El caballo y la valla
I. El 28 de abril de 1967, en el centro de entrenamiento de las Fuerzas Armadas de Houston (Texas), Muhammad Ali, campeón del mundo de los pesos pesados, se negó por tres veces a contestar cuando dijeron su nombre (el anterior, Cassius Clay, y también el actual, Muhammad Ali) para alistarse en el ejército estadounidense para ir a la Guerra de Vietnam. Debido a ello, fue desposeído de su título mundial, su licencia de boxeo fue suspendida, fue condenado a cinco años de cárcel (no entró finalmente en ella), permaneció en libertad provisional bajo fianza y no volvió a boxear hasta el 26 de octubre de 1970. Ali, de hecho, ya había dejado clara su postura al respecto de la Guerra de Vietnam desde meses antes: “Ellos nunca me llamaron negrata, nunca me lincharon, no pusieron a sus perros sobre mí, no me robaron mi nacionalidad, no violaron a mi padre y a mi madre… ¿Dispararles por qué? ¿Cómo puedo disparar a esa pobre gente? Simplemente llevadme a la cárcel”, dijo. Y añadió: “Mis enemigos son la gente blanca, no los vietnamitas, los chinos o los japoneses”.
Evidentemente, en Estados Unidos se montó un gran escándalo con su decisión, lo que nos lleva a una segunda fecha del calendario, el soleado domingo del 4 de junio de 1967 en Cleveland (Ohio).
Ese día, Jim Brown, el mítico exjugador de los Cleveland Browns, organizó una reunión con Ali y otros atletas afroamericanos para, según nos ha contado la narrativa a lo largo de todas estas décadas, decidir si apoyaban públicamente al boxeador (la realidad, como siempre, fue práctica y no poética: en esa reunión había, principalmente, intereses económicos y la mayoría de aquellos atletas tenían el objetivo de convencer a Ali de que aceptara un trato con el Gobierno estadounidense que, a cambio de exhibiciones de boxeo para las tropas norteamericanas del campeón mundial, retiraría todas las acusaciones contra él). Estuvieron Curtis McClinton (Kansas City Chiefs), Willie Davis (Green Bay Packers), Bobby Mitchell y Jim Shorter (Washington Redskins), John Wooten, Walter Beach y Sid Williams (Cleveland Browns), Lew Alcindor, la estrella de la Universidad de UCLA (y que, años después, cambiaría su nombre por el de Kareem Abdul-Jabbar), y Bill Russell, la leyenda de los Boston Celtics.
Al final, tras horas de reunión, Ali compareció en rueda de prensa para anunciar lo esperado, es decir, que no había cambiado ni por un segundo solamente su decisión previa de no ir a la Guerra de Vietnam. Junto a él en esa rueda de prensa, dejando atrás los intereses económicos con los que entraron a esa reunión, ahora sí, apoyándole sin reservas, estuvieron todos los atletas afroamericanos. Desde Jim Brown a Lew Alcindor. Desde Willie Davis a Bill Russell.
Unas semanas después, el 19 de junio de 1967, fue el propio Bill Russell el que quiso explicar su opinión de lo que ocurrió en esa reunión en Cleveland en un artículo que salió publicado en la revista Sports Illustrated.
“Yo envidio a Muhammad Ali. Él se enfrenta a cinco posibles años en la cárcel y él ha sido desposeído de su campeonato de los pesos pesados, pero todavía le sigo envidiando. Él tiene algo que yo nunca seré capaz de alcanzar y algo que muy poca gente de la que conozco posee. Él tiene una absoluta y sincera fe”, manifestó.
“No estoy tomando la posición de tratar de defender a Ali, porque él no necesita mi defensa. No puedo decir si aquello en lo que él cree es correcto o es erróneo, pero él tiene ciertamente el derecho a creer en ello”, prosiguió.
“Una de los grandes errores de concepción sobre Ali es que él es tonto y ha caído en las manos equivocadas y no sabe lo que está haciendo. Al contrario, él tiene una de las mentes más rápidas que yo he conocido”, analizó.
“Pero Ali es un hombre obstinado y una vez que se decide nadie puede cambiarlo. Si consideráis lo que ha tenido que renunciar por sus creencias podréis apreciar lo mentalmente fuerte que es”, continuó.
“Desde el encuentro en Cleveland, he sido preguntado sobre lo que haría yo sobre servir en Vietnam si estuviera en el lugar de Ali. Si tuviera la creencia firme de Ali haría lo que él está haciendo, obviamente”, se sinceró.
