(AVISO IMPORTANTE: este texto está repleto de spoilers de películas de hace veinte y treinta años protagonizadas por Kevin Costner)
I. Antes de conocer a Lawrence Crash Davis ya supe que iba a ser buen jugador de béisbol gracias a todas esas imágenes de jugadores carismáticos y de jugadas icónicas que me mostraron para que yo pudiera sumergirme en el contexto de la historia. Y, claro, también por la voz de Annie Savoy, que me dijo que ella creía firmemente en la Iglesia del Béisbol y que había probado con todas las religiones mayoritarias y también con casi todas las minoritarias, desde su adoración a Buda, Alá, Brahma, Vishnu y Shiva pasando a su adoración por los árboles, los champiñones y la bailadora y coreógrafa Isadora Duncan. “Por ejemplo, hay 108 cuentas en un rosario católico y hay 108 puntadas en una bola de béisbol”, me explicó. Y añadió: “Prefiero la metafísica a la teología. Verás, no hay culpa en el béisbol y nunca es aburrido, lo que le hace que sea como el sexo”.
Comparar algo con el sexo me parece un punto de partida ideal para que a alguien le pueda gustar cualquier cosa, ya sea el béisbol, el groundhopping o el macramé.
A Crash Davis, por ejemplo, enseguida le noté que amaba el béisbol y, al mismo tiempo, que lo respetaba. Supongo que me di cuenta de ello cuando llegó por primera vez al viejo vestuario de los Durham Bulls, aquel equipo de North Carolina que militaba en aquella liga de la Clase A de Las Menores: cuando se enteró de que su fichaje era para enseñar y enderezar a Ebby Calvin Nuke Laloosh, ese joven e irresponsable pitcher pleno de potencial gracias a la potencia de su brazo derecho, Crash le dijo al entrenador Skip que lo dejaba y salió de su oficina, pero, acto seguido, se detuvo, volvió a entrar y le preguntó contra quién jugaban al día siguiente. Es la reacción natural de una persona que ha estado sobre el diamante en decenas de ballparks, que ha acumulado equipos y partidos a lo largo de doce años en Las Menores y que ya no tiene nada que demostrarle a nadie, ni siquiera a sí mismo, pero que todavía sigue disfrutando como si fuera el primer día.
Y, también, es la reacción natural de una persona que está llena de enseñanzas, las que traen consigo el paso de los años que se empiezan a acumular uno detrás de otro en las hojas que van cayéndose del calendario.
La primera enseñanza de Crash a Laloosh, después de pegarle un puñetazo y tirarle al suelo nada más conocerle, fue: “No pienses”.
La segunda, en casa de Annie Savoy: “Yo creo en el alma, en la polla, en el coño, en la espalda de una mujer, en la bola curva con efecto, en el alto contenido en fibra, en un buen whisky, en que las novelas de Susan Sontag son autoindulgentes, mierda sobrevalorada. Creo que Lee Harvey Oswald actuó solo. Creo que debería haber una enmienda constitucional que ilegalizara el césped artificial y el bateador designado. Creo en el sitio adecuado*, en la pornografía blanda, en abrir tus regalos de Navidad por la mañana en vez de abrirlos en Nochebuena y creo en los besos largos, lentos, profundos, suaves y húmedos que duran tres días”.
La tercera, la primera vez que saltó al diamante como su catcher: “Relájate, ¿vale? No intentes eliminar a todos a base de strikes. Los strike outs son aburridos. Además, son fascistas. Lanza algunas bolas bajas. Eso es más democrático… Relájate. Vamos a divertirnos un poco. Este juego es alegría, ¿vale? Alegría, maldita sea”.
La cuarta, de viaje, en el autobús del equipo: “Pero tú no respetas el juego y eso es mi problema”.
La quinta, después de que Laloosh le pidiera disfrutar de su buena actuación en la entrada anterior y antes de que Crash saliera a batear y conseguiera un home run: “El momento ha terminado”.
La sexta, cuando Laloosh fue llamado para jugar en Las Mayores y Crash se estaba despidiendo de él: “Sé engreído y arrogante, incluso cuando te están venciendo. Ese es el secreto. Tienes que jugar este juego con miedo y arrogancia”.
