(Este texto corresponde a la sección de Historias, que entremezcla efemérides, curiosidades, leyendas, hechos, sucesos, partidos y deportistas a lo largo de una narración)
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I. En el año 2001, cuando Zinedine Zidane dejó la Juventus por el Real Madrid y se convirtió tras el pago de 12.800 millones de las antiguas pesetas en el fichaje más caro de la historia del fútbol hasta entonces (se suele decir que, teniendo en cuenta la inflación, todavía podría seguir siendo el fichaje más caro de la historia del fútbol en la actualidad), una gran multinacional francesa de supermercados quiso ser uno de los principales patrocinadores del conjunto madridista para que Zizou pasara a ser su imagen corporativa, su gran reclamo publicitario. El acuerdo entre ambas entidades, por un montante final multimillonario, fue absoluto, pero mientras ambas partes estaban redactando el contrato se encontraron con un problema: en realidad, y pese a que no contaba con ninguna remuneración económica, el astro francés ya tenía un acuerdo exclusivo con una pequeña cadena de economatos de Marsella, su ciudad natal. Extrañados, en el Real Madrid preguntaron a Zidane por ese contrato sin ninguna compensación monetaria para su propio beneficio y el jugador de origen argelino les explicó que se trataba, más bien, de una obligación moral, de un pequeño gesto de agradecimiento: aquella humilde cadena de economatos marsellesa era la propietaria de las tiendas que en La Castellane, su barrio, habían fiado a sus padres para que estos pudieran realizar la compra en sus complicados primeros años tras emigrar a Francia, cuando no tenían apenas dinero para salir adelante y sí demasiadas penurias.
Esa anécdota explica a la perfección a Zidane, la estrella del balompié campeona del mundo que nada más batir el récord histórico con su traspaso lo primero que le dijo al Real Madrid cuando aterrizó en el club fue, textualmente, que él no quería tener ningún problema con Hacienda y que pagaría todos los impuestos que tuviera que pagar. Más tarde, en 2006, después de un lustro sin reclamar ningún aumento en su salario, decidió que sus piernas ya no tenían más fútbol y que lo más justo era renunciar al dinero del año de contrato que todavía le quedaba y retirarse (otro apunte más: en su renovación como entrenador del conjunto blanco estampó su firma en el contrato antes de que estuviera puesta la cantidad que cobraría por desempeñar su trabajo).
Supongo que recordáis ese partido del 7 de mayo del 2006 contra el Villarreal en el Santiago Bernabéu, el último de Zidane como jugador del Real Madrid. Toda su familia estuvo en el choque. A Malika, su madre, se le caían las lágrimas antes del inicio del encuentro y también a Lila, su hermana. Cuando los dos equipos saltaron al campo, todos los espectadores extendieron unas cartulinas blancas con la camiseta con el número 5 de Zidane y en los videomarcadores del estadio pusieron imágenes de su trayectoria profesional, con sus premios y sus mejores actuaciones. En ese momento, Véronique, su mujer, también empezó a llorar. El público aplaudió al unísono, pero Zidane, sin embargo, miró al suelo, haciendo ejercicios de estiramiento. Acto seguido, empezó el encuentro, el Madrid se adelantó con un gol de Baptista, el Villarreal remontó antes del descanso y, de repente, como una fuerza gravitatoria de la que es imposible escapar, como una imposición del destino, Zidane cabeceó un centro en el segundo palo para poner el empate a dos en el marcador. Ese fue el instante en el que Enzo, su hijo mayor, se puso también a llorar. Después, el Villarreal volvió a adelantarse, pero de nuevo Baptista puso la igualada antes de que Zidane fuera cambiado por Raúl Bravo. El francés abandonó el terreno de juego corriendo mientras el público se puso en pie y, cuando se acercó al banquillo, aplaudió brevemente a todos los aficionados que todavía continuaron ovacionándole cuando él ya estaba sentado con el resto de suplentes. Con el partido acabado, Zidane, en la banda, intercambió con Riquelme sus camisetas antes de fundirse en un abrazo y tuvo que ser Raúl, el capitán madridista, el que le obligara a salir hasta el centro del campo para recibir la ovación de un estadio que no quería dejar de rendirle pleitesía. Y fue ahí, justo en ese preciso instante, cuando Zizou, aquel chico de emigrantes argelinos que empezó a jugar al fútbol en una banlieue marsellesa hasta convertirse en el fichaje más caro de la historia del balompié, se derrumbó. Las lágrimas brotaron sin compuertas desde su cara. Sus compañeros le consolaron. Y el astro francés entró por el túnel de vestuarios mientras el Santiago Bernabéu le despedía con una lacónica frase en sus videomarcadores: “Gracias, Zidane”.
