado con una de sus monedas en la estación de autobuses de Charlestown, me quedé estupefacto: eran casi idénticos, imposibles de diferenciar, con gafas de pasta negra y pelo largo. Uno de sus nuevos compañeros, la primera vez que subieron al autocar del equipo, fue más explícito en su primera impresión: “Tienen una facha horrible”, reconoció. Sin embargo, fue antes del partido ante los Lancaster Gears, en ese vestuario lleno de mugre, mientras se estaban poniendo chapas con esparadrapo en sus manos, cuando nos dimos cuenta de su potencial, de la violencia que escondían.
De hecho, el discurso antes de ese encuentro de Dunlop, continuamente interrumpido por los Hanson, ya ha pasado a la categoría de mítico.
“Oídme bien, chicos, vamos a jugar con estilo esta noche, demostrad lo que sabéis, usad vuestro cerebro ahí en el hielo, creo que sabemos jugar el hockey”, empezó el veterano capitán de los Chiefs.
“Eso es. A cargárnoslos. A machacarlos. No va a quedar ni uno vivo. Hay que acabar con esos cabritos de una vez. Hay que machacarles todo, destrozarlos y partirlos por la mitad”, le interrumpieron los Hanson.
“Tenéis que jugar con la cabeza”, prosiguió Dunlop.
“Sacarles el hígado. Machacarlos. Ni uno solo vivo. Hay que terminar absolutamente con todos”, le volvieron a interrumpir los Hanson.
“Emplead los sesos ahí fuera. Quiero decir, sed más listos hombre a hombre, sed mejores que ningún cochino de la liga, si nos metemos eso en la cabeza…”, continuó el entrenador de los Chiefs.
“Machacarlos”, le interrumpieron otra vez los tres hermanos, al unísono.
“Vamos, hay que salir”, cerró Dunlop.
“A muerte. A por ellos. Hay que exterminarlos”, gritaron los hermanos Hanson, mientras eran los primeros en salir de ese vestuario.
Ese día, cuando habían transcurrido poco más de ocho minutos del partido, los Chiefs ya iban perdiendo 4-0 contra los Lancaster Gears, uniformados de rojo y blanco como los Detroit Red Wings (los Chiefs vestían de azul y amarillo, como los St. Louis Blues), pero, ahora lo sabemos, ese encuentro, esa derrota, no era nada más que el epílogo de una época que estaba a punto de terminar.
III. Supongo que las duras palabras de Francine, la esposa de Reggie Dunlop (si bien ambos estaban en esa época en pleno proceso de divorcio), ayudaron al capitán y entrenador de los Chiefs para que terminara actuando de la forma en la que actuó en los siguientes meses: “Si cierran la fábrica, los Chiefs estáis listos. El público se queda en la inopia, no volverán a un partido de hockey nunca. Y tú ya no eres ningún niño. Ni siquiera sirves. Has fracasado. No sabes ganar”, se sinceró Francine. Poco después, McGrath le confirmó que esa sería la última temporada de los Charlestown Chiefs y, entonces, Dunlop ideó su plan.
Primero, habló con el periodista Dickie Dunn y lanzó el rumor de que los dueños de los Chiefs iban a vender al equipo a unos millonarios retirados en Florida. “¿Qué loco va a comprar un equipo que está en quinto lugar?”, dudó Dunn. Y Dunlop le contestó: “La situación va a cambiar, te lo garantizo”. Al final, Dunn picó y sacó la noticia en el periódico.
Después, convenció a sus jugadores de que esa temporada sería la última campaña en la que él jugaría y también de que el dueño del club les daría primas por ganar.
Más tarde, Dunlop pagó a un hombre para que golpeara con un mazo al autobús de su propio equipo para ponerlo “más dramático” y también al conductor de una ambulancia que estaba a las afueras del pabellón para que encendiera la sirena para que la gente creyera que iba a “correr la sangre”.