En su momento, Crash Davis también estuvo en Las Mayores durante 21 días, “los veintiún días más felices de mi vida”, pero no fue nada más que un punto aparte en una leyenda forjada, por el contrario, en esos campos sureños que se llenan con las aspiraciones intactas de los que todavía caminan joviales en busca de sus sueños y también con las expiraciones de los desengaños de los que ya están atravesando las últimas etapas de regreso en el camino hacia el final.
En el caso de Crash, además, también se podría decir que su leyenda fue silenciosa: salvo Annie Savoy, aquella mujer que lee a los beisbolistas libros de Emily Dickinson y Walt Whitman, nadie se enteró de que aquella bola que mandó fuera del estadio cuando estaba bateando con la camiseta de los Asheville, en la South Atlantic League, suponía el home run número 247 de su carrera en Las Menores. O lo que es lo mismo: el récord de home runs de cualquier jugador en toda la historia de las ligas menores de béisbol.
Para aquel entonces, Crash Davis ya había sido cortado por los Durham Bulls porque “los traspasos son parte del béisbol” y, con Laloosh en Las Mayores, su trabajo estaba terminado y, víctima del indeleble paso del tiempo, tenía que dejar su sitio a otro catcher más joven.
No le sirvió para conservar su puesto ni siquiera que en los meses anteriores hubiera conseguido con su liderazgo convertir a ese conjunto que llegó al campo de los Greensboro Hornets tras seis derrotas consecutivas como la peor plantilla de los Bulls en medio siglo en un equipo imbatible en junio y en julio, pleno de, según palabras de Annie Savoy, “alegría, entusiasmo y poesía” jugando al béisbol, que barría en cada serie (en cuatro partidos a Kinston, en dos partidos a Winston-Salem, en tres partidos al citado Greensboro) hasta empatar en el primer puesto de la clasificación después de ganar los dos encuentros de un doubleheader en el Día de la Independencia. “El béisbol puede ser una religión llena de magia, de verdad cósmica y de los enigmas ontológicos fundamentales de nuestro tiempo, pero también es un trabajo”, me recordó Annie Savoy. Y me avisó: “El mundo está hecho para personas que no están maldecidas con la autoconciencia”.
La última vez que le vi, Crash Davis estaba abrazado a Annie Savoy en el porche de una casa y, tras retirarse, meditaba la posibilidad de ser entrenador al año siguente en Visalia.
Estoy seguro de que Crash Davis será un gran entrenador de béisbol.
No en vano, como dijo Skip a sus jugadores aquel día en las duchas después de esa dolorosa derrota (2-14 contra Fayetteville, el día del primer home run de Crash Davis como jugador de los Durham Bulls), el béisbol “es un juego simple”. Y sentenció: “Lanzáis la pelota. Golpeáis a la pelota. Atrapáis la pelota. ¿Lo habéis cogido?”.
Foto: Matthew Naythons/Gamma-Rapho
II. Lo que realmente me interesa de esa tarde en New York es que ese Billy Chapel está muy lejos de ser el Billy Chapel que jugó al béisbol desde que era pequeño, apareció en los recortes de prensa, era una estrella en la Little League y en el instituto, y los Detroit Tigers ficharon cuando apenas tenía 18 años de edad. Ni siquiera ese Billy Chapel tiene nada que ver con aquel Billy Chapel que dominó el primer partido de los World Series del año 1984 con una actuación sobresaliente que permitió a su equipo vencer por cuatro carreras a cero. No, aquel Billy Chapel es un pitcher veterano, un cuarentón con problemas en el hombro y en el codo desde hace una década (aquel lamentable accidente con la máquina de cortar madera en el que se cortó su mano derecha: las revistas especializadas llegaron a dudar de que pudiera regresar a su mejor nivel, pero Chapel, malhumorado y frustrado, trabajó al máximo y pudo regresar), al que la mujer que ama le ha dicho por la mañana que se marcha a vivir a Londres y el dueño de la franquicia le ha anunciado que la vende y que los nuevos dueños le quieren traspasar a los San Francisco Giants pese a ser desde hace 19 años “el corazón y el alma” de los Tigers, el equipo del que es aficionado desde que era pequeño.
