I. A principio de la década de los cincuenta, Haskell Cohen, director de Relaciones Públicas de la NBA, pensó que la celebración de un partido entre los mejores jugadores de la competición aumentaría el interés del público en esa liga de reciente creación. Maurice Podoloff, primer presidente de la NBA, no pareció especialmente convencido. Por el contrario, Walter A. Brown, dueño de los Boston Celtics, se mostró tan excitado con la idea que ofreció el Boston Garden como sede del encuentro e, incluso, decidió que cubriría con su dinero cualquier supuesta pérdida económica que el evento pudiera provocar a la National Basketball Association.
No le hizo falta: ese partido fue un rotundo éxito.
El viernes 2 de marzo de 1951, 10.094 personas, un número casi tres veces por encima de los 3.500 asistentes de media en los partidos de esa temporada, se dieron cita en las gradas del Boston Garden en el primer All-Star Game de la historia de la NBA, que acabó con victoria de la Conferencia Este contra la Conferencia Oeste por 111-94. Ed Macauley, de los propios Celtics, fue elegido mejor jugador de un partido entre los mejores que recibió las críticas de algunos periodistas por (¿tal vez os suene?) convertirse en una especie de concurso de lanzamientos a canasta sin competitividad alguna. Precisamente, los periodistas y no los aficionados habían sido los encargados de elegir a los participantes con una única regla: no podían votar a los jugadores del equipo de su ciudad.
Por el Este, además de Macauley, Vince Boryla y Dick McGuire (ambos de los New York Knickerbockers) y Dolph Schayes (Syracuse Nationals) fueron escogidos por unanimidad. Les acompañaron tres jugadores de los Philadelphia Warriors (Joe Fulks, Paul Arizin y Andy Phillip), otro de los Celtics (Bob Cousy), otro de los Knicks (Harry Gallatin) y uno de los Baltimore Bullets (Red Rocha). Joe Lapchick, también de los Knickerbockers, fue el entrenador.
Por el Oeste, hasta siete jugadores fueron seleccionados de forma unánime por los periodistas: Alex Groza y Ralph Beard (Indianapolis Olympians), George Mikan y Vern Mikkelsen (Minneapolis Lakers), Bob Davies (Rochester Royals), Fred Schaus (Fort Wayne Pistons) y Frank Brian (Tri-Cities Blackhawks). Otro jugador de los Blackhawks (Dwight Eddleman), otro de los Pistons (Larry Foust) y otro de los Lakers (Jim Pollard) completaron un equipo entrenado por John Kundla, el técnico de los citados Lakers.
Al año siguiente, en su segunda edición, el All-Star volvió a Boston y al Garden. Y en 1957. Y en 1964 también, por cuarta vez en sus catorce primeras ediciones.
Desde entonces, ya ha transcurrido más de medio siglo y el partido de las estrellas de la NBA sigue celebrándose cada año (a excepción de 1999 por el lockout) sin hacer nunca parada en Boston.
Foto: Associated Press.
II. Si alguna vez queréis leer algún texto sobre el último partido de la carrera profesional de una leyenda deportiva supongo que ‘Hub fans bid kid adieu’, el ensayo del escritor John Updike que The New Yorker publicó el 22 de octubre de 1960, sería una elección exquisita (os lo pongo fácil, aquí lo tenéis, en inglés). En él, Updike escribe sobre la retirada de Ted Williams, la leyenda de los Red Sox, en un partido que se disputó en la tarde del miércoles 28 de septiembre de 1960 en Fenway Park ante los Baltimore Orioles y que acabó con victoria local (5-4).
Updike escribe sobre las particulares de Fenway, el estadio de béisbol más antiguo de Estados Unidos: “Fue construido en 1912 y reconstruido en 1934, y ofrece, como la mayoría de los artefactos de Boston, un compromiso entre las determinaciones euclidianas del hombre y las seductoras irregularidades de la naturaleza. Su jardín derecho es uno de los más profundos de la Liga Americana, mientras que su jardín izquierdo es el más corto; el alto muro del jardín izquierdo, a trescientos quince pies del plato de home a lo largo de la línea de foul, prácticamente empuja hacia su superficie a los bateadores diestros”.
Sobre el motivo de ir a ese encuentro: “Yo, y otras 10.453 personas, nos presentamos a ese partido principalmente porque ese fue el último partido en casa de los Red Sox de la temporada y, por lo tanto, la última vez en toda la eternidad que su jardinero izquierdo habitual, conocido en los titulares como Ted, Chico, Astilla, Golpeador, TW, y, lo más empalagoso, misTer Maravilloso, jugaría en Boston. ‘¿Qué vamos a hacer sin Ted? Los aficionados se preguntan’, decía el titular de un periódico que leía un fumador de puro con nariz de bombilla que estaba a unas pocas filas de distancia”.
Sobre la relación de Ted Williams con la ciudad: “El romance de Boston y Ted Williams no ha sido un simple romance de verano; ha sido un matrimonio, compuesto de disputas, decepciones mutuas y, hacia el final, un apacible conjunto de recuerdos compartidos. Se divide en tres etapas, que pueden denominarse Juventud, Madurez y Vejez; o Tesis, Antítesis y Síntesis; o Jasón, Aquiles y Néstor”.
Sobre la personalidad de Ted Williams: “La grandeza necesariamente atrae a los desacreditadores, pero en el caso de Williams la hostilidad ha sido sistemática y enfurecida. Su ofensa básica contra los fans ha sido desear que no estuvieran allí. Buscando el vacío de un perfeccionista, él ha deseado quijotescamente separar el juego en el campo del público que paga y la publicidad que lo respalda. De ahí su negativa a saludar con su gorra ante la multitud o poner la otra mejilla a los periodistas”.
Sobre lo que Williams supuso para él cuando era niño: “Para mí, Williams es el beisbolista clásico del partido en un caluroso día laborable de agosto, ante una pequeña multitud, cuando lo único que está en juego es la mínima diferencia entre una cosa bien hecha y otra mal. El béisbol es un juego de larga temporada, de promedio incesante y gradual. La irrelevancia -dado que el punto de referencia de la mayoría de juegos individuales es remoto y estadístico- siempre amenaza su interés, que puede ser mantenido no por los actos heroicos ocasionales de los que se alimentan los periodistas deportivos, sino por los jugadores que siempre se preocupan; aquellos que se preocupan, es decir, sobre sí mismos y su arte”.
Sobre la soledad del béisbol: “Pero de todos los deportes de equipo, el béisbol, con sus elegantes intermitencias de acción, su campo inmenso y tranquilo escasamente poblado de hombres preparados vestidos de blanco, sus matemáticas imparciales, me parece más adecuado para alojar, y ser adornado, por un solitario. Es un deporte esencialmente solitario”.
Sobre la persistencia de la estrella de los Red Sox: “Cuando fuí a la universidad, cerca de Boston, las estrellas menores que Yawkey había reunido alrededor de Williams se habían desvanecido, y su artesanía, su orgullo riguroso, se había convertido en una especie de heroísmo. Este jugador frágil y temperamental desarrolló una inesperada cualidad de persistencia. Él siempre estaba regresando -de Corea, de una clavícula rota, de un codo destrozado, un talón magullado, de drásticos ataques de gripe e intoxicación con tomaínas-. Apenas pasó una temporada sin algún percance debilitador, sin embargo, él siempre regresaba y siempre se parecía a él mismo”.
Sobre la capacidad que tiene el béisbol para ilusionar a los aficionados: “Humillado por su temporada del 59, Williams decidió, una vez más, regresar. Yo, como ejemplar partidario de Williams, estaba feliz y temeroso. Todos los fanáticos del béisbol creemos en los milagros; la pregunta es, ¿en cuántos milagros creemos?”.
Sobre el homenaje a Ted Williams antes del inicio del encuentro: “Una pequeña y apretada bandada de gorriones humanos que, desde el color rosado y cuidado de sus rostros, solamente podían ser políticos de Boston moviéndose hacia el plato. Los altavoces tosieron de forma descomunal cuando alguien resopló por el micrófono. Comenzaron las ceremonias. Curt Gowdy, el locutor de radio y televisión de los Red Sox, que suena como el cuñado de todo el mundo, pronunció un breve sermón, utilizando las palabras ‘orgullo’ y ‘campeón’ en su texto. Comenzó, ‘Hace veintiún años, un niño flaco de San Diego, California…’ y terminó, ‘No creó que alguna vez veamos a otro como él”.
Sobre el discurso de Ted Williams: “… Y fueron cosas terribles’, insistió Williams, con melancolía, en el micrófono. ‘Me gustaría olvidarlas, pero no puedo’. Hizo una pausa, se tragó sus recuerdos, y continuó, ‘Quiero decir que mis años en Boston ha sido lo mejor de mi vida’. La multitud, como una inmensa vela inerte en un cambio de viento, suspiró con alivio”.
Sobre el aplauso de la grada de Fenway a Ted Williams en la octava entrada cuando se acercó por última vez en toda su trayectoria al plato para su turno de bateo: “Era casi seguro la última vez que iba al plato en Fenway Park, y en lugar de simplemente alentarle, como lo habíamos hecho en sus tres apariciones anteriores, nos pusimos de pie, todos nosotros, de pie y aplaudimos. ¿Alguna vez habéis escuchado aplausos en un estadio de béisbol? Solamente aplausos -no gritos, ni silbidos, solamente un océano de palmadas, minuto tras minuto, ráfaga tras ráfaga, aglomerarse y correr juntos en sucesión continua como los empujones de las olas al borde de la arena-. Fue un tumulto sombrío y considerado. No había ningún abucheo en él. Parecía renovarse a partir de un conjunto cambiante de recuerdos a medida que el niño, el infante de la marina, el veterano de disputas y fracasos y lesiones, el amigo de los niños, y el viejo profesional perdurable evolucionaban por el brillante túnel de veintiún veranos hacia este momento”.
Sobre las ilusiones que nuestros ídolos (y el deporte) nos crean: “Entended que éramos una multitud de personas racionales. Sabíamos que un home run no se puede producir a voluntad; el lanzamiento correcto debe encontrarse perfectamente y la suerte tiene que cabalgar con la pelota. Tres entradas antes, habíamos visto fallar un valiente esfuerzo. El aire estaba empapado; la temporada estaba agotada. Sin embargo, siempre estaremos al acecho, alrededor de una esquina en un bolsillo de nuestro conocimiento de las probabilidades, una esperanza indefendible, y este era uno de los momentos, que de vez en cuando se encuentra en los deportes, cuando una densidad de expectación cuelga en el aire y se saca de la manga un acontecimiento del futuro”.
Y, especialmente, sobre el home run que conectó Ted Williams en su último turno de bateo tras más de dos décadas de trayectoria profesional: “Fisher lanzó por tercera vez, Williams volvió a batear y allí estaba. La pelota trepó en una línea diagonal hacia el vasto volumen del aire sobre el jardín central. Desde mi ángulo, detrás de la tercera base, la pelota parecía menos un objeto en vuelo que la punta de una construcción elevada e inmóvil, como la Torre Eiffel o el Puente Tappan Zee. Estaba en los libros mientras estaba todavía en el cielo. Brandt corrió de regreso al rincón más profundo de la hierba del jardín; la pelota descendió más allá de su alcance y golpeó en la bifurcación en la que el bullpen se encontró con la pared, rebotó con fuerza, y, hasta donde pude ver, se desvaneció”.
Y añadió: “Como una pluma atrapada en un vórtice, Williams corrió alrededor del cuadro de las bases en el centro de nuestros suplicantes gritos. Corrió como siempre corría los home runs -apresuradamente, sin sonreír, con la cabeza gacha, como si nuestro elogio fuera una tormenta de lluvia de la que escapar-. No saludó con su gorra. Aunque golpeamos, lloramos y cantamos ‘Queremos a Ted’ durante minutos después de que se escondiera en el banquillo, él no regresó. Nuestro ruido durante unos segundos pasó más allá de la emoción a una especie de inmensa angustia abierta, un lamento, un grito para ser salvado. Pero la inmortalidad es intransferible. Los periódicos dijeron que los otros jugadores, e incluso los árbitros sobre el campo, le rogaron que saliera y nos reconociera de alguna manera, pero él nunca lo hizo y tampoco esa vez. Los Dioses no responden cartas”.
A veces, solo a veces, muy pocas veces, que se pueden contar con los dedos de una mano, los finales suceden tal y como nos los habíamos imaginado.
Foto: Stanley Forman.
III. Se suele decir que la tradición de fumarse el puro de la victoria en el deporte estadounidense, un ritual al que todos se apuntan, desde Michael Jordan a Steph Curry, desde LeBron James a (el último) Joe Burrow, la comenzó Red Auerbach con su dinastía en los Boston Celtics en la década de los sesenta, cuando el equipo bostoniano ganó nueve títulos de la NBA con él como técnico desde 1957 a 1966. A esa tradición se la denominó “Kiss my ash (Besa mi ceniza)”, en un guiño claro a la conocida expresión “Kiss my ass (Bésame el culo)”. Básicamente, consistía en un acto de pavoneo, en una ostentación, en dejar clara la grandeza y el lucimiento de su equipo ante sus rivales: cuando los partidos estaban a punto de acabar y la victoria de sus Celtics era irremediable, Auerbach se encendía un puro en el banquillo. Sin embargo, el propio Auerbach negó décadas después en la revista Cigar Aficionado que el “Kiss my ash” empezara como una forma de burlarse de sus rivales. “Todo se reduce a esto. Solía odiar a esos entrenadores universitarios o cualquier entrenador que tenían 25 puntos de ventaja a falta de tres minutos para el final y están ahí gritando y entrenando porque están en la televisión y quieren ver su imagen allí y quieren reconocimiento. Para mí el partido estaba terminado. El trabajo diario está hecho. Preocúpate por el próximo partido. Ese partido está terminado. Así que me encendía un puro, me sentaba en el banquillo y simplemente lo miraba. El partido había terminado para todos los efectos posibles. No quería restregar nada a nadie, ni mostrarle lo gran entrenador que era cuando tenía 25 puntos de ventaja. ¿Por qué? ¿Tengo que ganar de 30? ¿Qué demonios significa esa diferencia de puntos?”, explicó.
Sean o no ciertas sus palabras, lo que sí que es innegable es que, en total, los Celtics ganaron 16 de sus 17 anillos con Red Auerbach en su organización, ya fuera como entrenador, mánager general o presidente.
Y, pese a ello, como adoro las contradicciones, los contextos y las narrativas, yo estoy aquí para hablaros de racismo.
En esos contextos y narrativas, se suele decir, especialmente tras las finales de los Celtics y de los Lakers en la década de los años ochenta, que Boston es, entre las poblaciones más importantes del país, la ciudad más racista de todo Estados Unidos. El argumento es bastante fácil de vender: las estrellas de los Lakers eran Magic Johnson y Kareem Abdul-Jabbar, las de los Celtics eran Larry Bird y Kevin McHale. Poco importa que en la cancha el conjunto bostoniano tuviera también a jugadores afroamericanos como Robert Parish, Cedric Maxwell, Dennis Johnson y M.L. Carr o que el entrenador de los Celtics fuera K.C. Jones y no Pat Riley. En realidad, la aceptación general de Boston como ciudad racista tiene una explicación lógica, incluso en la actualidad:
Según el US Census Bureau, en la década de los cincuenta casi el 95% de su población estaba formada por personas blancas.
Desde el año 2014, jugadores como P.K. Subban, Adam Jones o DeMarcus Cousins, todos ellos afroamericanos, han sufrido graves ataques racistas de los aficionados bostonianos cuando se han enfrentado a equipos de Boston en la NHL, MLB y NBA.
En 2017, según una encuesta a nivel nacional coordinada por The Boston Globe, la ciudad de Boston fue considerada por la población afroamericana como la ciudad de las ocho más importantes de Estados Unidos menos acogedora para la gente de color.
Hay, de hecho, una imagen que siempre ilustra la condición de Boston como ciudad racista (Spike Lee, el famoso director de cine, la eligió en la revista Time como la instantánea que más le había influenciado en su vida). Se trata de una espeluznante fotografía que hizo el fotoperiodista Stanley Forman en 1976 y en la que se ve a un hombre blanco embistiendo con el extremo de un mástil con la bandera estadounidense a un hombre afroamericano en una protesta contra la orden de acabar con la segregación en los autobuses de los colegios públicos.
Desde entonces y para siempre, Boston es racista.
En cualquier caso, como acostumbro a deciros por aquí, la vida y el mundo son dinámicos, lo que hace que todo sea bastante más complicado y casi nunca nada pueda simplificarse para que cuadre en esta época de mensajes binarios, en este juego de opuestos que nos ha tocado vivir.
Es decir, desde entonces y para siempre, también alguien podría decir que Boston no es racista:
Porque, en el año 2010 y según el US Census Bureau, Boston contaba ya con únicamente un 47% de personas blancas, seguidas por un 24% de población afroamericana, un 17% de población latina y casi un 9% de población asiática.
Porque si bien los Red Sox fueron el último equipo de la MLB en contar con un jugador afroamericano (Pumpsie Green en 1959, doce años después de Jackie Robinson en los Brooklyn Dodgers), los Celtics fueron el primer equipo de la NBA en seleccionar a un jugador afroamericano al elegir en el número 14 del draft de 1950 a Chuck Cooper.
Porque, en 1956, los Celtics se convirtieron en el primer equipo en contar con una gran estrella afroamericana tras seleccionar en el número 2 del draft a Bill Russell después de traspasar a Cliff Hagan y al hasta entonces seis veces all-star Ed Macauley (ambos jugadores blancos) para poder hacerse con el citado número dos del draft.
Porque el 26 de diciembre de 1964 los Celtics fueron el primer equipo de la historia de las grandes ligas norteamericanas en presentar una alineación titular completamente afroamericana (K.C. Jones, Sam Jones, Willie Naulls, Satch Sanders y Bill Russell) en un partido contra los St. Louis Hawks.
Porque en la temporada 1966-1967 los Celtics se convirtieron en el primer equipo de la historia de la NBA en contratar a un entrenador afroamericano, el citado Bill Russell, que fue entrenador-jugador hasta 1969.
Porque en toda la historia de la NBA únicamente seis entrenadores afroamericanos han conseguido proclamarse campeones y tres de ellos lo han sido con los Celtics (Bill Russell, K.C. Jones y Doc Rivers).
Pese a tener tras de sí una vitola de equipo racista, ninguna franquicia de la historia de las grandes ligas ha roto más barreras raciales que los Boston Celtics, ni siquiera los Brooklyn Dodgers con Jackie Robinson, y el mérito de ello recae, precisamente, en la eterna figura de Red Auerbach.
Y, encima, lo logró en una época y en una ciudad en la que su máxima estrella, Bill Russell, podía estar recibiendo un homenaje en un club de campo de Reading, la localidad veinte kilómetros al norte de Boston en la que residía, mientras que al mismo tiempo unos vándalos destrozaban su casa, pintaban con espray la palabra “negro” en las paredes, destrozaban sus trofeos y defecaban en diversas estancias, incluida su cama.
La sociedad es tan contradictoria que nadie debería atreverse a proclamar sentencias categóricas.
Foto: Kathryn Riley/Getty Images.
IV. El primer día del año 2000, 70.461 personas acudieron al (por entonces) Pro Player Stadium en Miami Gardens (Florida) para presenciar la FedEx Orange Bowl que enfrentó a la Universidad de Michigan y a la Universidad de Alabama y que acabó con una victoria mínima de los Wolverines en la prórroga (35-34) después de que los Crimson Tide fallaran el punto extra que hubiera empatado el encuentro.
Antes de que eso ocurriera, el quarterback de Michigan, un senior que estaba catalogado como proyecto de jugador que podía ser bueno pero no excepcional, había liderado a su equipo para equilibrar el partido a base de pases después de ir perdiendo de catorce puntos hasta en dos ocasiones y que la defensa de Alabama maniatara por completo el juego de carrera de su compañero junior Anthony Thomas, autor de casi el 90% de las yardas terrestres de los Wolverines esa temporada con más de 1.250 yardas conseguidas.
Primero, el QB de la Universidad de Michigan conectó dos pases, uno de 27 yardas y otro de 57 yardas, con su receptor David Terrell para igualar el partido a 14 cuando acababa de comenzar el tercer cuarto. Después, el citado quarterback conectó un nuevo pase de 20 yardas al propio Terrell y lideró un drive que culminó con una carrera de tres yardas de Anthony Thomas para equilibrar otra vez el partido a 28 a falta de poco más de un minuto para el final de ese tercer parcial. Por último, el QB de los Wolverines conectó un pase de 25 yardas con Shawn Thompson en la prórroga que puso por primera vez por delante a la Universidad de Michigan (35-28).
En la primera mitad, el QB de los Wolverines lanzó quince veces el balón, con una media de únicamente 5.1 yardas por intento. Sin embargo, a partir del descanso, lanzó 31 veces el balón, con una media de 9.4 yardas por encuentro. Ya en la prórroga, completó 4 de los 6 pases que intentó en su último drive, incluido el (a la postre) pase definitivo a su tight end Shawn Thompson.
En total, el quarterback de Michigan realizó en ese partido sus mejores estadísticas en sus cuatro años universitarios, con 34 pases completados, 369 yardas de pase y 4 pases de touchdown.
Poco más de cuatro meses después de ese encuentro, aquel quarterback fue seleccionado en la sexta ronda del draft con el número 199. Fue el séptimo quarterback en ser seleccionado, por detrás de Chad Pennington (ronda 1, número 18), Giovanni Carmazzi (ronda 3, número 65), Chris Redman (ronda 3, número 75), Tee Martin (ronda 5, número 163), Marc Bulger (ronda 6, número 168) y Spergon Wynn (ronda 6, número 183). Lo seleccionaron los New England Patriots, que estrenaban esa temporada un nuevo entrenador jefe.
Aquel entrenador se llamaba Bill Belichick.
Aquel quarterback se llamaba Tom Brady.
Así empezó la exitosa B&B Limited Co. que, veinte años después, se traduce en más de 250 partidos ganados, 17 campeonatos de división y otras tantas presencias en la postemporada, nueve campeonatos de conferencia y seis títulos de la Superbowl.
Que, veinte años después, se traduce en ser la única dinastía de un deporte en el que no tienen cabida las dinastías.
Ahora, de hecho, esa dinastía ya no estará más.
Tom Brady se va y las estrellas siguen pasando sin hacer nunca parada en Boston.
Le roi est mort… vive le roi?
COMPARTE EL TEXTO EN REDES SOCIALES Y SUSCRÍBETE GRATUITAMENTE SI QUIERES RECIBIR TODAS LAS NOVEDADES DE WOLCOTT FIELD.
Por si queréis algo más sobre los Red Sox y el racismo
https://www.ivoox.com/equipo-mas-racista-america-audios-mp3_rf_25697885_1.html
Recuerdo haber visto el partido de homenaje a Ted Williams, en que selló un pacto de amor eterno con la afición de Red Sox quitándose por fin la gorra para agradecer la atronadora ovación que estaba recibiendo. Del béisbol siempre me has fascinado esos grandes héroes para sus aficiones que hacen carreras maravillosas en equipos perdedores, mientras los de postín darían cualquier cosa por tenerlos en sus Rosters. De estos recuerdo especialmente a Tony Gwinn parado en el plato, haciendo fouls hasta que el lanzador se aburriera y le lanzara una pelota buena, o reconociera su derrota concediéndole por fin la base por bolas. También recuerdo otros bateadores exquisitos como Mark Grace, en Cubs; Edgar Martínez, en Mariners o el indestructible Carl Ripken Jr. Y su swing bajo a perfil cambiado, que luego veríamos en Jeter; de los bateadores de poder duraderos recuerdo a Frank Thomas o el también incombustible Jim Thome, de entre esos profesionales como la copa de un pino que diría Pepe brasin, que nos han hecho amar este deporte.