I. Se suele decir desde prácticamente siempre que The Masters se puede resumir en lo que sucede en los últimos nueve hoyos de la jornada del domingo, cuando Camellia, el hoyo 10 del mítico campo de Augusta, hace su acto de aparición, pero lo que no tanta gente sabe es que en realidad Camellia fue el primer hoyo del recorrido hasta el año 1935. En la actualidad, ese dato no deja de ser una anécdota del pasado en un hoyo par 4 de 495 yardas que tradicionalmente, ayer, hoy y siempre, fue considerado por los profesionales como uno de los más complicados. Las estadísticas, en este caso concreto, les dan la razón: en toda la historia del torneo se han necesitado 4.31 golpes de media para poder superarlo, lo que le convierte, según los números, en el hoyo más difícil del Augusta National.
Tal vez se deba a su largo recorrido que se juega en un descenso de forma abrupta, con el terreno hundiéndose cuesta abajo entre las camellias japonicas, los arbustos de hoja perenne pertenecientes a la familia de las teáceas que son originarios de China y de Japón, y que dan nombre a ese hoyo en el que predominan las flores rojas y rosáceas.
O quizá es por el búnker central que se sitúa antes del green y que hasta que movieron el citado green en 1937 estaba colocado de forma estratégica a la izquierda del mismo.
O, definitivamente, lo más seguro es que sea por los drives interminables que desaparecen por el aire cuando la calle gira hacia su izquierda.
En ese hoyo, los golfistas profesionales suelen contar que hay que intentar buscar el centro izquierdo del green para conseguir el mejor ángulo en una zona de pateo que se inclina de derecha a izquierda.
Como sucede habitualmente, la teoría es relativamente fácil.
Como sucede habitualmente, la práctica no lo es tanto.
Y menos en una tarde de domingo en abril cuando buscas ponerte una chaqueta verde, cuando tienes al alcance de tu mano el sueño que lleva persiguiéndote desde que eras apenas un crío.
Por ejemplo, Jordan Spieth, en la edición de 2015, fue el primer campeón en el siglo XXI en conseguir hacer un birdie en su ronda final en el hoyo 10 del Augusta National.
Ese día habían pasado dieciséis años ya desde que otro campeón también había conseguido hacer un birdie en Camellia en su ronda final de The Masters.
Fue en una ventosa tarde del año 1999 en la que los greens estaban tan duros que patear se convirtió en una mezcla de angustia y de suplicio, en una pizca de tormento y otra porción de congoja.
Sin embargo, hubo un golfista que abrió sus últimos nueve hoyos en el hoyo 10 con un birdie (solamente fue el tercer birdie de todo el día en Camellia) tras un putt de cuatro metros y que terminó con 33 golpes esos nueve hoyos para proclamarse por segunda vez campeón de The Masters.
Se llamaba José María Olazábal y era absolutamente brillante con los hierros.
Se llamaba José María Olazábal y era, simple y sencillamente, brillante.
II. Pero si quiero hablaros del viento lo mejor será que me desplace hasta el extremo más alejado del recorrido del Augusta National, a aquella esquina a la que Herbert Warren Wind, qué apellido si no, denominó Amen Corner en aquel texto de Sports Illustrated en 1958 por esa canción de jazz de los años treinta.
Allí, el viento no es un factor fortuito, casual, sino que es una desgracia sempiterna, un infortunio inmortal.
Supongo que los golfistas irán pensando en ello cuando caminan concentrados hacia el hoyo 11, en ese espacio angosto, pequeño, intimidados por la multitud de personas que se congregan a su alrededor en el tee. White Dogwood, ese par 4 de 505 yardas, tiene también su salida cuesta abajo, pero luego sube una colina y se dibuja de izquierda a derecha. La panorámica de su green es de sobra conocida: el lago a la siniestra, el búnker a la diestra y, mientras su agua sigue el curso de la corriente, el arroyo Rae’s Creek a la espalda, todos ellos esperando deseosos los lanzamientos que, debido al aire y a la elevación, se desvían desde lo alto de la colina. Es, según las estadísticas, el segundo hoyo más complicado del recorrido (se han necesitado una media de 4.29 golpes para superarlo a lo largo de toda la historia), lo que hace que la mayoría de golfistas jueguen sobre seguro: llegar al green por su lado derecho y, en caso de fallar el putt, tener todavía un golpe para lograr el par y rezar para que la bandera no esté colocada en su parte posterior porque, de ser así, entonces el bogey es prácticamente innegociable.
Aunque, claro, siempre hay algún jugador al que le falla esa táctica y que tiene que recurrir a golpes creativos y divertidos para escapar del peligro, como aquel chip milagroso de birdie de más de 40 metros en la edición de 1987 que permitió a Larry Mize derrotar a Greg Norman y que le convirtió en el único jugador nacido en Augusta en ganar The Masters en aquel playoff de desempate en el que añorado Seve Ballesteros, ídolo de ídolos, perseguía su tercera chaqueta verde.
Y por si fuera poco, justo después, aparece ante nuestra vista Golden Bell, el hoyo 12, y las flores amarillas de esos árboles resistentes y caducifolios que proceden del Lejano Oriente.
Nadie ha definido de manera más certera ese par 3 de 155 yardas, el par 3 más corto de todo el campo, que Rick Reilly en aquel texto en Sports Illustrated en 1990: “No, el mejor hoyo del país es un infernal, maravilloso, aterrador, simple, traicionero, imposible, perfecto, directo a las muelas par 3. Es un hoyo que juegas con un hierro 7, una cuña de arena y ocho semanas de clases de buceo. El mejor hoyo del país es el 12 del Augusta National”, dijo. Y añadió: “Se perdieron más chaquetas verdes en el hoyo 12 que en las tintorerías de la ciudad de Augusta”.
La historia y la narrativa en ese reducido rincón de Augusta son casi tan hermosas como el paisaje: el agua del Rae’s Creek justo por delante de un green protegido por tres búnkers, el puente Ben Hogan a la izquierda y los árboles y las azaleas marcando la frontera de nuestro horizonte.
Y en cada aspiración, el persistente y penetrante hedor de la derrota.
Dicen que la culpa es de las variaciones que presenta el viento en esa esquina en el límite entre Georgia y South Carolina, del efecto remolino causado por los árboles y la situación del hoyo y que puede acelerar hasta el doble la velocidad de la bola, pero, a estas alturas de la historia de la humanidad, todos sabemos de sobra que las desgracias son tan ásperas y desabridas que es inútil intentar explicarlas: da igual el hierro que elijas (lo normal, de un hierro 6 a un hierro 9), Golden Bell es un espíritu que incita al mal, un demonio del inframundo que se presenta ante nosotros disfrazado de ninfa.
Con un green estilizado, estrecho, indescifrable, cargado de peligro.
Con dos búnkers posteriores que conducen a los condenados, como en aquel texto de Edgar Allan Poe, al borde de un precipicio: el green cuesta abajo es veloz y la bola nunca se detiene.
Con una ejecución que resiste al paso del tiempo y al avance del equipamiento (estadísticas: se han necesitado una media de 3.28 golpes para superarlo, el cuarto hoyo más complicado de la historia de The Masters).
Con una ubicación de bandera, especialmente en la ronda final, cuando aparece a la derecha del green, en un pliegue del terreno, imposible de descifrar.
Con un arroyo que circula mientras juega mentalmente con los golfistas.
Jack Nicklaus solía decir que en ese hoyo él siempre apuntaba al centro del green, entre el búnker de delante y el búnker de detrás, estuviera la bandera situada en el lugar que estuviera.
No parece mal consejo: él triunfó el que más entre tantas carreras por el título frustradas.
Como mínimo una por cada año de existencia de ese hoyo.
Aunque a veces Golden Bell no consiguió derrotar a los obstinados: en la edición de 1980, Seve salió de allí con un doble bogey en la ronda final y, aun así, ganó el torneo.
Es lo que tiene la tenacidad, también la garra: cuando el propósito es firme es casi imposible romperlo.
III. Las más de 1.600 azaleas que flanquean desde el tee hasta el green el lado sur del hoyo 13 de The Masters, el hoyo más icónico del recorrido (el puente Byron Nelson a la salida, el afluyente del Rae’s Creek recorriendo el lado sur junto al color rosa de las azaleas) y que debe su nombre a esa planta, presente a lo largo de todo el campo en más de 30 variedades diferentes, esconden una verdad nunca bien ponderada en este mundo de apariencias, de fantoches y de presumidos: alcanzar lo fácil también puede ser divertido. No en vano, lo sencillo requiere también de estrategia: si nos detenemos a pensar en ello, en realidad, siempre puede ocurrir cualquier cosa en cualquier situación.
Así es, por ejemplo, ese par 5 de 510 yardas, el último hoyo de riesgo-recompensa del recorrido (es el segundo hoyo más fácil en toda la historia, sólo se necesitan 4.79 golpes de media para superarlo), el último hoyo diseñado, en su simpleza (originalmente era un hoyo a campo abierto por lo que, prácticamente, Alister MacKenzie lo único que tuvo que hacer es construir un green al otro lado del afluente), para los atrevidos.
Un buen golpe de salida al centro de la calle para llegar en dos golpes a ese green elevado, que se inclina de atrás hacia adelante, con cuatro búnkers por detrás, y conseguir robarle un birdie al campo antes de afrontar el hoyo 14, Chinese Fir, un par 4 de 440 yardas que cuenta con una peculiariedad: desde que se quitara uno en su calle después de The Masters 1952, es el único hoyo del recorrido que no tiene ningún búnker.
A priori, Chinese Fir parece insulso como las discretas flores verdes de esa especie de conífera de hoja perenne que le da nombre, pero una vez más los prejuicios nos engañan: la citada estrategia brilla desde el tee hasta el green, su verdadero desafío.
Se sale con un drive, después se realiza un tiro con un hierro medio y, aunque no hay búnker, el camino que nos espera está lleno de terrazas con un fuerte desnivel de izquierda a derecha: si te quedas corto al llegar al green, hay un frente falso que lanza las bolas hacia atrás colina abajo.
Y, después, ya viene el green, en pendiente hacia la derecha: si golpeas a cualquiera de los dos lados de la cresta en el medio, la velocidad de la bola se dispara e, irremediablemente, dos putt se convierten en tres y en un bogey.
Lo sencillo, dije antes, requiere también de estrategia, de resollar y de transpirar cuando no se puede fallar, y lo dije pensando en Sergio García en The Masters 2017.
En su inolvidable duelo con Justin Rose en el partido estelar.
En su par en el 13 (pese a una penalización por dropaje), su birdie en el 14, su eagle en el 15 y su victoria en el playoff en el 18.
En que, aunque a veces sea tarde, la insistencia y el talento finalmente encuentran su recompensa.
Es, como mínimo, alentador para los que ya hace tiempo que nos hicimos demasiados viejos.
Foto: Neil Leifer
IV. Sí, obvio, pienso escribir sobre Tiger Woods.
Pero antes, una pregunta: ¿sabéis que en algunas regiones mediterráneas a la Cercis siliquastrum se le llama el “Árbol de Judas” porque se cuenta que Judas se colgó de ese árbol cuando traicionó a Jesús y que las flores cambiaron de color blanco a color rojo por su sangre y su vergüenza?
No se si ocurriría así de verdad (o si ocurrió de verdad), pero me parece una anécdota digna de reseñar si el contexto lo requiere.
En cambio, la mayoría de las flores de los Redbud, las Cercis canadensis que dan nombre al hoyo 16 del Augusta National, son de color rosa orquídea. En cualquier caso, es el agua lo que representa a ese par 3 de 170 yardas: el hoyo original de Alister MacKenzie era demasiado fácil y, en 1947, se construyó un lago y se movió el green a la derecha. En la actualidad, el hoyo se juega completamente sobre el agua hasta llegar a un green rodeado por tres búnkers. Es un buen hoyo para lograr tener una oportunidad de birdie: la clave, dicen, es realizar una buena salida. También dicen que su green es realmente divertido: está lleno de contornos diferentes, con una superficie para patear exponencialmente inclinada de derecha a izquierda. Claro que también dicen que cuando la bandera está situada en la parte posterior derecha de divertido no tiene nada, sino que es más bien un castigo.
Tiger Woods lo sabe bien.
Aunque supongo que más la diversión que el castigo.
En The Masters 1997, en su primer major como profesional, comenzó el primer hoyo del torneo con un bogey, pero su exhibición fue tan absoluta que el sábado tenía prácticamente sentenciado su título: al final, se convirtió a sus 21 años en el jugador más joven en ganar un grande después de adjudicarse la chaqueta verde con 18 golpes bajo par y doce golpes de diferencia con el siguiente clasificado (el mayor margen de victoria en un major hasta que él mismo ganó por 15 golpes de diferencia en el US Open 2000).
En The Masters 2001, comenzó el primer hoyo del torneo con un bogey, pero su victoria quedó completamente clara en la ronda final cuando Mickelson y Duval cometieron sendos errores en el hoyo 16 y, de tal modo, se convirtió en el único golfista de la historia en ganar los cuatro Grand Slam de forma consecutiva.
En The Masters 2005, comenzó el primer hoyo del torneo con un bogey, terminó su ronda final con otros dos bogeys en los hoyos 17 y 18 y tuvo que jugar un playoff de dos hoyos más contra DiMarco para convertirse en el único campeón de la historia en conseguir serlo tras hacer bogey en los dos últimos hoyos del torneo y, aunque esto ya no tiene nada que ver con esa efeméride, encima lo logró después de protagonizar, justo en ese hoyo 16, el golpe más famoso de la historia del golf: aquel chip desde el corte del rough, debajo del green, a más de quince metros del hoyo, que tardó exactamente 16.3 segundos en entrar en el agujero para convertir un más que probable bogey en un birdie.
La cronología de ese momento en el que, en palabras de Tiger Woods, “las sombras bajaban a través de los árboles y había un destello de luz” es pura magia, una sucesión de acontecimientos contrarios al entendimiento y a las leyes naturales. Él apuntando hacia esa luz entre dos sombras (su caddie Steve Williams explicó que Tiger estaba apuntando a una pequeña marca anterior que había hecho una vieja bola, prácticamente invisible, del tamaño de una moneda de diez centavos), a casi ocho metros a la izquierda del hoyo, hacia la gran cresta que secciona el green, con la necesidad de que el golpe fuera perfecto y que la bola girara hacia su derecha y no siguiera cayendo directa hacia el búnker. Tiger Woods golpeando la bola, que vuela y cae precisamente ahí, bajando la velocidad, haciendo el efecto en mitad de la cresta, girando hacia su derecha, entrando en la pendiente, comenzando a rodar lentamente hasta el hoyo. La bola tambaleándose junto al hoyo, detenida eternamente durante un segundo y ocho décimas de suspense antes de entrar en ese agujero, como si la distancia entre el éxito y el fracaso fuera solamente una brizna de hierba apenas imperceptible.
Pero entró, claro que entró.
Porque antes, en The Masters 2002, Tiger Woods se había convertido en el tercer golfista de la historia, tras Nicklaus y Nick Faldo, en conseguir ganar la chaqueta verde en dos años consecutivos después de un fin de semana lluvioso y lleno de barro en el que tuvo que jugar 26 hoyos el sábado en un campo que tenía a lo largo de su recorrido nuevos árboles plantados y nueve hoyos alargados para intentar acabar con su dominio dictatorial.
Y también, muchos años después, hace apenas un año, en The Masters 2019, Tiger Woods, después de convertirse en un “milagro andante”, por fin volvió a ganar un major, por primera vez desde el US Open 2008.
Su último birdie, por cierto, lo logró en el hoyo 16.
Aquel lugar al que mi memoria me lleva una y otra vez.
Porque, como dijo Verne Lundquist en la retransmisión de la CBS en aquella tarde de 2005, “Bueno, aquí viene. ¡Oh, Dios mío! Oh, ¡guau! En tu vida, ¿has visto algo así?”.
No, Verne Lundquist, EN MI VIDA.
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Suelo escribir siempre con música, así que he decidido que voy a poner alguna de las canciones que ha sonado mientras estaba escribiendo el texto. Como, por ejemplo, ésta:
Muy bueno