Aquel Billy Chapel que se sube al montículo del Yankee Stadium, con el número 14 a la espalda, en el último partido de la temporada para enfrentarse a unos Yankees que pueden ganar su división con una victoria no es Walter Johnson o Satchel Paige o Roger Clemens o Lefty Grove o Randy Johnson o Greg Maddux o Cy Young o Pedro Martínez o Tom Seaver o Nolan Ryan o Steve Carlton o Sandy Koufax o Curt Schilling o Clayton Kershaw o Max Scherzer o Justin Verlander en el mejor momento de sus carreras, sino un jugador apaleado, dolorido y con el corazón destrozado, que está meditando seriamente la retirada.
Un pitcher con una habitación reservada en el futuro para su placa en Cooperstown, pero que acumula ese curso, en un equipo lamentable, ocho victorias y once derrotas tras un ERA de 3.55 en 30 partidos iniciados y 211 entradas jugadas.
Un pitcher al que su propio entrenador le quiere quitar para ese encuentro a su catcher y amigo personal (Gus Sinski) para poner a otro jugador y que tiene que aguantar durante las siguientes horas los insultos de todos esos aficionados malhablados y gritones que se amontonan tradicionalmente en las gradas del Yankee Stadium.
Supongo que eso, todo eso, es lo que convierte en especial lo que ocurrió a continuación, en las siguientes nueve entradas de ese partido.
Aunque, al principio, tardamos un tiempo en darnos cuenta.
No lo supimos cuando empezó el partido con un strike en el primer lanzamiento, ni cuando se enfrentó en esa primera entrada a Sam Tuttle (ese año: .300 de media de bateo, 39 home runs y 98 carreras impulsadas) y le eliminó a pesar de que Tuttle acumulaba 5 de 8 esa temporada al bate contra Chapel.
Ni tampoco cuando eliminó con tres strikes, el último con una bola rápida, a Davis Birch, su amigo y excompañero, en la segunda entrada.
Ni cuando se convirtió en una máquina de lanzar bolas rápidas a las esquinas y de acumular strikes y terminó la quinta entrada sin haber permitido todavía ni una sola carrera, ni un hit, ni un error, ni un corredor en base.
Ni cuando Gus Sinski bateó ese doble y anotó la primera carrera del partido en esa sexta entrada.
Ni cuando, en la séptima entrada, con dos eliminados y enfrentándose de nuevo a Tuttle, Chapel consiguió un strike, pero se dolió de su brazo derecho y se dio cuenta de que dentro de un rato ya ni lo iba a sentir.
Ni cuando, en esa misma entrada, el legendario Vin Scully anunció en la retransmisión de la FOX que había salido publicada una información que decía que los nuevos dueños de los Tigers iban a traspasarle y Tuttle hizo un bunt, pero Chapel cogió la pelota y la lanzó corriendo a la primera base para eliminarle por tercera vez esa tarde.
Solamente lo empezamos a intuir por fin en esa octava entrada, cuando le vimos en el banquillo, completamente solo, alejado del resto de sus compañeros, a seis eliminados de completar un partido perfecto, tan lejos y tan cerca de poder alcanzar la eternidad.
Entonces, fue cuando él también se dio cuenta por primera vez de lo que estaba haciendo en esa tarde en New York, antes de sincerarse y reconocerle a Gus Sinski que no sabía si le quedaba algo de fuerza, pero su catcher, su compañero y amigo, le contestó que tenía que seguir, que tenía que dar todo lo que todavía le quedara por dar porque “los chicos están aquí por ti”. “Nosotros estaremos para apoyarte, estaremos allí, porque ahora mismo no apestamos. Ahora mismo somos el mejor equipo de béisbol, justo en este minuto, gracias a ti. Tú eres la razón. No la vamos a cagar. Simplemente lanza”, le apoyó Sinski.