“Pero la guerra en Vietnam no es el mayor problema en este país hoy en día. El mayor problema es este país en sí mismo. Demasiadas cuestiones están siendo decididas sobre la base del odio y la violencia. A veces no lo aparentan, pero existen bajo la superficie”, acusó.
“No estoy preocupado por Muhammad Ali. Él está mejor equipado que cualquiera que conozco para soportar las pruebas que le esperan. Yo estoy preocupado por el resto de nosotros”, concluyó.
Foto: Tony Tomsic/Getty Images
II. El 9 de enero de 1955, los New York Rangers fueron goleados por los Montreal Canadiens (1-7) en el Madison Square Garden III de la ciudad neoyorquina. Ese partido no tendría mayor trascendencia que la que puede tener cualquier otro encuentro de liga regular de cualquier competición entre un conjunto que esa campaña ni siquiera alcanzaría los playoffs (los Rangers) y otro que perdería el título en siete partidos en la Stanley Cup contra los Detroit Red Wings antes de empezar una racha de cinco campeonatos consecutivos si no fuera porque ese partido fue el primer encuentro de hockey sobre hielo que presenció William Faulkner. El escritor estadounidense, que seis años antes había recibido el Premio Nobel de Literatura, fue invitado al partido por Sports Illustrated y unas semanas después, en la edición del 24 de enero de 1955, escribió un texto en la citada revista para contar su experiencia.
“Luego se llenó de movimiento, velocidad. Para el inocente, que nunca lo había visto antes, parecía disonante e inconsecuente, extraño y paradójico como el frenético lanzamiento de insectos sin peso que corren en la superficie de piscinas estancadas”, explicó.
“Luego se rompería, se uniría a través de una especie de remolino caleidoscópico como un juguete de niños, en un patrón, un diseño casi hermoso, como si un coreógrafo inspirado hubiera entrenado a un grupo de bailarines dispuestos, pacientes y trabajadores”, añadió.
“Luego aprendió a encontrar el disco y a seguirlo. Entonces, surgirían los jugadores individuales. No emergerían como los gigantes sudados con las manos desnudas de la masa troglodita del football, sino que serían tan fluidos y rápidos y sin esfuerzo como los estoques o los relámpagos”, prosiguió.
“Emoción: hombres en un conflicto físico, rápido, duro y cercano, no sólo con las manos desnudas, sino armados con patines con cuchillas y palos duros, rápidos y ágiles que podrían romper huesos cuando se usan correctamente”, sentenció.
La experiencia con ese texto debió ser tan positiva para ambos, escritor y revista, que ese mismo año repitieron experimento apenas unos meses después, en mayo, con motivo del tradicional Kentucky Derby. De nuevo, Faulkner volvió a contar en Sports Illustrated sus sensaciones cubriendo la famosa carrera de caballos, en este caso en la edición del 16 de mayo de 1955.
“Es mucho más profundo que eso. Es una sublimación, una transferencia: el hombre, con su admiración por la velocidad y la fuerza, el poder físico más allá de lo que él mismo es capaz, proyecta su propio deseo de supremacía física, de victoria, en el agente: el equipo de béisbol o football, el luchador premiado. Solo que la carrera de caballos es más universal porque la brutalidad de la pelea está ausente, así como la atenuación del football o el béisbol: el tiempo necesario para que se produzca el orgasmo de la victoria, donde en la carrera de caballos es cuestión de minutos, nunca más de dos o tres, repetido seis u ocho o diez veces en una tarde”, analizó.
“Los acordes descarados se hinchan y planean y se desvanecen sobre el campo lleno y las gradas mientras que el desfile de los diez caballos se detiene para posar, los diez animales que durante los próximos dos minutos no sólo simbolizarán, sino que llevarán la carga y serán la justificación, no sólo de sus propios tres años de vida, sino de las generaciones de selección y cría y entrenamiento y cuidado que los llevaron a estos triunfantes dos minutos donde uno de ellos será supremo y nueve serán supremos fracasos”, narró.
“Y ahora se encuentra debajo del acantilado de rosas sobre el destello y el resplandor del magnesio y la película chirriante de la inmortalidad del celuloide. Este es el momento, la cumbre, la cima; después de esto, todo es reflujo. Los que miramos hemos visto demasiado; la expectativa, la presión glandular, ha sido demasiado alta para aguantar por mucho tiempo; es de noche, no solo del día sino también de la capacidad emocional; ‘Boots and Saddles’ sonará dos veces más y las condensaciones de luz y movimiento irán de nuevo a través de los movimientos de los caballos y los jinetes. Pero correrán como en sueños, hacia el anticlímax; debemos alejarnos ahora por un poco de tiempo, aunque sólo sea para asimilar, acostumbrarnos a vivir con ello, con lo que hemos visto y experimentado. Aunque todavía no hemos escapado de ese momento”, finalizó.
III. Antes de que durante el camino se convirtiera en el escritor más conocido de la Generación Beat, Jack Kerouac fue una estrella de football. Él mismo lo cuenta en su última novela antes de morir, ‘Vanity of Duluoz’, una obra semiautobiográfica que publicó en 1968. Ese mismo año, en la edición del 8 de enero, algunos extractos de esa novela aparecieron en la revista Sports Illustrated.
En ese texto, Kerouac escribe, por ejemplo, sobre su primer partido de football cuando tenía 13 años de edad en octubre de 1935 en Lowell (Massachusetts), su localidad natal: “En este partido, aunque probablemente era el jugador más joven en el campo, también era el único grande, en el sentido de grandeza en el football, piernas gruesas y cuerpo fuerte. Anoté nueve touchdowns y ganamos 60-0 después de fallar tres puntos extra. Pensé que, desde esa mañana en adelante, estaría anotando touchdowns así toda mi vida y nunca me tocarían ni placarían, pero el football serio surgió en la semana siguiente, cuando los tipos más grandes que estaban alrededor del salón de billar de mi padre y la bolera en el Pawtucketville Social Club decidieron mostrarnos algo sobre golpear cabezas”.
Y sobre un partido en el Día del Armisticio (11 de noviembre) con el equipo de su escuela preparatoria para la universidad en el que su padre fue desde Lowell a New York para verlo jugar: “Salimos y tomamos el campo contra el pobre Garden City y los lastimamos un poco, si me preguntas. Por ejemplo, en un punto, después de realizar un bloqueo para Biff Quinlan. Miro hacia arriba desde el suelo y veo sus grandes pies arando unas 20 yardas con la cabeza gacha, sobre la línea de gol, tirando a los niños a un lado en todas las direcciones. Y unas pocas jugadas después, para presumir ante mi padre y recordarle de nuevo, un pobre niño de Garden City está bailando un vals alrededor de su left end precisamente como lo había hecho Halmalo, pero él es un extraño en este caso, hago el mismo truco, subo a toda velocidad, bajo, entro en su interferencia y le golpeo de frente con un tackle legítimo y limpio en las rodillas que lo derriba diez pies hacia atrás. Fuera del campo en camilla”.
Y sobre sus inseguridad al inicio de su primer año con el equipo de la Universidad de Columbia, a la que llegó con una beca deportiva: “Así que aquí estoy con el equipo de primer año de Columbia y veo que no voy a ser titular. Admitiré una cosa, no estaba siendo alentado, y psicológicamente esto me hizo sentir poco optimista y mi juego de punt, por ejemplo, se cayó. No podía seguir lanzando una buena patada más y ellos no creían en la patada rápida. Supongo que tampoco creían en los touchdowns. Entrenábamos en Baker Field en el viejo campo de atrás. Al anochecer se podían ver las luces de Nueva York al otro lado del río Harlem, era un tortazo justo en el medio de la ciudad de Nueva York, incluso los remolcadores pasaban por el río Harlem, un gran puente cruzado lleno de coches, no podía entender lo que había salido mal”.
Y sobre su primer partido como titular: “La pelota viene tambaleándose una y otra vez en el aire a mis brazos. La aseguré y me dirigí directamente hacia el campo en la dirección que toma una flecha, sin esquivar, sin mirar, tampoco con la cabeza hacia abajo, sino todo derecho hacia todos. Todos están convergiendo allí en el centro del campo en bloqueos rotundos y empujones para que puedan moverse de una manera u otra. Algunos de los Benedicts rojos atraviesan y vienen directamente hacia mí desde tres ángulos, pero los ángulos son estrechos porque me aseguré de eso al entrar directamente como una flecha en el centro del campo. De modo que para cuando llegue al centro del campo, donde voy a ser azotado y asfixiado por 11 gigantes, no los miro en absoluto, todavía, pero me dirijo directamente hacia ellos: levantan los brazos para sofocarme, es psicológico. Nunca sueñan que realmente estoy pensando en mi cabeza el plan de salir de repente (como lo hago), en estampida hacia la derecha, dejándolos a todos luchando por respirar. Corro lo más rápido que puedo, lo que puedo hacer muy bien con un pesado uniforme de football, como digo, debido a las piernas gruesas, y con velocidad de un corredor de atletismo, y antes de que te des cuenta, me voy solo por completo por la línea lateral con los otros 21 jugadores del partido confundidos en la mitad del campo y girando para seguirme. Escucho gritos que vienen desde la línea lateral. Corro y corro. Estoy en la yarda 30, en la 20, en la 10, escucho resoplidos y resuellos detrás de mí, miro detrás de mí y está el mismo viejo end de piernas largas que me atrapa, como hace Cliff Battles, y para cuando estoy encima de la yarda 5, él pone una gran mano en el pescuezo de mi cuello y me tira al suelo. Un retorno de 90 yardas”.
Y, especialmente, sobre la jugada en la que se rompió la tibia: “Pero el punt que me enviaron es tan alto, de forma espiral, perfecto, que veo que me llevará una hora que caiga en mis brazos y realmente debería levantar el brazo para pedir un fair catch y dejarlo en el suelo y que comience nuestro equipo desde allí. Pero no, Jack vanidoso, a pesar de que escucho el resoplido y el resuello de los dos hombres del campo, prácticamente sobre mis pies. Atrapo la pelota en free catch y prácticamente digo "Alley Oop" cuando siento sus cuatro manos grandes apretarse como mordazas alrededor de mis tobillos, dos en cada uno, y resoplando con orgullo hago el giro brutal completo de todo mi cuerpo para poder deshacer su agarre y seguir adelante. Pero los agarres de los de St. Benedict me han arraigado a donde estoy como si fuera un árbol o un poste de hierro. Doy el giro completo y escucho un fuerte crujido y es mi pierna rompiéndose”.
Foto: Getty Images
IV. El 11 de abril de 2007, en Manhattan (New York), Kurt Vonnegut, escritor nacido y criado en Indianapolis (Indiana), falleció a los 84 de edad dejando, tras más de medio siglo de trayectoria profesional, un legado inmenso de novelas, colecciones de relatos, obras de teatro, artículos y ensayos. Genio del posmodernismo, la ciencia ficción, la sátira y el humor negro, Vonnegut ocupa con su visión crítica de la sociedad contemporánea, para mí (y me imagino que para mucha gente más), un lugar privilegiado en la literatura del siglo XX, especialmente por esa magnífica obra llamada ‘Slaughterhouse-Five’ (o ‘The children's crusade’), una intachable dosis de moralidad y antibelicismo que te recuerda cada vez que la lees la futilidad e insignificancia que tiene la existencia de los seres humanos. Y no está de más que lo recordemos de vez en cuando porque, como dicen los tralfamadorianos, esos extraterrestres que ven la realidad en cuatro dimensiones en las novelas de Vonnegut, “so it goes”.
Es decir, más o menos, así son las cosas.
La historia se repite, la humanidad es estúpida y lo que nos sucede es ineludible, así que no podemos permitirnos dejar escapar los pocos momentos de felicidad de los que gozamos.
O lo que es lo mismo: lo único que tenemos que hacer es vivir la vida.
No hay más y es realmente sencillo cuando por fin te das cuenta: nuestra existencia, en realidad, no tiene ningún secreto.
Vivir y ser felices.
Supongo que Kurt Vonnegut lo aprendió pronto, en esa II Guerra Mundial en la que combatió siendo apenas un veinteañero y de la que se salvó de la muerte en el Bombardeo de Dresde escondiéndose junto con sus compañeros en un almacén de carne que estaba bajo tierra en el matadero de la ciudad.
Más tarde, mediada ya la década de los cincuenta, Vonnegut, el joven escritor, quiso ser periodista deportivo e, incluso, estuvo contratado brevemente por la recién creada (icónca después y ahora por desgracia no) revista Sports Illustrated. Una de sus primeras asignaciones fue un texto corto sobre un caballo de carreras que había saltado una valla y había intentado escaparse. Vonnegut estuvo toda una mañana delante de un papel en blanco. Al final, sin ideas y frustrado, se levantó, se marchó, dejó ese trabajo y acabó para siempre con su proyecto de ser periodista deportivo. Cuando él ya se había ido, sus compañeros comprobaron aquel folio en blanco. Únicamente había una frase escrita:
“The horse jumped over the fucking fence”.
“El caballo saltó la puta valla”.
A veces, no hace falta escribir nada más para entenderlo todo.
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Suelo escribir siempre con música, así que he decidido que voy a poner alguna de las canciones que ha sonado mientras estaba escribiendo el texto. Como, por ejemplo, ésta: