I. A William Howard Taft, el vigesimoséptimo presidente de los Estados Unidos de América, le encantaban las tartas. Por eso, en 1909, una asociación de pasteleros de New York decidió prepararle un pastel de frutas y carne picada de más de 22 kilogramos para festejar el Día de Acción de Gracias. A Taft, relamiéndose, le apasionó la idea. Sin embargo, la tarta nunca le llegó: un ladrón la robó cuando estaba en camino. Entonces, el calendario siguió corriendo hasta alcanzar la Navidad y esa asociación de pasteleros de New York quiso resarcir la tristeza del presidente estadounidense con un nuevo pastel, esta vez de más de 41 kilogramos de peso. En esta ocasión, Taft no quiso correr riesgos y permitir que alguien le dejara de nuevo sin su trozo de pastel, así que tuvo una idea: la tarta, encerrada en una caja de acero, fue escoltada hasta la Casa Blanca por guardias armados.
Conviene saber que hay cosas con las que es mejor no bromear: si la tarta hubiera sido de zanahoria en vez de un pastel de frutas y carne picada, yo la habría encerrado en una caja de carbono y habría armado a cada uno de esos guardias con un par de AK-47 y, por si acaso, también con un misil balístico intercontinental.
Pero será mejor que vuelva a Taft y sus más de 150 kilos de peso.
Evidentemente, que haya traído su recuerdo a estas líneas está hecho a propósito. Y no porque fuera habitual que se quedara dormido en las reuniones de forma recurrente en sus años como Secretario de Guerra, sino porque se suele contar que él es el causante de que la pausa para levantarse y estirarse en la mitad de la séptima entrada de los partidos de béisbol se convirtiera en una tradición: el 14 de abril de 1910, en el partido de Opening Day entre los Washington Senators y los Philadelphia Athletics disputado en el Griffith Stadium, el presidente Taft, que apenas unas horas antes se había convertido en el primer presidente de la historia de Estados Unidos que lanzaba el primer lanzamiento de un partido de béisbol, cansado de estar sentado, se levantó y empezó a estirarse en la mitad de la séptima entrada, lo que hizo que todo el público se levantara también y comenzara a imitar sus gestos en señal de respeto.
Es decir, debido a los estiramientos de Taft ahora tenemos, cuando la séptima entrada de un partido de béisbol llega a su mitad, estadios en los que todo el público al unísono canta ‘Thank God I'm a country boy’ o ‘Lazy Mary’ o ‘OK Blue Jays’ o ‘Cotton-Eyed Joe’ o ‘Cincinnati Ohio’ o ‘Beer barrel polka’ o ‘Deep in the heart of Texas’ o ‘Build me up Buttercup’ o ‘Louie Louie’ o ‘Hey! Baby’ o ‘God bless America’ o, muy especialmente, la canción del béisbol por excelencia, ‘Take me out to the ball game’ y su “Let me root, root, root for the ¡¡¡CUBBIES!!!, if they don't win, it's a shame. For it's one, two, three strikes, you're out, at the old ball game”.
Fue en 1908 cuando Jack Norworth iba en el metro de New York, se encontró con el cartel que ponía “Baseball today - Polo Grounds” y se puso a escribir en un sobre la letra de una canción a la que Albert von Tilzer le pondría la música y que, en palabras del inolvidable Harry Caray, es la canción que “refleja el carisma del béisbol”.
Yo no puedo estar más de acuerdo con él, aunque creo que es un buen momento para destacar lo siguiente: ni Jack Norworth, ni Albert von Tilzer habían acudido nunca a un partido de béisbol cuando compusieron esa canción. Norworth no lo haría hasta 1940, mientras que Von Tilzer no estuvo en un estadio de béisbol hasta 1928.
Supongo que ese dato me sirve para confirmaros que no es necesario conocer algo para que nos atraiga o nos fascine.
Foto: Chuck Solomon/Sports Illustrated
II. El 7 de febrero de 1994, Michael Jordan firmó un contrato de las ligas menores con los Chicago White Sox después de que hubiera anunciado su retirada del baloncesto apenas unos meses antes, el 6 de octubre de 1993, tras conseguir su primer triplete de títulos NBA con los Bulls.
Quizá ese día debimos habernos dado cuenta de que ese año iba a ser un año raro, diferente, extraño.
El 11 de agosto de 1994, la MLB celebró sus últimos partidos de esa temporada. Un día después, empezó una huelga de jugadores. 34 días más tarde, Bud Selig, el comisionado de la Major League Baseball, decretó la suspensión de la competición, incluida la postemporada. Unos meses después, por primera vez desde el año 1904, las World Series no se disputaron. Y, claro, el 18 de marzo de 1995, Michael Jordan anunció con su famosa nota de prensa de dos únicas palabras (“I’m back”) su regreso a la NBA para poder ganar otros tres títulos más de campeón después de cumplir a los 31 años de edad el sueño de su padre recién asesinado y que su paso por el béisbol se tradujera en un .252 de promedio de bateo con los Scottsdale Scorpions en la Arizona Fall League y en un .202 de promedio de bateo, tres home runs, 51 carreras impulsadas, 30 bases robadas, 114 strikeouts, 51 bases por bolas y 11 errores con los Birmingham Barons en la Double A.
A veces, la realidad nos demuestra que Dios, pese a nuestras súplicas, no es omnipotente.
O, más bien, nos lo demostró el béisbol.
De hecho, ahora, más de veinticinco años después, todos recordamos a los Montreal Expos, una franquicia que nunca alcanzó las World Series y que únicamente visitó la postemporada de la MLB en el año 1981, como el mejor equipo de esa campaña inconclusa del año 1994. No en vano, del 18 de julio al 11 de agosto, el último día con partidos disputados, ganó veinte encuentros y únicamente perdió tres. No en vano, cuando la competición se detuvo, el equipo canadiense gozaba del mejor balance de la liga (74 victorias y 40 derrotas) e iba camino de alcanzar una temporada con más de 100 triunfos. No en vano, esa plantilla entrenada por Felipe Alou contó con cinco jugadores que fueron llamados para jugar el All-Star (Ken Hill, Marquis Grissom, Darrin Fletcher, Wil Cordero y Moisés Alou) y con un ataque que promedió más de cinco carreras por encuentro. No en vano, su rotación titular de pitchers, que tenía a Butch Henry, el citado Ken Hill, Jeff Fassero y un joven pero ya asombroso Pedro Martínez, tuvo el mejor ERA de la Liga Nacional. No en vano, Larry Walker, que acumuló .322 en promedio de bateo, .394 en OBP y .587 en porcentaje de slugging, podría haber escalado bastantes posiciones en la votación a mejor jugador de la Liga Nacional si la temporada hubiera seguido su curso normal.
No en vano, si la temporada hubiera seguido su curso normal, los Expos tal vez habrían ganado las World Series y el béisbol no hubiera tenido que abandonar Montreal camino de Washington.
Eso sucedió ya una década después, el 3 de diciembre de 2004, el día en el que los Expos se convirtieron en los Washington Nationals. Antes, el 29 de septiembre de ese mismo año, 31.395 aficionados se habían dado cita en el Estadio Olímpico de Montreal para ver a los Expos perder ante los Florida Marlins (1-9) el último partido como locales de su historia. Fue también la mejor asistencia de la historia en un encuentro doméstico de unos Expos que se despidieron de la MLB con un cartel colgando del muro de su jardín central.
En él se podía leer, en francés y en inglés, lo siguiente: “Montreal Expos, 1994, mejor equipo de béisbol”.
Aunque esa sentencia puede que sea mentira.
A veces, gracias a nuestras súplicas, los caminos del béisbol también son inescrutables.
III. Porque, de hecho, hay un equipo que también podría reclamar ese trono y no es otro que el mismo de siempre, los todopoderosos New York Yankees, el Imperio del Mal, si bien esta vez, sin que sirva de precedente, la historia es ligeramente diferente a la habitual: esos Yankees no eran una dinastía victoriosa, sino todo lo contrario. Lo mejor será que lo ilustre con un dato: desde 1982 a 1995, los Bombarderos del Bronx estuvieron catorce años sin alcanzar las World Series (a partir de 1996 estuvieron presentes en seis de las ocho siguientes), una sequía solo comparable a sus primeros años de existencia (tardaron 19 años en alcanzar las World Series) y quizá la década de los sesenta y setenta (de 1965 a 1975 estuvieron once años sin llegar al Clásico Mundial) y la actualidad (desde 2010 acumulan ya diez años sin jugar las World Series).
Esos Yankees eran los de las 87 derrotas de 1989. Y los de las 95 derrotas de 1990. Y los de la suspensión de George Steinbrenner ese mismo año. Y los de las cero victorias en doce encuentros contra los Oakland Athletics, la primera vez en su historia en la que se quedaban sin ganar al menos un partido a un rival en una temporada. Y los de las 91 derrotas en 1991. Y los de las 86 derrotas en 1992.
Es decir, un conjunto en reconstrucción continua alrededor de Don Mattingly, su máxima estrella, que en 1994 hizo clic, pese a sus dificultades en el pitcheo, a base de jugadores de rol y veteranos a los que se les acababa su oportunidad para ser campeones.
Y así, en julio, justo después del parón del All-Star, esos Yankees fueron capaces de vencer en 10 de los 11 partidos consecutivos que tuvieron a domicilio contra los Seattle Mariners, los Oakland Athletics y los California Angels en la que se convirtió en su mejor racha en partidos en la costa Oeste de Estados Unidos de toda su historia.