Y fue justo en ese instante, en ese preciso momento, en los segundos que sucedieron a esa sentencia del catcher de los Tigers, cuando ya todos nosotros nos dimos cuenta definitivamente de que Billy Chapel ese día lo conseguiría, de que no había nada que pudiera detenerle para alcanzar el primer partido perfecto de su carrera cuando ya nadie lo esperaba, de sumar su nombre a una lista exigua, pulcra, esplendorosa, áurea, prácticamente inalcanzable, en la que únicamente aparecen 23 jugadores a lo largo de toda la historia de las Grandes Ligas de béisbol, solamente poco más de una veintena de elegidos después de más de un siglo de miles y miles de partidos a lo largo y ancho de todo Estados Unidos.
Por supuesto que tuvimos dudas porque las dudas siempre nos acompañan, agazapadas en nuestras sombras. A Billy Chapel se le veía cansado y el entrenador Frank Perry puso a calentar a un par de pitchers relevistas en el bullpen antes de que Birch, su amigo y excompañero, con 3 a 1 en el conteo, mandara esa pelota a la jardinera derecha que parecía un home run teledirigido de no haber sido porque allí llegó Mickey Hart, corriendo y saltando por encima de la valla para atrapar la pelota como si nada importara más en la vida que ese lugar, que ese partido y que ese instante.
Sí, el mismo Mickey Hart que había protagonizado tiempo antes ese error garrafal en Fenway cuando, como si fuera un clon de José Canseco en ese miércoles 26 de mayo de 1993 en el extinto Municipal Stadium de Cleveland, la bola le dio en la cabeza y convirtió en un home run el lanzamiento de un rival.
Pero no fue el día de Mickey Hart, sino que fue el día de Billy Chapel, el día en el que todos nosotros le permitimos que persiguiera también nuestros anhelos.
Solamente quedaba ya una última entrada y tres lanzadores más por eliminar. Y una decisión tomada, firmada en un bola de béisbol dedicada a Gary Wheeler, el dueño de los Tigers, y dirigida a los nuevos compradores de la franquicia: “Diles que me retiro. Por amor al juego”.
Y, de fondo, la voz de Scully, susurrándonos que Chapel se dirigía “al lugar más solitario del mundo, el montículo del Yankee Stadium, en busca del sueño de cualquier pitcher, el partido perfecto”. Y añadiendo: “Tú puedes tener la sensación de que Billy Chapel no está lanzando contra bateadores zurdos, ni contra pinch-hitters, ni contra los Yankees. Él está lanzando contra el tiempo. Él está lanzando contra el futuro, contra la edad e, incluso, cuando piensas sobre su carrera, contra el final. Y hoy, yo creo que él puede ser capaz de usar una vez más ese viejo dolorido brazo para empujar al sol de vuelta al cielo y darnos un día más de verano”.
Faltaba el clímax, que llegó en tres actos, uno por cada bateador de los Yankees.
Primer bateador: Matt Crane (ese año: .303 de media de bateo, 10 home runs, 27 carreras impulsadas). Y Chapel rezando, pidiendo a Dios que el dolor de su hombro derecho se le fuera al menos durante diez minutos, sin poder lanzar ninguna bola curva porque le dolía. Y Crane dando con su bate a la pelota y corriendo a primera base mientras que un jugador de los Tigers la atrapó cerca de la tercera base y la lanzó y le eliminó.
Segundo bateador: Jesús Cabrillo, que casi envió dentro esa bola que terminó siendo falta y otro strike de Chapel que le eliminó y ya únicamente le faltaba uno más por eliminar.
Tercer bateador: Ken Strout, el hijo de un excompañero de Chapel, en su primera aparición en las Grandes Ligas, con ganas de comerse el mundo, sin pensar en nada más que en él, en su posible éxito, ajeno a la cita de Chapel con la historia. Y, con 0 a 2 en el conteo, Strout consiguió batear y a Chapel se le escapó la bola del guante cuando fue a atraparla y ese instante duró un segundo pero nos pareció una eternidad, como si todo se moviera a cámara lenta, porque tres compañeros de Chapel corrían hacia esa pelota que había salido despedida y alguien la atrapó y la lanzó en dirección a la primera base y uno de los árbitros hizo la señal de que Strout había sido eliminado y…
… ENTONCES TODO FUE PERFECTO.
Y Chapel comenzó a saltar y Gus Sinski también y todos sus compañeros corrieron hacia él y también el entrenador Frank Perry y Chapel se tumbó en el suelo, de rodillas, con la cabeza entre la hierba, y sus compañeros le subieron en volandas y el público de los Yankees, ese público que no para ni un segundo durante más de tres horas de insultar a los rivales que visitan ese estadio, las 56.000 personas que se encontraban esa tarde en ese ballpark del Bronx, se rindieron ante él y le reconocieron el mérito y le empezaron a aplaudir al unísono pese a que su equipo se había quedado, por su culpa, sin ganar la división.
Y luego más tarde, horas después, cuando los focos ya se habían apagado y Chapel se encontraba solo en la habitación de su hotel, sentado sobre la cama, las lágrimas se apoderaron de él y Chapel lloró y lloró, vaciándose por dentro, con todos los sentimientos aflorando desde el fondo de su corazón después de habernos regalado durante tantos años su bien más preciado, de, como dijo Scully, haber empujado “al sol de vuelta al cielo y darnos un día más de verano”.
Un hermoso e inolvidable día más de verano.
No pedimos mucho más: con eso nos basta para poder ser felices.
III. El driving range de Roy McAvoy, destartalado, con un viejo coche recogiendo las pelotas de golf, las señales de distancias descoloridas y botellas de cerveza tiradas por el suelo, se encuentra en algún enclave perdido en Salome, cerca de un Waffle House, al oeste de Texas, en esos lugares solitarios en los que los armadillos pueden ir caminando tranquilamente por la carretera sin temer por su vida. Supongo que es la clase de sitio en el que uno siempre acaba cuando algún día la vida te prometió éxito pero te terminó derrotando, el escondite perfecto para vivir en una autocaravana, emborracharte, lanzar alguna bola a más de doscientas yardas de distancia sudoroso y descamisado, apostarte algunos dólares con tus amigos e intentar que las deudas no terminen por ahogarte del todo antes de morirte. Un lugar ideal para divertirte y dejarte llevar, sin pensar demasiado en el pasado ni en el futuro, sin excesivas pretensiones ni objetivos, a no ser que David Simms, tu excompañero en la Universidad de Houston que ahora es golfista profesional, regrese a tu vida o que la doctora Molly Griswold, su novia, te contrate para que seas su profesor de golf.
Entonces, por envidia o por amor, es cuando todo cambia y tu cómoda costumbre, sea la que sea, se torna en una aventura inesperada.
De esa forma se entiende, por ejemplo, que McAvoy aceptara ser caddie de Simms en aquel torneo benéfico para poder ganar dinero y que el propio McAvoy terminara siendo despedido por Simms después de mandar la bola al green con un lanzamiento magnífico sobre el agua desde el rough en vez de realizar un golpe de aproximación a 250 yardas del hoyo mientras Phil Mickelson, Gary McCord y Craig Stadler intercambiaban apuestas.
O que McAvoy, que ya le había entregado a Doreen, la dueña de ese local de striptease, su driving range y había empeñado sus palos de golf por sus problemas económicos, se apostara su Cadillac y jugara con un bate de béisbol, una pala, un rastrillo y un azadón contra ese aficionado para poder ganar 400 dólares y así recuperar de nuevo sus palos de golf para intentar clasificarse para el US Open.
Porque, en realidad, eso era lo único importante: apostar y ganar.
O, tal vez, ser siempre uno mismo, sin ceder ante nada, sin renunciar a tus convencimientos.
Ejemplo: la pelea de McAvoy con su caddie Romeo Posar en el primer torneo de clasificación del US Open y que terminó con todos sus palos de golf rotos menos el hierro 7 porque McAvoy quería ir a conseguir un eagle porque buscaba batir el récord del campo mientras que su caddie le instaba a utilizar un juego más plano y académico para clasificarse (recordatorio: McAvoy es tan bueno que pese a contar únicamente con ese hierro 7 terminó clasificándose para el siguiente clasificatorio aunque tuvo que jugar los últimos nueve hoyos con ese único palo e, incluso, se permitió el lujo de cerrar el día con un putt con su mano izquierda pese a ser diestro).
Y así, tras reconciliarse con Romeo Posar, llegó el viaje en la autocaravana hasta North Carolina, hasta el campo de Pine Hills, hasta el US Open, donde le esperaba el amor y también el reconocimiento.
Pero, cuidado, que las palabras escritas siempre van más rápidas que nuestras vidas porque las primeras conocen el camino recto mientras las segundas se detienen en los recovecos de nuestra existencia.
Por eso, el primer día en el US Open, Roy Tin Cup McAvoy, nervioso, completó el recorrido con 83 golpes (y once bogeys), a 16 golpes del primer líder del torneo, el omnipresente David Simms, y estuvo muy cerca de mandar todo a la mierda y de regresar a su refugio texano de no ser por las tretas de la doctora Molly Griswold para convencerle.
Después, esa misma noche, ella y él se acostaron y el sexo, que, como dice Annie Savoy, está libre de culpa y nunca es aburrido, ejerció una vez más su efecto como rito purificador, liberador, catártico (frase del propio McVoy: “El sexo y el golf son las dos cosas que puedes disfrutar incluso si no eres bueno en ellas”).
A los hechos, como siempre, me remito: al día siguiente, en la segunda jornada del US Open, Roy McAvoy, “el artista más improbable”, en palabras del mítico Jim Nantz, completó el recorrido con 62 golpes, la cifra más baja de la historia de una jornada del major estadounidense, y consiguió pasar el corte.
Y un día después, en la tercera jornada del torneo, Tin Cup continuó con su progresión hasta cerrar el día con menos siete golpes, empatado en el liderato con David Simms, llamado a protagonizar el partido estelar de la jornada definitiva, con Peter Jacobsen siguiendo la estela de ambos desde la tercera plaza.
A apenas dieciocho hoyos de poder ganar el título.
Y después ese domingo fue, evidentemente, inolvidable para todos los que le vimos jugar en ese campo de North Carolina.
Porque fue una lucha extrema entre tres golfistas (McAvoy, Simms y Jacobsen) en la que Tin Cup consiguió superar su doble bogey de salida hasta llegar al segundo golpe del hoyo 18 empatado en el liderato con Jacobsen, que había completado ese hoyo en par, y con un golpe de ventaja sobre Simms, que hizo un golpe de aproximación en ese segundo lanzamiento. Es decir: McVoy estaba a dos golpes de hacer birdie y acabar ganando el torneo o a tres golpes de completar el par y, al menos, asegurarse un play-off por el título contra Jacobsen.
Pero, claro, la gente con talento no suele acabar olvidada en un lugar perdido bajo el sol del oeste de Texas porque haya decidido vivir su vida por la línea de la conveniencia, por la parte más cómoda y convencional, sino por apostar todo su dinero siempre al 13 negro, por definirse con la palabra valentía, por saltar desde el acantilado hasta el agua sin detenerse a mirar el sitio en el que se acaban las rocas.
Y así, como el jueves y el viernes y el sábado, Tin Cup, al borde de poder ganar uno de los cuatro majors de golf, decidió que, a 224 yardas del hoyo, un día más, lo mejor era intentar buscar el eagle.
O, como él mismo le dijo a su caddie Romeo Posar, buscar “nuestra inmortalidad”.
No, por supuesto que esa bola no entró: habría sido un final demasiado perfecto y la vida no lo es.
La bola de Tin Cup llegó hasta el green, pero terminó cayendo al agua.
Al igual que la siguiente porque Roy McAvoy no es de esa clase de tipos que quiera dropar para jugar un play-off por el título contra Jacobsen.
McAvoy, ya lo he dicho antes, es de los que buscan la inmortalidad.