Y, de repente, todo su plan funcionó y los Chiefs pasaron de ser un equipo endeble y perdedor a un conjunto violento e imbatible.
De tal modo, en el partido contra los Long Island Ducks, cuando el encuentro iba empate a cero a falta de 8 minutos y 14 segundos, Dunlop le dijo varias veces a Hanrahan, el portero de los Ducks, que su mujer era una “furcia” y una “lesbiana”, y cuando Hanrahan, enfadado, abandonó la portería y salió a pegarle, los Chiefs aprovecharon la puerta vacía para anotar el primer gol de un partido que terminaron ganando entre los aplausos de un público entregado ante las peleas y la sangre.
Y ya en el siguiente partido, Dunlop, después de la reacción que habían tenido los seguidores en el encuentro anterior, cambió completamente el discurso que había mantenido hasta entonces y dio entrada a los hermanos Hanson y el público se volvió todavía más loco con su arsenal de faltas y penalizaciones: zancadillas y puñetazos, dar con el stick en la cabeza a todos los jugadores del banquillo rival, dar también con el stick al árbitro y al portero, empujar los tres contra el cristal a la vez a un mismo jugador y un largo etcétera. Los tres hermanos Hanson, evidentemente, acabaron expulsados, pero abandonaron el hielo saludando a las gradas para agradecer los vítores de un público que les hizo corrillo hasta el vestuario. “Señoras y señores, el equipo visitante está desconcertado con esta exhibición. Vengan a ver cómo juega su equipo. Les aseguro que hay diversión para toda la familia”, concluyó Jim Carr desde su cabina de retransmisión.
Y después de tres partidos seguidos ganados, cuando los Charlestown Chiefs se echaron de nuevo a la carretera con su autobús, otro autocar les siguió con un grupo de aficionados y aficionadas, los Charlestown Chiefs Booster Club, que les acompañaban para verles jugar. “Es su pista, su hielo y su mierda de pueblo, pero está lleno de seguidores nuestros que se han gastado su dinero para venir aquí a vernos. Ok. Van a ver lo que somos. Vamos a la pista y se lo demostraremos. Usad los palos como sabéis, que se note lo que sois. Meterles el palo en los dientes, que se note la clase”, les pidió Dunlop a sus jugadores en el vestuario antes del encuentro ante los Patriots de Peterborough, un choque en el que los Chiefs buscaban su decimoquinta victoria (y que ganaron) y en el que hubo una batalla campal antes incluso de que empezara el partido y los árbitros estuvieran sobre la pista después de que uno de los hermanos Hanson le diera un puñetazo a un rival. Más allá del resultado de ese encuentro, lo que seguimos recordando más de cuarenta años después es la imagen de los jugadores de las alineaciones titulares llenos de sangre mientras escuchaban el himno de los Estados Unidos.
Y luego los Chiefs llegaron a Hyannisport y los seguidores les recibieron en la calle con abucheos y pancartas de “Chiefs, go home” y “Goons”, pero los jugadores del equipo de Charlestown les enseñaron sus culos por las ventanillas antes de ir ganando 1-8 en un partido que terminó por suspenderse después de que los hermanos Hanson, con sus gafas de pasta rotas y llenas de esparadrapos, subieran a las gradas para pelearse con un aficionado que había tirado unas llaves a uno de ellos. Los hermanos Hanson acabaron esa noche detenidos, encerrados en una celda, pero, cuando Ned Braden pagó su fianza de 250 dólares y salieron de la comisaría, decenas de aficionados estaban de nuevo esperándoles para acompañarles hasta el autobús del equipo. “Los Hanson no tienen clase”, le recriminó Jim Carr a Reggie Dunlop en otra entrevista radiofónica, después de que el conjunto de Charlestown consiguiera su sexto triunfo consecutivo. Y el capitán y entrenador de los Chiefs le contestó: “¿Qué no tienen clase y cortan la respiración al público?”.