Y así esos Yankees llegaron al 11 de agosto con 70 victorias y 43 derrotas, como el equipo con mejor balance de la Liga Americana, para poder ofrecer por primera vez a su capitán Don Mattingly, con 33 años y tras trece temporadas en la MLB, la posibilidad de disputar un partido de postemporada.
Pero la huelga llegó y Mattingly tuvo que esperar un año más, el año de su retirada, para poder jugar, por primera y una única vez, una serie de postemporada. Fue en una serie divisional en la que sus Yankees perdieron en cinco partidos ante los Mariners, pero en la que él, al menos, pudo batear un home run.
Y, una vez retirado Mattingly, entonces sí que los Yankees volvieron a ser una dinastía victoriosa porque llegaron los Yankees de Derek Jeter, Mariano Rivera, Bernie Williams y compañía y sus cuatro World Series en un lustro para cerrar el siglo XX.
Me imagino que el tiempo nunca corre a gusto de todos, ni siquiera al de los ídolos.
IV. Aunque no consigo acordarme de lo que comí allí (posiblemente, o una hamburguesa o un BLT o un sándwich Club o algo similar), me acuerdo perfectamente de ese local. Su fachada de ladrillos rojos y grandes ventanas con marcos de color verde. Su techo dorado. Su inabarcable barra y su veintena de grifos de cerveza Miller Lite, Guinness, Bud Light, Stella Artois, Founders, Perrin, Bass, Lagunitas, Tapistry, etcétera. El suelo y la pared de madera, los tres pequeños escalones que conducían a otra sala en la que podías jugar a aquel videojuego antiguo de golf (y en el que, por supuesto, jugué). La puerta trasera por la que salías a un patio vacío, al resguardo de frondosos árboles. Las imágenes antiguas en blanco y negro de los cuadros. El largo rato que estuve mirando esas fotos de partidos y equipos de la Negro League Baseball (¿De los Detroit Stars?) y de la All-American Girls Professional Baseball League (¿De las Grand Rapids Chicks? ¿O de las Muskegon Lassies? ¿O de las Kalamazoo Lassies? ¿O de las Battle Creek Belles? ¿O de las Muskegon Belles?), especialmente esa instantánea de una jugadora que acababa de batear a la pelota y que yo en mi cabeza imaginé como un home run, perdiéndose por detrás de una valla.
Pero sobre todo me acuerdo de que estábamos nosotros completamente solos en ese bar y de la sensación de abandono que me producen los lugares turísticos cuando los visitas fuera de temporada. Cuando las calles están desiertas y parece que alguien ha apretado al botón rojo que ha hecho detonar la bomba nuclear. Cuando paseas hasta el faro y en los amarres no están las embarcaciones. Cuando el único sonido que escuchas es el de las contraventanas de las casas desocupadas al borde del lago cuando una ráfaga de aire las golpea. Cuando la arena de las playas hace apenas unos días se encontraba escondida bajo la nieve. Cuando las gotas de lluvia no cesan de chocarse contra los cristales del coche y todos los jardines de las islas que forman los ríos cuando pasan por delante de los molinos de viento tienen en la entrada una cadena puesta y un cartel descolorido caído en el suelo. Cuando te subes a una duna y la niebla te impide ver el horizonte.
Cuando todo permanece cerrado y al único lugar al que puedes ir es a tu infancia.
Aquella que es impulsiva y espontánea, feliz y candorosa, bulliciosa y alborotoda.
Aquella en la que el mejor jugador de baloncesto de la historia fichó por los Chicago White Sox y los Montreal Expos pudieron haber sido campeones de las World Series contra los New York Yankees.
Si el béisbol no se hubiera detenido.
Si los estadios no permanecieran vacíos.
Si el partido llegara hasta su séptima entrada en Wrigley Field y pudiéramos levantarnos todos juntos a cantar al unísono “Let me root, root, root for the ¡¡¡CUBBIES!!!, if they don't win, it's a shame. For it's one, two, three strikes, you're out, at the old ball game”.
Sí, deberíamos habernos dado cuenta de que este año iba a ser un año raro, diferente, extraño.
Que las calles estarían completamente vacías y que alguien apretaría el botón rojo que haría detonar la bomba nuclear.
Que la infancia no sería impulsiva y espontánea, ni feliz y candorosa, ni bulliciosa y alborotoda.
Que todas nuestras vidas se escribirían en condicional.
Y si.
Y si.
Y si.
Por favor, que alguien salga a la terraza y, como me dijo el otro día Ennio Sotanaz, grite bien alto “Let’s play ball” otra vez para que yo lo pueda escuchar.
Lo estoy deseando.
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Gran articulo. Y mis A's son el unico equipo en la historia a los que los Yankees en una temporada no han podido ganar. Go A's!!!