Y por eso una y otra y otra y otra y otra vez las bolas fueron cayendo seguidas al agua hasta que, por fin, con su golpe duodécimo, Tin Cup logró embocar la bola en el hoyo desde 224 yardas y la gente estalló en aplausos y se volvió loca y él subió su brazo al aire y saludó al público con su palo y tiró la bola al agua cuando la cogió del hoyo y la gente del público se lanzó a esa misma agua a buscar la bola (y uno de ellos la encontró) mientras él se iba despidiendo de todos abrazado a su caddie después de protagonizar “el hoyo en 12 más grande de todos los tiempos”.
Eso, McVoy ahora lo sabe bien, sí que es un pase directo a la inmortalidad.
Porque, como dijo él mismo, “cuando llega un momento decisivo, tú defines el momento o el momento te define a ti”.
Porque, como todos sabéis, la vida puede ser feliz, pero nunca es perfecta.
Y ni falta que hace.
Foto: Melinda Sue Gordon/Entertainment Weekly
IV. En realidad, Ray Kinsella somos todos nosotros.
Da igual que nuestro padre no se llamara John, ni estuviera en Chicago (¡Oh! ¡Chicago! ¡Amado Chicago!) cuando los Black Sox en 1919, ni jugara algún tiempo en Las Menores, ni se quedara viudo cuando nosotros teníamos tres años de edad, ni nos contara historias para dormirnos de Babe Ruth, Lou Gehrig o Shoeless Joe Jackson.
Ni siquiera importa que nosotros no naciéramos en el año 1952 cuando nuestro padre ya era aficionado de los Yankees (y por eso, por llevar la contraria, nosotros animáramos a los Brooklyn Dodgers antes de que se mudaran seis años después a Los Angeles), ni que no nos peleáramos mucho, ni que con catorce años no empezáramos a rehusar a jugar al béisbol con él, ni que no nos fuéramos a estudiar a la universidad más lejana posible, a Berkeley, a finales de la década de los sesenta y no nos pasáramos el día manifestándonos, fumando hierba e intentando que nos gustara la música del sitar mientras estudiábamos nuestra carrera, ni que ya no regresáramos a aquel hogar hasta que fue su funeral.
No, tampoco tiene importancia que nosotros no conociéramos a Annie, aquella chica que había nacido en Iowa, ni que no nos moviéramos al Medio Oeste y no nos casáramos en 1974, el mismo año que nuestro padre murió, ni que no naciera nuestra hija Karin, ni que, cuando tuviéramos 36 años, Annie no nos convenciera para comprar esa granja.
Esa es la vida que únicamente vivió Ray Kinsella, un hombre que, en realidad, somos todos nosotros porque todos nosotros, como él, amamos el béisbol.
Y ahí, en nuestro amor por el béisbol, reside, precisamente, todas sus fantasías.
Cuando Ray Kinsella estaba andando por el maizal y escuchó esa voz que le dijo “Si lo construyes, él vendrá”, somos todos nosotros, los amantes del béisbol, los que le estamos hablando.
Cuando su mujer Annie pensó que Ray Kinsella estaba loco, pero le dijo que si sentía que tenía que hacerlo, entonces tenía que hacerlo, somos todos nosotros, los amantes del béisbol, los que se lo estamos diciendo.
Cuando Ray Kinsella se montó en su tractor John Deere y la gente desconfió de él, los coches se acumularon en la carretera, sus ocupantes se sentaron en sillas y le miraron con prismáticos mientras pensaban que había perdido la cabeza pero Ray Kinsella no cesó en su deseo, somos todos nosotros, los amantes del béisbol, los que estamos conduciendo ese tractor.
Cuando Ray Kinsella construyó con todos sus ahorros ese precioso campo de béisbol en medio de ese maizal de Iowa y él y su mujer estaban al borde de la bancarrota e iban a perder la granja, pero su hija Karin le dijo que había un hombre sobre el diamante y ese hombre no era otro que Shoeless Joe Jackson (pese a estar muerto desde 1951), con un majestuoso .356 de media de bateo en su carrera profesional, el jugador al que Babe Ruth le copió el swing, el mejor jardinero izquierdo de la historia según Ty Cobb, somos todos nosotros, los amantes del béisbol, los que salimos corriendo de esa casa junto con Kinsella.
Cuando Ray Kinsella encendió las luces del campo y cogió un bate y una pelotas y se puso en el montículo a lanzar las pelotas a Shoeless Joe Jackson, que las bateó antes de perderse de nuevo entre los maizales, somos nosotros, los amantes del béisbol, los que sonreímos mientras jugamos con él.
Cuando aparecieron los otros siete jugadores de los White Sox que fueron suspendidos tras el escándalo del año 1919 y se pusieron a jugar en ese precioso campo entre los maizales de Iowa y Ray Kinsella y su hija Karin los observaron desde la grada aunque nadie más de ellos (y, claro, nosotros) los podían ver, somos nosotros, los amantes del béisbol, los que estamos sentados junto a Kinsella y su hija en esa grada de madera, disfrutando de esos jugadores.
Y cuando en ese precioso campo entre los maizales de Iowa estaban jugando un partido todos esos jugadores míticos del pasado (Smoky Joe Wood, Mel Ott, Gil Hodges… Ty Cobb no porque él quería jugar, pero el resto no le dejó) y Ray Kinsella hizo la ola con su mujer, somos nosotros, los amantes del béisbol, los que habíamos empezado esa ola junto con ellos en la grada.
Nosotros, los amantes del béisbol, somos el escritor Terence Mann, esa versión afroamericana de J.D. Salinger, que vivía recluido sin dar entrevistas desde 1973 y que llevaba sin ver un partido de béisbol desde 1958 a pesar de que en su infancia su sueño era jugar en el Ebbets Field con Jackie Robinson y los Brooklyn Dodgers.
Somos nosotros, los amantes del béisbol, los que conseguimos aliviar su pena.
Y nosotros, los amantes del béisbol, somos también Archibald Moonlight Graham, de Chisholm (Minnesota), aquel jugador de los New York Giants de 1922 que en toda su vida jugó un único partido en Las Mayores, pero no pudo estar al bate.
Sí, somos nosotros, los amantes del béisbol, los que logramos que en ese precioso campo entre los maizales de Iowa Archie Graham, aunque había muerto en 1972, pudiera cumplir su sueño de tener la oportunidad de batear al menos una vez entre los jugadores de las Grandes Ligas.
Porque somos nosotros, los amantes del béisbol, los que nunca olvidaremos ese pasado, los que siempre pronunciaremos aquellas palabras de Terence Mann: “La gente vendrá, Ray. Vendrán a Iowa por razones que ni siquiera pueden comprender. Aparecerán en tu camino de entrada, sin saber con certeza por qué lo están haciendo. Llegarán a tu puerta tan inocentes como niños, anhelando el pasado”, dijo el escritor. Y añadió: “Luego, saldrán a las gradas y se sentarán en mangas de camisa en una tarde perfecta. Descubrirán que tienen asientos reservados a lo largo de una de las líneas de las bases, donde se sentaron cuando eran niños y vitorearon a sus héroes, y verán el partido, y será como si se sumergieran en aguas mágicas. Los recuerdos serán tan espesos que tendrán que apartarlos de sus caras”.
Porque, Mann nos siguió contando, “el béisbol ha marcado el tiempo”. “Este campo, este juego. Es una parte de nuestro pasado, Ray. Nos recuerda todo lo que una vez fue bueno, y podría ser nuevamente”, sentenció.
Y somos nosotros, los amantes del béisbol, los que nunca nos olvidaremos de recordártelo.
Como hizo contigo durante tantos años tu padre, Ray.
*No he visto las películas en español, sino que las he ido traduciendo de su versión original en inglés, por lo que mi traducción puede no cuadrar con la versión doblada al castellano. En ese caso concreto, he traducido el “sweet spot” del original por el “sitio adecuado”: como me imagino que todos sabéis de sobra, el “sweet spot” en el béisbol es el área en el que se coloca un bateador para poder lograr el contacto más efectivo cuando golpea su bate contra la pelota.
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Suelo escribir siempre con música, así que he decidido que voy a poner alguna de las canciones que ha sonado mientras estaba escribiendo el texto. Como, por ejemplo, ésta:
Brutal!!
Gracias