Sin embargo, para el partido contra los Syracuse Bulldogs, Dunlop fue todavía más allá en el micrófono de Jim Carr al prometer “100 pavos” de su propio bolsillo para el primero de sus jugadores que lograra destrozar a Tim McCracken, el capitán de los Bulldogs, conocido por todos como Doctor Sangre porque, según las palabras del propio Jim Carr, usaba su stick como escalpelo y sacaba los ojos de sus rivales con su juego de muñeca. Así, cuando Dunlop llegó al estadio, la gente ya estaba peleándose antes del partido y después entraron corriendo al pabellón, con sus cervezas en la mano, sin dejar a los operadores subir completamente la verja verde. Luego, las gradas estaban llenas, con la gente de pie y de nuevo Jim Carr describió: “Parece como si estuviéramos en carnaval, el ambiente está tenso y, bueno, se masca la expectación”. Y, ya en el encuentro, los Chiefs se adelantaron con un gol de Ned Braden en la primera jugada, pero McCracken le empotró contra la pared en la celebración y le dijo que era un “cobarde” y, aunque Braden continuó negándose a pelear, su compañero Dave Carlson, que entonces se hacía llamar El Asesino, saltó desde el banquillo y empezó a pelearse con McCracken. “No quieren goles, quieren sangre, no te das cuenta”, le recriminó Dunlop, cabreado, a Braden. Y el número diez de los Chiefs le respondió: “Ganamos porque yo meto goles”. “No me incordies, ganamos porque los saco de quicio”, concluyó Dunlop, que a esas alturas de su vida parecía estar más cerca de su frase “Tomando al destino por el cuello” que de “Dudar es humano”, otra de sus sentencias más recordadas.
IV. En cualquier caso, después de cinco meses en los que las ventas de entradas se cuadriplicaron y los Chiefs fueron un equipo ganador por primera vez en cuatro años, el partido definitivo, el encuentro por el título, llegó poco después, de nuevo contra los Syracuse Bulldogs. Dunlop, primero, fue a ver a Anita McCambridge, la enigmática dueña del club, que le confesó que no iba a venderlo pese a que había compradores interesados, que iba a dejar que el equipo desapareciera, porque su contable le había dicho que era mejor no venderlo por los impuestos que tendría que pagar, que no sacaría ningún beneficio. “Tengo que confesarle que nunca dejo a los chicos ver el hockey. ¿Sabe? Tengo mi teoría. Los chicos imitan lo que ven en la televisión. Si ven violencia, se vuelven violentos. Si ven que alguien atraca un banco, atracarán un banco. Y con la droga, también”, le espetó a Dunlop. Y el capitán y entrenador de los Chiefs le contestó: “Pendón. Es usted la gran furcia. Una basura que nos tira por el desagüe”. Y añadió: “Véndanos. Somos fuego. El público nos sigue, podría encontrar un comprador”.
Después, Dunlop también se acercó a la casa de Ned Braden, en medio del bosque, y, aunque este se escondió detrás de los árboles y él no le podía ver, le reconoció que él se iba a retirar después de ese encuentro ocurriera lo que ocurriera. “Vamos a ganar el campeonato, pero vamos a ganar limpiamente, como en los viejos tiempos del hockey. Ya te lo he dicho, nada de lucha libre, quiero despedirme con estilo. Y quisiera tenerte conmigo”, le rogó.
Y así, en el vestuario, justo antes de la final, Dunlop confesó por fin a sus jugadores que les había estado mintiendo, que no irían a Florida, que ese equipo no era más que una tapadera para no pagar impuestos, que no había habido nunca ninguna diferencia entre ganar o perder. “No éramos jugadores de hockey, éramos payasos, muñecos, fenómenos de feria y, además, un puñado de criminales, debíamos haber ido a la cárcel hace mucho tiempo. Qué vergüenza”, se lamentó. Y prosiguió: “La violencia mata al deporte, es como arrastrarlo por el barro y si las cosas continúan seremos asesinos, no deportistas. No voy a jugar así por ser la última vez. Es mi último partido y voy a jugarlo limpio”. “Quiero ganar el campeonato esta noche, pero de un modo claro, al viejo estilo”, sentenció.
Pero la final del campeonato de la Liga Federal entre los Charlestown Chiefs y los Syracuse Bulldogs, con un público entregadísimo en un pabellón repleto, 4.000 personas esperando ese momento, todavía guardaba más sorpresas y, mientras los Chiefs ya estaban calentando sobre el hielo, los Bulldogs seguían sin salir y fue entonces cuando se descubrió que el equipo de Syracuse, con su capitán Tim McCracken a la cabeza, había fichado a los jugadores más violentos del pasado para disputar esa final. A Clarence Swamptown, que a su stick le llamaba “hacha de guerra” y que se refería a sus rivales como sus “cabelleras”. A Gilmore Tuttle, el segundo jugador con más sanciones en la liga a lo largo de la década de los sesenta. Y, especialmente, a Ogie Ogilthorpe, el mayor cabrón que calzaba cuchillas, el jugador al que habría que meter en presidio, el chaval de 21 años que fue exportado a Canadá y al que los canadienses se negaron a dejar entrar a su país.
Y, pese a que los Bulldogs empezaron a jugar sucio desde el principio y se adelantaron en el marcador, Dunlop pidió a sus jugadores que no respondieran a las provocaciones de sus rivales y al descanso llegaron a su vestuario apaleados, sangrando por toda la cara, cojeando, derrotados, delirando, sudando. “Esta noche será nuestra gran noche”, insistió Dunlop, casi sin fuerzas. Pero fue McGrath, que bajó al vestuario gritando, el que cambió su actitud completamente con su discurso, diciéndoles que los mejores agentes del país estaban en las gradas buscando jugadores, campeones, y que habían venido a ver a los Chiefs, el equipo más duro de la liga. “¡A la mierda el hockey clásico! ¡A la mierda Eddie Shore!”, chilló.
Y, de tal modo, nada más regresar del vestuario, los Chiefs empezaron también a pelearse, el público comenzó a gritar “mátale, mátale, mátale” y en un momento determinado, Ned Braden, el único jugador que había decidido no pelearse y quedarse él solo en el banquillo, saltó al hielo y empezó a hacer un striptease, quitándose toda la ropa, quedándose únicamente con la coquilla que le protegía los genitales y con el culo al aire, mientras todos le miraban y la banda tocaba una música de acompañamiento. Y, al verlo, Jim Carr dijo en su retransmisión: “Me alegro de que mi mujer no haya venido porque esto es pornográfico”. Y, al verlo, Tim McCracken, el capitán de los Bulldogs, se acercó al árbitro y le dijo: “Es indignante, yo protesto”. Y como el árbitro no quiso hacer nada, Tim McCracken perdió la compostura y pegó al árbitro, que decidió descalificar a los Syracuse Bulldogs y le avisó a Dunlop de que habían ganado el campeonato y que cogieran el trofeo.
Y, de esa manera, los Charlestown Chiefs empezaron a celebrar su título mientras su público les aplaudía y ellos daban la vuelta de honor en el hielo. Y también los aficionados saltaron al hielo y, unos días después, todos juntos celebraron el desfile de la victoria por las calles de esa pequeña ciudad, decadente y lúgubre, y yo me enteré de que Reggie Dunlop, el eterno capitán de los Chiefs, había sido contratado como entrenador por los Minnesota Nighthawks y que se llevaba con él a sus jugadores.
Porque, nunca conviene olvidarlo, el deporte fue, es y será siempre un negocio.
*He utilizado la versión traducida al castellano para las citas de este texto, pero os recomiendo, como siempre, ver esta película en versión original
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Suelo escribir siempre con música, así que he decidido que voy a poner alguna de las canciones que ha sonado mientras estaba escribiendo el texto. Como, por ejemplo, ésta: