Lansdowne Road, el estadio que dejó a Jack Charlton sin amor por el fútbol y a James Eager sin la inocencia de la infancia
En Dublín, en la tarde del miércoles 15 de febrero de 1995, a las seis y cuarto hora local, James Eager, un niño de siete años procedente de Kilcoole, una localidad de poco más de 4.000 habitantes situada en el condado de Wicklow, estaba sentado junto a su padre Séamus en la grada inferior oeste de Lansdowne Road, el estadio, construido en 1872 y demolido en 2007, en cuyo emplazamiento se edificó, ya en 2010, el actual Aviva Stadium, que acogerá en una semana la final de la Liga Europea. Dispuesto a disfrutar de un partido amistoso de fútbol, Eager todavía no era consciente de que, apenas unos minutos más tarde, se iba a convertir en la imagen más simbólica de una infamia retransmitida por televisión: su rostro, inundado de miedo, con el brazo de su padre en el hombro, de pie sobre el césped del recinto dublinés, con su bufanda verde en el cuello, mientras a su alrededor caían todo tipo de objetos, escombros, sillas, tablas de madera y barras de metal, lanzados como proyectiles por aficionados ingleses desde la grada superior oeste.
Esa irrupción volcánica de los hooligans ingleses sucedió tras un gol anulado por fuera de juego a David Platt, que habría supuesto el momentáneo empate a 1 después de que David Kelly, delantero del Wolverhampton Wanderers nacido en Birmingham pero de padre dublinés, abriera el marcador a los 21 minutos y 58 segundos tras superar a David Seaman con un chut cruzado con su pierna izquierda. Ya en el minuto 27, Dick Jol, el árbitro holandés que pitaría en 2001 la final de la Liga de Campeones en San Siro entre el Valencia y el Bayern de Múnich que terminaron ganando los alemanes después de tres penalties decretados en los primeros noventa minutos y otras catorce penas máximas de una tanda definitiva que se decidió tras la parada de Oliver Kahn a Mauricio Pellegrino, mandó a los vestuarios a los jugadores de las selecciones de Irlanda y de Inglaterra, protagonistas de una rivalidad cimentada más allá del deporte, y más allá también de la recurrente simplificación de catolicismo contra protestantismo, que se remonta hasta hace casi mil años… pero que, desde ese infausto día, en el fútbol tardaría casi dos décadas más en volver a vivirse.
Foto: James Eager, justo en el instante en el que perdió la inocencia. (RTÉ)
Una rivalidad que se extiende a cualquier ámbito deportivo
Desde una perspectiva histórica, y alejándonos solamente un momento del deporte, hay dos acontecimientos sustanciales para entender el enfrentamiento entre irlandeses y británicos: por un lado, la invasión cambro-normanda de la isla de Irlanda en el siglo XII y, por otro, la colonización del Úlster llevada a cabo por el Reino Unido bajo el mando del rey Jacobo I en el siglo XVII. Ya en el siglo XX, tras la guerra que terminó proclamando la independencia de Irlanda en toda la isla salvo en el citado Úlster, la violencia y la crispación aumentaron hasta límites prácticamente insostenibles, con la consolidación del conflicto norirlandés y el inicio de las acciones armadas del grupo paramilitar PIRA (Ejército Republicano Irlandés Provisional) desde la década de los sesenta y hasta 1998, año en el que, según parecen haber demostrado los últimos 26 años, se puso fin al conflicto con la firma del Acuerdo de Viernes Santo.
Precisamente, regresando al deporte, Irlanda e Inglaterra empezaron a disputar partidos de fútbol en el siglo XIX, desde la década de 1880, con motivo del Campeonato Internacional Británico, la extinta competición anual que enfrentaba a Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda, si bien esas selecciones irlandesas estaban formadas en su mayoría por jugadores del propio Úlster. Para entonces, el organismo dirigente del balompié de la isla irlandesa se encontraba en Belfast y ha acabado siendo lo que hoy en día conocemos como la Federación de Fútbol de Irlanda del Norte, así que para poder hablar sobre la verdadera rivalidad entre Irlanda e Inglaterra, que se extiende a cualquier otro ámbito deportivo, desde el rugby a las carreras de caballos, tenemos que irnos hasta el 30 de septiembre de 1946, también en Dublín, pero en el estadio Dalymount Park, día en el que se celebró el primer amistoso entre ellos con victoria inglesa por 0-1.
Desde entonces, irlandeses e ingleses han jugado 16 encuentros (la cifra aumentará hasta 18 cuando este año se enfrenten en septiembre y en noviembre con motivo de la edición 2024/2025 de la Liga de las Naciones en los que serán sus primeros encuentros oficiales en más de 23 años), con un balance equilibrado (ocho empates), aunque con un evidente dominio inglés (seis victorias) y la condición, de cuando en cuando, de protagonizar sorpresas inesperadas de los irlandeses. Por ejemplo, Irlanda fue la primera selección no británica de toda la historia que consiguió ganar a Inglaterra en su propio país (0-2, el 21 de septiembre de 1949 en Liverpool, en el estadio Goodison Park). Y, además, los ingleses nunca han logrado derrotar a los irlandeses en un partido de fase final de un torneo oficial. Ni en la Eurocopa de 1988 (0-1 para Irlanda), ni en el Mundial de 1990 (empate a 1).