Smaïl, su padre, aquel que le pidió desde pequeño que fuera reservado, sensato, valiente y humilde, aquel que le transmitió el respeto, la lealtad y la dignidad como principales valores, definió muy bien la despedida de su hijo en Sur les chemins de pierres, su libro autobiográfico: “Cuando mi hijo salta al campo, tengo la garganta tensa. Todo fue tan rápido, no vi el paso del tiempo. Mi hijo saluda al público de Madrid por última vez. Se quita la camiseta para limpiarse sus lágrimas, lo que nunca le había visto hacer antes”.
Fue, en efecto, una despedida preciosa que pasó muy rápido, pero que durará toda la eternidad.
Foto: Reuters
II. La mayoría de las despedidas de los grandes futbolistas tienen siempre, de hecho, ese patrón emocional: suceden apresuradas, pero se recuerdan por siempre.
Por ejemplo, la de Gerrard. Con una de sus hijas dándole un beso y él tocando el cartel de “This is Anfield” en el túnel de vestuarios. Con los aficionados del Liverpool formando en rojo la palabra “Capitán” sobre un fondo en blanco en una de las tribunas y el mensaje “S8G”, sus iniciales y su número, en la mítica grada de The Kop. Con las alineaciones titulares de los dos equipos haciéndole pasillo al saltar al campo. Con ese cántico que siempre nos recordaba que él trajo la copa de vuelta a casa con una liverbird sobre su pecho. Con esa vuelta de honor y ese discurso emocionado como, según sus propias palabras, último agradecimiento a la gente más importante en cualquier equipo de fútbol, los aficionados.
O, por ejemplo, la de Totti. Con esa camiseta gigante en el medio del Stadio Olímpico. Con toda la gente en las gradas llorando, con Daniele de Rossi y el propio Totti rotos en lágrimas. Con ese discurso dado por el diez de la Roma sin poder dejar de dar vueltas sobre el césped ni un segundo, ese “desgraciadamente ha llegado el momento que esperaba que nunca iba a llegar” y ese “yo me quedaría aquí otros veinticinco años”. Con ese brazalete de capitán que se quitó y que entregó a un chaval de la cantera antes de desaparecer para siempre por el túnel de vestuarios.
O, por ejemplo, la de Pelé en ese partido amistoso entre el Santos y el Cosmos, los dos únicos equipos de su vida, delante de casi 76.000 personas en el Giants Stadium. Con el último gol de su carrera con un disparo de falta desde más de 30 metros. Con su cambio de camiseta al descanso. Con sus compañeros y rivales sacándole del campo a hombros. Con sus lágrimas en el vestuario y su “yo puse mi corazón porque creo en la gente y creo en este deporte”.
O, por ejemplo, la de Garrincha, con 40 años, entregando al público su camiseta de la selección brasileña en el minuto 30 de ese partido del 19 de diciembre de 1973 en Maracaná y despidiéndose del fútbol al trote, a la carrera, con esos pies zambos que tantas veces confundieron a sus marcadores al lado de la línea de banda.
Foto: George Tiedemann/GT Images
III. Hace apenas unas pocas semanas, después de 16 temporadas y 34 títulos ganados, el último partido hasta ahora de Messi en el Fútbol Club Barcelona terminó con una dolorosa derrota por 2 a 8 contra el Bayern de Múnich en los cuartos de final de la Champions League. Un rato antes, en el descanso, con 1-4 en el marcador, Messi estaba sentado a la puerta de ese vestuario del Estádio da Luz de Lisboa con la mirada completamente perdida, absorto en sus pensamientos, en la desazón absoluta. Once días más tarde, Messi pidió por medio de un burofax la carta de libertad del club al que había llegado veinte años antes, pero, sin embargo, unos días después, anunció en una entrevista exclusiva con goal.com que permanecería definitivamente en el conjunto azulgrana porque “el presidente siempre dijo que yo al final de temporada podía decidir si me quería ir o si me quería quedar y al final no terminó cumpliendo su palabra”.
