Libres y triunfantes
(Este texto corresponde a la sección de Películas, que contiene textos con el argumento de películas de temática deportiva narrados como si los estuviéramos viendo en primera persona suceder en la realidad)
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(AVISO IMPORTANTE: este texto está repleto de spoilers de una película en la que Pelé marca un gol de chilena y Sylvester Stallone para un penalti)
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I. Cuando pienso en aquellos días de 1943 en el campo de prisioneros de Gensdorff que desencadenaron meses después en el gran partido en el Estadio Olímpico Yves-du-Manoir de Colombes, junto a París, no asaltan a mi memoria recuerdos de alambradas de espinos, ni ladridos de perros, ni soldados nazis patrullando, ni torretas con focos de luz, ni el silencio sordo, ni el sonido de las metralletas que disparaban en el pecho a los prisioneros que intentaban escapar, sino el respeto y la competitividad que el Capitán John Colby, exjugador del West Ham y de la selección de Inglaterra, y el Mayor Karl von Steiner, internacional con Alemania en 1938, desprendían en cada una de sus conversaciones alrededor del fútbol desde que se vieron por primera vez. “Ponen mucho entusiasmo”, dijo Von Steiner. “No juegan muy bien, pero sí que ponen mucho entusiasmo”, reconoció Colby, que le explicó que tenían una liga con cuatro divisiones y partidos internacionales entre Inglaterra, Escocia, Gales e Irlanda. “Internacional sería si jugaran contra Alemania”, matizó Von Steiner. “Les daríamos una buena paliza”, espetó Colby, justo antes de que el oficial alemán le reconociera. “Colby, John Colby, del West Ham y de la selección de Inglaterra. La guerra ha dado al traste con su carrera”, se lamentó. “Interrumpido”, aclaró Colby. Y Von Steiner sentenció: “Ojalá sea así”.
“Esta cochina guerra es también un lamentable error”, le dijo al día siguiente Colby a Von Steiner, sin darse la vuelta, mientras estaba sentado sobre un balón y miraba al campo de tierra en el que los oficiales aliados estaban jugando al fútbol. “Estoy de acuerdo. Aunque me crea o no me es indiferente. Las naciones deberían resolver sus discrepancias en un campo de fútbol. Sería todo un reto, ¿no? ¿Qué le parecería jugar un partido contra un equipo de Alemania, de nuestra base más cercana?”, le preguntó Von Steiner. “¿Con qué objeto? ¿Poner fin a la guerra?”, receló Colby. “Por desgracia, no. Para levantar la moral”, prosiguió el mando alemán. “¿La de ustedes o la nuestra?”, preguntó el inglés con cierta ironía. “La de ambos. En este lugar la vida debe ser muy tediosa”, continuó Von Steiner y fue entonces cuando Colby se levantó y le miró cara a cara por primera vez en toda esa conversación. “¿Contra qué equipo? ¿Son buenos?”, preguntó el inglés, dejando atrás su recelo. “Todavía no he elegido a ninguno, no es más que una idea”, reconoció el alemán. “¿Es una orden? ¿Puede obligarnos a jugar?”, inquirió Colby. “No, es un desafío”, mantuvo Von Steiner. “No, sería un completo desastre”, dudó Colby. “¿Por qué?”, interrogó el mayor alemán. “Mire, fíjese en ellos, mírelos bien. Son un atajo de inútiles. Fíjese en su ropa y en sus botas. Son más torpes que una manada de elefantes. ¿Jugar al fútbol? Si apenas se mantienen en pie”, analizó el capitán inglés. “Les proporcionaríamos botas”, sugirió Von Steiner. “¿Y también camisetas y pantalones?”, quiso saber Colby. “Sí”, prometió lacónico el alemán. “No, no. Es inútil, no aguantarían los noventa minutos, vomitarían hasta la primera papilla”, se hizo de rogar el inglés. “En fin, lo siento”, se lamentó Von Steiner. “Mayor, si me concediera ciertas mejoras. Un racionamiento especial. Los jugadores deberían vivir juntos, comer juntos. Necesitaría carne, verduras frescas, huevos, cerveza. Si usted nos proporciona todo eso tendrán su partido de fútbol. Lo que me recuerda que si el equipo se forma sólo con oficiales me niego a jugar. Quiero un buen equipo y necesito los soldados de aquel lado (en referencia a los prisioneros que no eran oficiales), ¿de acuerdo?”. “Ya lo veremos”, concluyó Von Steiner.
Pero, en realidad, no había ya ninguna duda: el gran partido se había puesto en marcha.
II. Las siguientes semanas fueron las que transcurrieron más rápido en mi triste paso por el campo de prisioneros de Gensdorff.