Y gran mérito de ello reside en un inglés… que es la mayor leyenda del banquillo del combinado irlandés.
Un inglés en el banquillo irlandés
Jack Charlton fue el protagonista de una de las fotografías más icónicas de la final del Mundial de 1966 cuando, nada más terminar el partido en Wembley, se arrodilló sobre el césped y, con los codos sobre los muslos, se tapó la cara con sus dos manos. Fue una imagen de extenuación tras dos intensas horas de disputa contra la selección de Alemania Federal, prórroga incluida, pero también de liberación: Inglaterra, el país en el que se inventó el fútbol, acababa de proclamarse por primera y única vez en su historia campeona del mundo.
Veinte años más tarde, sin embargo, Jack Charlton, el hermano mayor de Bobby, con su acento de inglés norteño y sus más de 600 partidos como futbolista one club man del Leeds United, condecorado con la Orden del Imperio Británico, se convirtió en el segundo técnico no irlandés, tras el escocés Doug Livingstone, en dirigir al combinado de la isla esmeralda. Y sus diez años en el cargo supusieron la cumbre del éxito del balompié de la selección de Irlanda: hasta su llegada en 1986, el combinado irlandés nunca se había clasificado para un Mundial o una Eurocopa (en la segunda edición del campeonato continental en 1964, eso sí, consiguió alcanzar los cuartos de final, la antesala de la fase final), mientras que, en su década como seleccionador, Irlanda jugó la Eurocopa de 1988 y los Mundiales de 1990 (fue cuartofinalista) y de 1994. Y desde entonces, sin Charlton en el banquillo, regreso a la sequía de resultados para los irlandeses: en los últimos 30 años, Irlanda solamente ha estado en el Mundial de 2002 y en las Eurocopas de 2012 y de 2016.
Foto: Jack Charlton, en medio del caos. (Leon Farrell/Photocall Ireland)
Pero, al margen de sus logros dentro del terreno de juego, Jack Charlton, que en 1996 aceptó la ciudadanía irlandesa honoraría, un reconocimiento de la República de Irlanda que apenas han recibido 11 personas a lo largo de la historia, consiguió una hazaña más compleja y trascendente: la identificación de los aficionados irlandeses con un inglés. «Si nosotros no podemos ganar la Copa del Mundo, entonces me gustaría que Inglaterra fuera campeona», reconoció con su habitual franqueza en Dublín a los aficionados irlandeses antes de que el combinado de Irlanda partiera hacia Italia para disputar el Mundial de 1990. Y después, tras una breve pausa, añadió: «Pero tendrán que hacerlo por encima de nuestros cadáveres».
El caos absoluto en Lansdowne Road
Pero regresemos al fatídico miércoles 15 de febrero de 1995, el día en el que James Eager, aquel niño rubio de siete años, perdió su inocencia y en el que Jack Charlton, a punto de cumplir los sesenta, dejó de amar el fútbol, tal y como manifestó David Kelly años después en un reportaje de la RTÉ, la televisión pública irlandesa.
«Ver esto me hace sentir enfermo por lo que lograron», se sinceró en esa misma pieza el autor del único tanto de un partido inacabado que se disputó en medio del alto el fuego que había decretado el IRA el 31 de agosto de 1994 tras la Declaración de Downing Street que John Major, el primer ministro británico, y Albert Reynold, el jefe de Gobierno de la República de Irlanda, habían firmado el 15 de diciembre de 1993 (entre otras cosas, en ese documento conjunto se afirmaba el derecho del pueblo de Irlanda a la autodeterminación, así como la posibilidad de que el Reino Unido transfiriera Irlanda del Norte a Irlanda si la mayoría de la población estaba a favor de esta medida), pero que contaba con serios avisos para la desconfianza: en el precedente balompédico más reciente entre ambas selecciones, el 14 de noviembre de 1990 también en Lansdowne Road, ya se habían producido disturbios entre aficiones y los agentes de Garaí, la policía nacional irlandesa, en la calle O’Connell, una de las arterias más reconocibles de Dublín.
Cinco años después, ya en 1995, a la recurrente tensión que acompaña a la rivalidad entre Irlanda e Inglaterra también hubo que sumar, como quedó demostrado en la investigación posterior, una serie de catastróficas decisiones organizativas previas al encuentro. Por un lado, el rechazo de la policía nacional irlandesa a recibir asistencia de la policía británica para identificar con anterioridad a los alborotadores ingleses que ya habían sembrado el pánico por todos los campos de Europa, entre ellos, los miembros del grupo hooligan Chelsea Headhunters y, muy especialmente, de la organización neonazi Combat 18. Por otro, la nula segregación de las aficiones: la Federación de Fútbol de Irlanda aprovechó las entradas devueltas por la Federación de Fútbol de Inglaterra para vendérselas a los propios aficionados irlandeses, que terminaron ocupando su sitio junto con los hooligans británicos. Y, por último, ya en el partido, la tardía reacción de la citada policía nacional irlandesa cuando los aficionados ingleses empezaron a lanzar sus proyectiles desde la grada superior oeste de Lansdowne Road («¡Dios mío, qué idiota los dejó entrar ahí arriba!», pensó Ben Eglington, antiguo cámara de la RTÉ que se encontraba trabajando en esa zona ese día) en un ataque que, según el citado informe, había sido «dirigido, planificado y previsto» sin mediar provocación previa.
Pero ese triste desenlace no fue más que la sucesión lógica a los acontecimientos amenazadores que fueron ocurriendo a lo largo de ese miércoles de invierno en Dublín. En la previa, los hooligans neonazis de Inglaterra, en un avanzado estado etílico, inundaron los bares dublineses con banderas de la Unión y propaganda del fascista Partido Nacional Británico. Así mismo, también entonaron consignas provocadoras para los irlandeses, desde la canción patriótica “Rule, Britannia!” a los habituales gritos de “Sin rendición ante el IRA”, “¡Qué le jodan al Papa!” y “El Úlster es británico”.
Ya en Lansdowne Road, Mary Robinson, presidenta de Irlanda, fue abucheada por los hooligans ingleses cuando saltó al terreno de juego en el protocolario saludo inicial, antes de que el acto de los himnos se convirtiera también en un continuo abucheo, el de los irlandeses cuando sonó el “Dios salve a la reina” (por cierto, fue la primera vez que el himno británico se escuchó en Dublín en un partido de fútbol desde 1964) y el de los ingleses, que habían recibido su himno nacional haciendo el “Sieg Heil”, el saludo a la victoria de los nazis, cuando se entonó la “Canción de un soldado” irlandesa.
Después, con el balón rodando, los abucheos se reemplazaron por los gritos de “¡Judas! ¡Judas!” de los hooligans ingleses cada vez que los Declan Rice o Jack Grealish (ambos jugadores defendieron la elástica de Irlanda en categorías inferiores antes de decantarse por Inglaterra; el pivote del Arsenal, incluso, llegó a debutar con la absoluta de la isla esmeralda) de la época tocaban el esférico: hasta ocho futbolistas titulares irlandeses en aquel partido habían nacido en Inglaterra (Alan Kelly, Alan Kernaghan, Paul McGrath, Terry Phelan, Eddie McGoldrick, Andy Townsend, John Sheridan y el goleador David Kelly). Y, por supuesto, también Jack Charlton, un socialista que había sido miembro fundador de la Liga Anti-Nazi de Inglaterra y que había apoyado a los mineros del noroeste inglés en la masiva huelga de los años 1984 y 1985, incluso prestándoles sus propios coches para que pudieran acudir a realizar piquetes.
«He visto muchas cosas en el fútbol, pero nada como esto. Todo inglés debería estar avergonzado», reconoció tras el partido Jack Charlton. Y continuó: «Es un desastre para el fútbol irlandés, pero no quería que se suspendiera el partido porque ¿qué se hace con 2.000 aficionados ingleses corriendo por la ciudad? Los aficionados ingleses estaban siendo bombardeados por algunos de los suyos. Y sacaron lo peor de algunos de los nuestros». De hecho, él mismo, visiblemente enfadado, llegó a gritar “¡Iros a vuestra casa!” a los aficionados irlandeses que le increpaban en medio del caos absoluto que se produjo sobre el césped de Lansdowne Road, con la policía irlandesa pegando a sus propios compatriotas (y, más tarde, a los ingleses) cuando estos se estaban encarando con los hooligans, que intensificaron sus lanzamientos durante los 12 minutos que el partido estuvo parado, con los futbolistas en vestuarios, antes de que se decretara su suspensión definitiva.
«Fue terrible. No hay palabras para describir lo que siento por personas así. Es repugnante», le apoyó Terry Venables, el seleccionador inglés.
En total, 24 personas fueron heridas y una persona murió de un ataque al corazón a las afueras del estadio. Por su parte, 40 aficionados fueron detenidos. Además, Irlanda e Inglaterra no volvieron a enfrentarse en un encuentro de fútbol hasta casi veinte años después, el 29 de mayo de 2013 en Londres, en Wembley, también un miércoles, en otro amistoso que acabó con empate a 1.
Por suerte, en ese partido en Wembley no ocurrió nada que lamentar fuera del terreno de juego. El mundo no se ha detenido desde entonces, incluso alguno de nosotros se atrevería a decir que ha avanzado, e Irlanda y Reino Unido van a celebrar conjuntamente la Eurocopa de 2028.
«El nivel de violencia fue algo que nunca habíamos experimentado», mantuvo Séamus, el padre de James Eager, años después en el ‘Irish Examiner’. Y sentenció: «Sólo me preocupaba buscar una salida y llegar sanos y salvos a casa».
Porque los aficionados tuvieron que pasar miedo muchos días de partido, como aquella tarde en Lansdowne Road, para que el fútbol se diera cuenta por fin de que tenía que acabar con el hooliganismo.
Pero esa ya es otra historia.