I. Al contrario que yo, sé que ninguno de vosotros se lo ha preguntado nunca, pero si trazas una línea recta sobre un mapa puedes pasar de un país a otro y llegar desde la Piazza San Pietro al Stadio Olimpico de Roma. Andando en un día de partido, por ejemplo, no es tampoco excesivamente diferente, más allá del tiempo que tardas en completar el paseo. La Via di Porta Angelica con sus turistas católicos, sus taxistas y sus militares. La Piazza del Risorgimento, con la muralla a la izquierda y todas las hordas de gente bajando desde los Musei Vaticani. La estrecha acera de la Via Ottaviano bajo la sombra que proyectan edificios de colores pastel de cuatro plantas. El oxígeno necesario en una tarde calurosa que traen consigo los árboles de la Via Barletta y de la Viale Angelico hasta que el horizonte se llena de edificios de viviendas de apariencia más popular y descuidada. La naturaleza que se abre ante tus ojos cuando llegas a la Piazzale Maresciallo Giardino. Los centenares de aficionados montados en sus vespas que se acumulan en el Lungotevere Maresciallo Cadorna cuando el río Tevere vuelve a acercarse a nuestro camino. El ruido y las carcajadas entre cervezas en la Via Roberto Morra di Lavriano. El olor de los puestos de comida sobre las placas de reconocimiento a los deportistas italianos en la Viale delle Olimpiadi. Las pistas de tenis de tierra batida, las estatuas y las piscinas del Foro Italico. La Fontana del Globo y el Obelisco Mussolini, erigido en 1932 y que esconde en su base, debajo de sus 300 toneladas de peso de mármol de Carrara y sus más de 17 metros de altura, un pergamino en latín de 1.200 palabras, unas monedas de oro y una medalla en la que aparece el líder fascista con una piel de león sobre su cabeza.
En definitiva, a uno y al otro extremo del recorrido, grupos de miles de personas de dos religiones ¿¿distintas?? que se acercan, unos en recogimiento, otros en algarabía, hacia su lugar sagrado para cumplir con la liturgia que renovará una vez más su fe.
Esa que permanece, a pesar de las dudas constantes, inquebrantable ante cualquier desaliento.
II. La fe que siento desde mi infancia hacia Roberto Baggio fue como un flechazo: eléctrico e inspirador. Sucedió, evidentemente, en el Stadio Olimpico de Roma, en la noche del 19 de junio de 1990. Corría el minuto 78 de un partido entre Italia y un país que ya ni siquiera existe en la primera fase de un Mundial y un balón recuperado por la selección italiana le llegó a un jugador con el número 15 a la espalda, pegado a la línea lateral y también a la línea medular. A partir de ese momento, desde que ese jugador controló el esférico, lo que sucedió durante los siguientes diez segundos fue la coreografía vertical de un eslalon hacia la gloria, la marca de impronta de un hombre que durante años danzó con un balón pegado a sus pies: pared con un compañero, conducción, velocidad, rivales por el suelo y un portero que no puede hacer otra cosa que sacar la pelota de la red de su portería.
Baggio, que estuvo a punto de llamarse Eddy porque su padre era un fanático de Merckx (al final, ese nombre lo heredó uno de sus hermanos pequeños, también futbolista), lo celebró tumbado sobre el césped, mirando al cielo, llevándose las manos a la cara.
Quizá para recordar que una vez fue Guillermo Tell, el mote que le pusieron de pequeño sus amigos por la puntería que tenía a la hora de golpear los postes de la luz con un balón.
O tal vez única y simplemente para poder disfrutar de ese momento después de todas las lesiones graves y reiteradas que tuvo desde que era un niño y que estuvieron a punto de apartarle del mundo del fútbol.
Como la rotura de ligamentos que el doctor Bousquet tardó diez horas en operar y que le dejó como recuerdo 220 puntos internos y la necesidad de entrenar más que los demás, de pasar más tiempo que cualquiera trabajando en el gimnasio.
Porque Baggio fue un jugador excelso pero sobre todo un luchador y también, como cualquiera de nosotros, un hombre lleno de contradicciones.
El hombre extremadamente sensible que abandonó el campo repentinamente llorando antes de un Parma - Brescia cuando se le informó de la muerte en la carretera de su compañero de equipo Vittorio Mero.
El hombre tímido, pero pasional, fuerte, marcado por los grandes enfrentamientos y peleas que vivió a lo largo de su carrera, sobre todo con sus entrenadores.
El hombre que conoció el significado del éxito en toda su dimensión en aquel Mundial de Estados Unidos en 1994 gracias a su capacidad para desmarcarse y su frialdad en la definición, pero que falló el penalti decisivo de la tanda de una final que él jugó milagrosamente, después de (UNA VEZ MÁS) lesionarse en la semifinal ante Bulgaria en la que marcó los dos goles de los italianos.
Lo había predecido pocos días antes su amigo Daisaku Ikeda, el filósofo y maestro budista japonés (Baggio descubrió el Budismo en su primera lesión grave de rodilla), cuando aterrizó en Estados Unidos: “Baggio ganará o perderá la Copa del Mundo en el último segundo”.
Y así fue.
Un último segundo que todavía le persigue y que, al igual que todos los acontecimientos que se convierten en el clímax de nuestra existencia, explica lo que somos mucho tiempo después: hace apenas unos meses, Baggio reconoció que a veces antes de dormir sigue pensando en ese penalti y que, en la actualidad, vive alejado del fútbol porque después de fallar esa pena máxima tenía un gran deseo de venganza.
Y cualquier budista como Baggio sabe que la venganza no es cosa del hombre, sino de las leyes del karma.
III. Un inciso: el comentarista de la RAI en aquel Mundial de Italia 1990 en el que yo me enamoré de Baggio era Agostino Di Bartolomei, nacido en Roma y cuya historia, en el éxito y en el fracaso, va íntima y eternamente ligada, en general, al césped del Stadio Olimpico y, en concreto, a una fecha, el 30 de mayo de 1984.
Aquel día, en su ciudad, en su estadio y ante (mayoritariamente) su público, la Associazione Sportiva Roma, el club al que entró a jugar Di Bartolomei quince años antes cuando tenía catorce años de edad, disputó ante el Liverpool Football Club la hasta ahora única final de la Copa de Europa de su historia. Se trata, probablemente, de una final que todos recordáis, ya que fue la primera final de una Copa de Europa que se decidió por penalties. Di Bartolomei, por ejemplo, con el brazalete de capitán en el brazo izquierdo, anotó el suyo con un disparo fuerte al centro de la portería, pero el gran protagonista de la tanda fue el sudafricano nacionalizado zimbabuense Bruce Grobbelaar, el guardameta de los ingleses, y sus bailes temblorosos sobre la línea de gol antes de los lanzamientos.
Al final, el Liverpool ganó y la AS Roma lloró, especialmente en el caso de Di Bartolomei, que nunca superó lo que ocurrió ese día en el Stadio Olimpico ante los aficionados que le habían idolatrado durante tantos años, ante los mismos aficionados con los que él había compartido asiento en la Curva Sud antes de llegar al primer equipo romanista.
No en vano, esa fue la última temporada en la AS Roma de un Di Bartolomei que no volvería a ser ya el mismo jugador ni en el Milan, ni en el Cesena, ni en la Salernitana. Una vez retirado, en el año 1990, Di Bartolomei tampoco encontró la forma de olvidar ese partido, ni en su breve etapa de comentarista televisivo (siempre fue parco en palabras e introspectivo, dedicado al arte, la pintura, la lectura y la música), ni en sus inversiones en bolsa (que fracasaron), ni en la creación de una escuela de futbolistas para jóvenes, y finalmente la depresión, esa enfermedad que permanece agazapada para asaltarnos cuando menos lo esperamos, se apoderó de él hasta que el 30 de mayo de 1994, poco más de mes y medio antes de que Baggio fallara ese penalti en Estados Unidos, justo exactamente diez años después de que Grobbelaar se convirtiera en el protagonista de esa tanda en el Stadio Olimpico y la pena eterna destrozara a Di Bartolomei, el excapitán romanista, olvidado por el mundo del fútbol, se quitó la vida en su casa en San Marco di Castellabate: se despertó, salió al balcón con una pistola Smith & Wesson del calibre 38, apuntó a su corazón y disparó su arma para fallecer al instante y conmocionar a una Italia que apenas unos días antes había estrenado nuevo primer ministro (Silvio Berlusconi) y que todavía no se había recuperado de la muerte, el primer día de ese infausto mes de mayo, de Ayrton Senna en aquel maldito accidente en Imola.
“Me siento encerrado en un agujero”, fue la única explicación que dejó Di Bartolomei en una nota sobre un suicidio que, como sucede habitualmente, en realidad fue un suceso que no se puede explicar.
IV. Por si hay alguien leyendo que no le conoció sobre un campo de fútbol, esto fue, en palabras de los demás, Roberto Baggio:
El mesías* y maestro Enric González: “En Italia, ahora, hay otro aspirante a lo imposible: Roberto Baggio, de 37 años, quiere jugar con la selección el próximo Europeo. Está salvando al Brescia del descenso, marca goles (ayer otro, de falta), juega 90 minutos sin problemas y sigue siendo, Totti aparte, el italiano que mejor imagina el juego y mejor sabe tratar un balón. ¿Y si Baggio fuera a Portugal? Uno se pregunta por qué no”.
Carlo Mazzone, el longevo entrenador romano: “Esta es la historia de la marginación de Roberto Baggio. ¿Por qué fue marginado? Dijeron que estaba roto. Un par de entrenadores importantes lo habían quemado. Maldad... Durante años, Roberto había tenido una rodilla que lo hizo sentir preocupado, pero se trató a sí mismo. Se presentaba a entrenar una hora antes para hacer fisioterapia y fortalecimiento y era el último en abandonar el campo. Y luego los encuentros con él se convirtieron en poesía... ¿Qué representó Baggio en mi carrera? Él me hizo hermoso el final. Fui un entrenador afortunado: vivir la puesta de sol de mi profesión con él fue una experiencia magnífica. ¿Fue difícil de manejar? Administrar a Roby fue muy fácil. Era silencioso, cortés, respetuoso, humilde. Nunca hizo que su grandeza pesara. Era un amigo que me hizo ganar el domingo. Baggio fue uno de los mejores futbolistas italianos de la historia. Pero era mayor como hombre. Sí, puedo decirlo: el hombre supera al jugador”.
Gianni Rivera, la leyenda del fútbol italiano: “Baggio es el único futbolista que no puede dejarme cambiar de canal en la televisión: es el último romántico del fútbol”.
Leonardo, rival y nunca compañero en ningún equipo: “Es una leyenda viva, un símbolo de dos generaciones: con su simplicidad y su talento infinito ha marcado el fútbol italiano”.
Lucio Dalla, músico y poeta: “Te sientes como un niño viendo jugar a Baggio. Es lo imposible lo que se hace posible. Baggio es una nevada que ha caído desde una puerta abierta en el cielo”.
Gianni Brera, periodista y escritor: “Baggio es un as rococó: hace un regate incluso en el café con leche”.
Gigi Maifredi, exentrenador del Albacete Balompié: “Mi sueño no era entrenar a un gran equipo, sino a un gran equipo donde Baggio jugaba”.
Roberto Benigni, actor y director de cine: “Baggio es una mezcla entre Rudolf Nureyev y Lorella Cuccarini”.
Stephen Appiah, que jugó con él en el Brescia: “Inmediatamente llamé a mi padre para decirle que ahora soy un gran jugador porque juego con Roby”.
Pelé, que aseguró que Baggio era un brasileño nacido por error en Europa: “Baggio es una leyenda y es agradable vivirlo con su simplicidad, su talento ha marcado el fútbol italiano”.
Platini: “Baggio no es un diez, sino más bien un 9.5”.
Guardiola: “Roby regala alegría”.
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Yo, si se me permite: “Baggio es un ilusionista, un truco de magia, el material escapista que contradice entre sueños lo que todos esperamos que ocurra al segundo siguiente en la realidad”.
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Es completamente extraño e irracional el lugar del que surgen los ídolos de nuestra infancia, pero más todavía lo es la posición de privilegio que ocupan después a lo largo de toda nuestra vida.
O, tal vez, esa afirmación no sea verdad y se trate solo de recuerdos nostálgicos de niños que se hicieron hombres en la década de los noventa y que, muchos años después, se niegan a superar su síndrome de Peter Pan cuando, de hecho, es en lo único en lo que deberían gastar el tiempo que les queda por vivir.
Ya lo dijo Roberto Baggio, con lágrimas en los ojos, aquel lejano día en aquel inmenso estadio de Pasadena (California): “Los penalties los fallan únicamente aquellos que tienen el coraje de lanzarlos”.
* Si, para mí, Posnanski es dios, entonces el maestro Enric González ha de ser obligatoriamente el mesías, porque ambos son los dos periodistas que más he seguido, me han marcado, he disfrutado y he respetado a este y al otro lado del Océano Atlántico.
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Suelo escribir siempre con música, así que he decidido que voy a poner alguna de las canciones que ha sonado mientras estaba escribiendo el texto. Como, por ejemplo, ésta:
Me enamoré de Baggio cuando apenas tenía 5 años y alucinaba viendo jugadores extranjeros en la tele. Ese aspecto de un tipo con perilla, una trencita, melenita... Era todo muy llamativo para mí, y cuando le veía hacer las cosas que hacía, me quedaba mirando como si fuera lo normal. Lo que pasa es que luego seguía viendo fútbol, y el resto de jugadores, además de no molar tanto como él, no podían hacer esas cosas tan asombrosas que él hacía. Y claro, un chavalín que empezaba a ver deporte, se empezó a ilusionar con el mago italiano.