La anunciada salida en diferido en forma de simulación a un año vista del mejor jugador de la historia del fútbol, su divorcio con el Barça, puede que entronque, sin duda, con otras salidas de los mejores deportistas de la historia, con otros divorcios sonados del deporte (Michael Jordan y los Bulls, Tom Brady y los Patriots, etc.), pero, en realidad, a lo que a mí me ha recordado es a la salida de la Juventus en 1982 del irlandés Liam Brady, que, a pesar de estar devastado al enterarse por la prensa de que el conjunto turinés había fichado a escondidas a Michel Platini y de que había decidido prescindir de sus servicios (el irlandés acabó jugando el siguiente curso en la Sampdoria) como consecuencia de la llegada del francés y de la obligación de únicamente tener dos extranjeros en la plantilla (el polaco Boniek fue el segundo extranjero de esa plantilla juventina), tuvo que afrontar todavía los tres últimos partidos de un campeonato de la Serie A que tenía que decidir su campeón, la propia Juve o la Fiorentina.
En el primero de ellos, en Udine, el 2 de mayo, dos días después de que el fichaje de Platini se hiciera público y de que el irlandés se enterara de su salida del club juventino, Brady fue el mejor jugador en la goleada de su equipo ante el Udinese (1-5).
En el definitivo de ellos, en Catanzaro, el 16 de mayo, Brady fue el autor, avanzada la segunda mitad, a falta de apenas quince minutos para el final del choque, del único gol de penalti que dio el título a esa Juventus de Trappatoni, el vigésimo scudetto de los turineses, el de la segunda estrella en su camiseta, con un solitario punto de ventaja sobre la Fiore.
Tal vez, Messi dentro de un año se despida definitivamente levantando otra Champions con el Barça después de anotar una barbaridad de goles y ser una vez más sobre el campo el mejor jugador de la historia.
O, tal vez, no.
A veces, no hay mucho más que se pueda decir.
Salvo que el deporte es un presente continuo, con estrellas que ya se despidieron, con otras que lo hacen en diferido en forma de simulación y con otras que todavía están lejos de tener que despedirse, con nuevos matrimonios y con viejos divorcios que se reemplazan los unos a los otros.
En realidad, lo único cierto es que la mayoría no puede tener una despedida perfecta como tuvo Zidane. La del Madrid, digo. No aquella en la que fue expulsado por darle un cabezazo a Marco Materazzi en la prórroga y la selección de Francia acabó perdiendo en los penalties la final del Mundial.
Eso también puede pasar.
Supongo que lo único que nos queda es intentar convertir siempre en gol el penalti que le da el scudetto a la Juve aunque, como a Brady en Catanzaro, como a Zidane con Materazzi, como a Messi con Bartomeu, el cuerpo nos pida enviarlo fuera, alto, bien lejos de esa maldita y jodida portería.
Foto: espn.com
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En este texto he utilizado referencias de El País, El Mundo, Goal.com y Sur les chemins de pierres.
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Recomendaciones
La tercera parte del serial de Pepe Latorre en la página web dosunosiete sobre la historia de las Sabermetrics.
Al respecto de mi texto de hace un par de días sobre el deporte de pandemia, Jesús Soler (Un mal kicker) me recomienda este artículo de Ben Baldwin en The Athletic sobre cómo pueden influir los partidos sin público en la NFL y yo os lo pongo por aquí también porque es realmente muy interesante (€ y en inglés).
Suelo escribir siempre con música, así que he decidido que voy a poner alguna de las canciones que ha sonado mientras estaba escribiendo el texto. Como, por ejemplo, ésta:
Hola, Sergio. Me ha encantado, para variar.
Eso sí, no creo que el fichaje de ZZ pueda acercarse al de Neymar ni aún contando la inflación.
Un fuerte abrazo.
Hola Sergio, muchas gracias por brindarnos los mejores escritos de deporte en español, como nos dice Pepe Rodríguez en su pepediario. Puedo decir que yo, como muchos otros que pude ver después, fui uno de los que se suscribió incluso antes de empezar el 1 de septiembre, sin siquiera ver q esta era la fecha de inicio, simplemente porque vale la pena, porque mereces tan poco que te damos, por lo que nos das a nosotros. Muchas gracias y saludos desde Colombia, de donde te escribo. Por cierto, soy al que siempre amablemente le contestas en una cuenta parodia que tengo en Twitter: Tomásin Roncerin, payaso Roncerin, jejeje