Por un lado, por ese partido de fútbol que, como le dijo Von Steiner a Colby, se había “escapado un poco de las manos”. “Se ha decidido que una selección nacional alemana juegue contra un combinado de prisioneros de guerra de los países ocupados el día 15 en el estadio de Colombes en París”, le contó el alemán. “Eso es una locura”, protestó Colby, antes de que Von Steiner le diera una lista con jugadores que podía seleccionar y en la que no figuraban futbolistas polacos y checos. “Como oficial y como caballero está obligado a darme la posibilidad de ganar”, le recordó Colby, que quería sacar a esos jugadores de los temidos campos de concentración. “Hágame una lista, capitán, y veré lo que puedo hacer”, sentenció el alemán.
Por otro lado, por los entrenamientos del combinado de prisioneros aliados. “Ha pasado mucho tiempo y ninguno de nosotros tiene ahora el aspecto de un jugador internacional. Será difícil ponernos en forma con estas cochinas botas, pero el mayor alemán nos proporcionará el equipo. Bueno, empezaremos desde el principio, como si volviéramos de unas largas vacaciones. Lentamente, con calma, para relajar los músculos, ¿de acuerdo? De momento no necesitaremos el balón”, inició Colby antes de poner a correr en ese campo de tierra a sus jugadores, uniformados con sus chándales rojos mientras el resto de prisioneros se reía y silbaba. “El que debe correr es el balón y no vosotros. No estáis en condiciones de correr durante noventa minutos, os lo garantizo. Y esto va sobre todo por los extremos: si no podéis internaros en el área, forzad el saque de esquina. Las jugadas clásicas nos favorecen”, analizó la táctica Colby en la pizarra, pero Luis Fernandez se levantó de su asiento, le pidió la tiza y dijo para provocar las risas de sus compañeros: “Yo cojo el balón aquí y hago esto y esto y esto y esto y esto y gol. Es fácil”.
Por último, por la huida de Robert Hatch, el portero y masajista estadounidense que se escapó hasta París y se puso en contacto con la resistencia francesa para preparar la fuga del equipo de fútbol porque ese partido no era más que propaganda alemana y que luego tuvo que volver a dejarse atrapar por los nazis para regresar al campo de prisioneros de Gensdorff para poder explicar el plan a sus compañeros. “La idea del partido fue amistosa”, le recordó Von Steiner a Colby, al tiempo que le pidió su palabra de que no habría ningún intento de fuga más. “No puedo dársela”, le respondió el inglés. “Serán ustedes estrictamente vigilados”, finalizó el alemán.
Porque, de hecho, la duda para Colby y sus jugadores era precisamente esa: poder alcanzar la evasión o seguir jugando hasta la victoria.
III. El día del gran partido, el Estadio Olímpico Yves-du-Manoir de Colombes, junto a París, estaba lleno de simbología nazi y de perros y de militares y las banderas se izaron y junto con la bandera nazi aparecieron las banderas británica, francesa, noruega y holandesa, pero no la polaca o la checa. Los jugadores aliados bajaron del autobús, los de la resistencia francesa entraron en las alcantarillas para preparar la huida (que se iba a producir en el descanso), la banda de música tocó sobre la hierba y el público llenó las gradas. “Todo esto es una locura”, pensó en voz alta Von Steiner, antes de que un superior le preguntara si la selección alemana ganaría ese encuentro. “Deberíamos. Somos muy fuertes, pero nunca se sabe. Los jugadores pueden lesionarse, el árbitro puede equivocarse”, explicó. “Ese árbitro es muy bueno. No hay problema, no se equivocará”, le avisaron. “No podemos hacer eso, he dado mi palabra”, contestó, contrariado, el mayor alemán. Y su superior sentenció: “No podemos correr riesgos, hay que ganar como sea”.
Acto seguido, en los altavoces se escuchó la alineación titular del combinado aliado:
Con el número 1, Robert Hatch, de Estados Unidos.
Con el número 2, Michel Fileu, de Bélgica.
Con el número 3, John Coltby, capitán, de Inglaterra.
Con el número 4, Pieter van Beck, de Países Bajos.
Con el número 5, Doug Clure, de Inglaterra.
Con el número 6, Terry Brady, de Inglaterra.
Con el número 7, Arthur Hayes, de Escocia.
Con el número 8, Carlos Rey, de Argentina.
Con el número 9, Sid Harmor, de Inglaterra.
Con el número 10, Luis Fernandez, de Inglaterra.
Y con el número 11, Erik Ball, de Dinamarca.
Los alemanes, completamente de negro con las mangas blancas y las medias rojas, hicieron el saludo nazi.
Los aliados, de blanco con una líneas azules y rojas en la parte izquierda de sus camisetas y las medias también azules, saludaron al público.
