Grano de cebada
I. El Barleycorn se encontraba situado en la calle Park Place, a escasos metros del City Hall Park, el pequeño parque en el que las ratas se pasean libremente de banco a banco entre las piernas de la gente y los turistas quedan al atardecer para hacerse fotografías con el skyline de New York a sus espaldas mientras cruzan el East River por el puente de Brooklyn. Nosotros estuvimos allí con un trompetista madrileño que disfrutaba de una beca en una importante academia antes de tener que decidir una vez más su futuro profesional: irse a vivir a China con una nueva beca o aceptar una sustanciosa oferta económica para enrolarse en la banda de un crucero transatlántico de más de 90.000 toneladas. Había sobrepasado por poco la treintena y se conocía todos los tugurios de jazz de las ciudades de este mundo. Nos contó que llevaba ya años en el extranjero, acumulando ayudas y subvenciones públicas y privadas para potenciar su talento, de un lugar a otro, con una única certeza en la cabeza: en España nunca conseguiría vivir de la música.
Por aquel entonces, yo estaba sin trabajo, residiendo en un país que no era el mío, con una novela por escribir y a ningún medio de comunicación le interesaba el reportaje de dos mil palabras que acababa de terminar, así que me pareció una certeza acertada.
No se lo dije y tampoco le he vuelto a ver desde ese día.
Pero ahora cada vez que paso cerca de un crucero siempre escucho el sonido metálico de una trompeta.
II. Analizo los datos de audiencia en Estados Unidos de los eventos deportivos televisados durante la primera mitad del año y encuentro números que, aunque sean esperados, me atraen. Por ejemplo, los once partidos de la postemporada de la NFL aparecen en los doce primeros puestos y únicamente la final del College Football Playoff National Championship entre Alabama y Clemson se cuela entre ellos en el puesto undécimo. Por ejemplo, el partido de baloncesto más visto fue la final de la NCAA de baloncesto masculino entre Virginia y Texas Tech y sólo el quinto y el sexto partido de la final de la NBA entre los Raptors y los Warriors interesaron a los estadounidenses más que otros partidos de baloncesto universitario como el Duke-Michigan State (Elite 8 del March Madness) o el Michigan State-Texas Tech (semifinal Final Four). Por ejemplo, la selección femenina de fútbol de Estados Unidos (su semifinal y la final del Mundial se cuelan entre los cincuenta eventos deportivos más vistos), el Kentucky Derby (decimoctavo evento más visto), el golf (el sábado y el domingo del The Masters y la ronda final del US Open aparecen entre los 50 primeros) y la Daytona 500 (pese a la crisis de interés que hay con la NASCAR en USA, salvo en su playoff) continúan siendo apuestas ganadoras. Por ejemplo, nadie en la historia del deporte ha tenido una idea mejor que la NFL a la hora de vender su draft (la primera ronda de esta edición fue el 28º evento más visto de la mitad inicial del año).
Por ejemplo, la propia NFL, aunque siga arrasando como siempre, también tiene datos para preocuparse: pese a ser de largo el evento más visto (98 millones de espectadores en televisión, 100 millones incluyendo el streaming y 112 millones contando la gente que lo vio fuera de su hogar según la estimación de Nielsen), la Superbowl tuvo su rating más bajo desde el año 2003 y su peor media de audiencia televisiva desde el año 2008.
Ese descenso es una tendencia al alza.
Si tenemos en cuenta los números, según se van sucediendo los años del siglo XXI, a la gente parece gustarle más Sean McVay que Bill Belichick.
Una verdadera lástima.
(Sí, la frase de McVay y Belichick pretende ser una metáfora entre el ataque y la defensa).
III. El Barleycorn era un bar como muchos otros en los que estuvimos mi mujer y yo en Estados Unidos. Como el Hogs & Kisses en Lake Geneva. O el Tracey's en New Orleans. O el Woodie's Flat, aquel ruidoso bar del Old Town de Chicago en el que unos chicos y unas chicas jugaban a un Jenga gigante y una amiga nuestra pidió unas mimosas antes de entrar a ver una obra en The Second City. De vuelta a New York, superabas la entrada del Barleycorn y aparecía un asiento de cuero para limpiar los zapatos. Ya dentro, había sillones rojos y televisiones por todas partes, pizarras en sus paredes de ladrillo, una larga barra de mármol blanco y un suelo de madera que dejaba al descubierto partes con un azulejo con forma de rombo.
Si lo pienso detenidamente, tampoco es que el Barleycorn tuviera nada especial, nada sumamente extraordinario, para que me haya venido a la memoria y tenga que darle cabida ahora, tanto tiempo después, en este espacio.
Si no fuera por dos razones.
Una, porque recuerdo que cuando fui a mear hubo algo de sus baños unisex que me llamó poderosamente la atención, que me encantó, aunque ahora lo haya olvidado.
Dos, porque aquella noche de octubre en la que nosotros estuvimos con aquel trompetista madrileño se disputaba el partido entre Michigan y Michigan State y ese bar de Tribeca fue el lugar elegido por la gente que había estudiado en la Universidad de Michigan y ahora residía en New York para ver el partido y el Barleycorn estaba plagado de Wolverines borrachos.
Supongo que el segundo motivo por sí solo ya sería de sobra suficiente para citar al Barleycorn en este espacio.
IV. Tengo una noticia terrible que daros: siento tener que ser yo el que os comunique que el Barleycorn ya no existe.
Hace unos meses, el desplome desde la azotea al primer piso del edificio adyacente obligó a cerrar sus puertas.
En cambio, las ratas del City Hall Park siguen campando a sus anchas.
Solemos creer que es al revés, pero es la naturaleza la que derrota al hombre.
PS. Acabo de acordarme de la razón por la que me gustaron tanto los baños del Barleycorn: porque bajabas unas escaleras y lo único que te encontrabas eran nueve puertas rojas en las que los picaportes para abrirlas eran grifos de cerveza.
Nueve puertas rojas cerradas a cal y canto que se abrían con grifos de cerveza.
Insuperable.
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