“Faltan pocos minutos para el comienzo de este histórico partido. Una gran multitud que podemos calcular en unos 50.000 espectadores va a tener ocasión de presenciar algo realmente sensacional en los próximos noventa minutos. Para asegurar la máxima deportividad los organizadores alemanes han elegido a un árbitro neutral para dirigir el partido”, retransmitió el narrador desde la cabina de prensa. Y, mientras ambos capitanes se daban la mano y los equipos cambiaban de campo tras el sorteo inicial, añadió: “Seguro que cuando pasen muchos años la gente se preguntará si fue real este partido. Les aseguro que es una auténtica realidad. Vamos a ser testigos de una contienda que será recordada de modo imperecedero”.
El danés Ball, con un disparo que detuvo el legendario Schmidt, tuvo el primer acercamiento, pero fueron los alemanes los que se adelantaron en el marcador con un magnífico remate de cabeza de Aldebert después de un córner rechazado. Luis Fernandez demostró su calidad desde el principio, mientras los alemanes dejaron patente de su dureza desmedida ante la permisividad arbitral: Van Beck tuvo que abandonar el césped en camilla y el propio Luis Fernandez también se retiró lesionado a los vestuarios, lo que hizo que el conjunto aliado se quedara en el campo con únicamente diez jugadores. Para entonces los alemanes vencían por cuatro goles a cero en el marcador, con doblete incluido de Baumann, su gran estrella, y solamente el tanto justo antes del descanso de Terry Brady, cuando su compañero Hatch todavía continuaba sangrando en el suelo en su propia área tras un golpe en la jugada anterior, concedió una ligera ilusión al combinado aliado, exhausto y apaleado.
Pero de nuevo en el vestuario, justo cuando el agua de la piscina de recuperación empezó a desaparecer por un hueco abierto por los hombres de la resistencia francesa desde el alcantarillado de París, fue el momento en el que los jugadores del combinado aliado tuvieron que elegir entre la evasión o la victoria y, a pesar del linchamiento y del marcador en contra, a pesar de la lógica aplastante y de la atracción de la libertad, escogieron la épica, la posibilidad, por pequeña que fuera, de trascender hasta la eternidad. “Por favor, Hatch, este partido significa mucho. Tú lo sabes. Tienes que jugar”, le rogó Luis Fernandez al dubitativo portero estadounidense. “Podemos ganar, venga”, añadió Colby. Y el propio Luis Fernandez sentenció: “Si nos vamos ahora perderemos algo más importante que un partido. Por favor”.
Y Hatch, por supuesto, se quedó también junto con sus compañeros, que aparecieron por el túnel de vestuarios y salieron en tromba en busca del triunfo en la segunda mitad. Primero con un bello tanto de Carlos Rey. Después con un gol de Arthur Hayes. Más tarde, cuando las jugadas parecían disputarse ya a cámara lenta y el cronómetro se acercaba peligrosamente al minuto 90, con una icónica chilena de Luis Fernandez, que regresó desde el banquillo en el tramo final con su mano derecha pegada al pecho para empatar a cuatro el encuentro. Su ejecución fue tan excelsa que hasta el Mayor von Steiner se levantó a aplaudir.
Y, acto seguido, el público francés, totalmente decantado a favor de los aliados desde el inicio del encuentro, entonó una y otra vez la palabra “victoria”, pero esta todavía no había llegado porque hay veces que nunca llega, al menos no literalmente, y de tal modo, cuando faltaba menos de un minuto y el árbitro señaló ese penalti a favor de los alemanes y en las gradas empezó a sonar al unísono La Marsellesa, todos supimos que Hatch, que le miró fijamente sin inmutarse, se lanzaría a su izquierda y detendría ese disparo de Baumann. Y, por eso, tampoco nos extrañó que Hatch empezara a dar saltos de alegría mientras la estrella alemana, de rodillas sobre el césped, se llevaba las manos a la cabeza. Ni que los aliados fueran a abrazar al portero estadounidense y le subieran al alto. Ni que el público saltara al campo, pasando por encima de los soldados nazis, y les pusieran su ropa de calle a los jugadores aliados y se los llevaran con ellos para que se escaparan. Ni que abrieran la puerta del estadio y salieran corriendo en estampida.
Libres y triunfantes.
Porque hay veces que no hace falta la victoria para haber ganado.
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En este texto he utilizado referencias de Victory.
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*He visto la versión doblada de la película para las citas de este texto, por lo que pueden no cuadrar con la versión original en inglés.
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Recomendaciones
El vídeo de Ilie Oleart y Andrea Orlandi sobre los problemas defensivos del Liverpool en el canal de Youtube de La Media Inglesa.
Suelo escribir siempre con música, así que he decidido que voy a poner alguna de las canciones que ha sonado mientras estaba escribiendo el texto. Como, por ejemplo, ésta: