(AVISO IMPORTANTE: este texto está repleto de spoilers de la película noventera que mejor representa todo lo bueno que tiene el deporte)
I. Ahora sabemos que estábamos equivocados, pero todos los que conocimos al pequeño Daniel E. Rudy Ruettiger en la década de los sesenta en Joliet (Illinois) nunca creímos, a excepción de su amigo Pete, que fuera capaz de cumplir su sueño de ser jugador del equipo de football de la Universidad de Notre Dame. De hecho, es lo primero que pensé el día que me lo presentaron: el pueblo de Joliet, con su acería humeante, estaba completamente nevado y Rudy mostró su frustración porque sus hermanos no le dejaban jugar debido a su escaso tamaño. Después, Todd se fue y Rudy por fin jugó, pero apenas pudo bloquear y terminó cayéndose al suelo. Esa misma noche, cuando toda su familia estaba cenando alrededor de la televisión, que emitía un partido, cómo no, de Notre Dame contra los Trojans de USC, Rudy les confesó en voz alta su sueño, pero todos se rieron. “Y yo me voy a comprar una mansión en el Lake Shore Drive”, bromeó su hermano Frank sobre la zona más cara de Chicago. Pero ese mismo día, un rato después, descubrí a Rudy recitando de memoria en su habitación un discurso de Knute Rockne, el laureado exentrenador del equipo de football de la universidad situada en South Bend (Indiana), y empecé a intuir que él, pese a su pequeña estatura, tal vez tenía algo de lo que muchos de los demás carecíamos: pasión, tenacidad, terquedad y entrega ilimitada.
En cualquier caso, los caminos de los soñadores están siempre llenos de recovecos, de vueltas y de revueltas que alargan casi hasta el infinito el recorrido antes de alcanzar el destino.
Nos lo explicó muy bien el Padre Ted en una de sus clases en el instituto católico de Joliet: “Veréis, señoras y señores, el problema con los soñadores es que ellos normalmente no son hacedores. Sus logros son grandiosos aquí [señaló a la cabeza de Rudy], pero aquí [señaló a su cuaderno de tareas], cuando cuenta, se quedan cortos”, nos avisó. Con el propio Rudy, el Padre Ted fue todavía más rotundo el día que no le dejó subir al autobús que llevaba a algunos estudiantes del instituto a visitar el campus de la Universidad de Notre Dame: “El secreto para la felicidad en esta vida es ser agradecido con los dones que el buen Dios nos ha otorgado. Rudy, no todo el mundo está destinado a ir a la universidad”, vaticinó.
Tras escuchar esas palabras, Rudy se fue paseando por la calle principal de un Joliet que volvía a estar nevado porque los pueblos de Illinois en invierno siempre están nevados y yo no le volví a ver hasta cuatro años después, cuando él ya trabajaba, como el resto de todos nosotros, en la acería de la localidad y Pete le regaló por su cumpleaños esa vieja cazadora beisbolera de la Universidad de Notre Dame que había encontrado en una tienda de saldos en Gary (Indiana). “Has nacido para llevar esa chaqueta”, se sinceró Pete antes de que Rudy le reconociera que tenía ya 1.000 dólares ahorrados para poder ir a la universidad y que él era la única persona que le había tomado en serio desde que era un niño. “¿Sabes lo que mi padre solía decir siempre? Tener sueños es lo que hace la vida tolerable”, le explicó Pete.
Creo recordar que esa conversación sucedió apenas unas semanas antes de aquel fatal accidente en la acería en el que Pete falleció y de que, durante el funeral, Rudy no pudiera reprimir las lágrimas, abandonara la iglesia antes de tiempo y le dijera a su novia Sherry que había decidido irse a South Bend para intentar cumplir su sueño de ser jugador del equipo de football de la Universidad de Notre Dame porque si no nunca podría ser bueno para ella, ni para él mismo, ni para nadie. Esa noche su padre intentó cambiar su opinión en aquella estación de autobuses de Joliet: “Tu abuelo ahorró toda su vida para traer a su familia a este país. Tuvo un buen trabajo en el almacén, tuvo una pequeña bonita casa en South Chicago. Cuando yo tenía alrededor de doce años, alguien le vendió la idea de que tenía que irse al campo y convertirse en granjero de productos lácteos. Él compró algún terreno y consiguió doscientas vacas. En los siguientes cinco meses, cada una de esas vacas murió con alguna enfermedad. Era la Gran Depresión. No pudo vender la tierra, no había trabajo. Así que un día despareció. No regresó. Mis hermanos y yo nos separamos para vivir con amigos y familiares. Perseguir un sueño estúpido causa nada más que angustia para ti y para todos los que te rodean. Notre Dame es para chicos ricos, para chicos inteligentes, para grandes deportistas. No es para nosotros. Tú eres un Ruettiger. No hay nada malo en el mundo con ser un Ruettiger. Puedes tener una maldita vida feliz”, le rogó.
Pero Rudy se subió a ese autobús.
Porque los soñadores somos propensos a preguntarnos si habrá suficiente agua en la piscina cuando ya hemos saltado desde el trampolín.
II. Cuando Rudy llegó por primera vez al campus de la Universidad de Notre Dame y estaba paseando con su macuto entre los lagos de Santa María y de San José, apenas el día empezaba a amanecer, las luces de las farolas se reflejaban en el agua, las hojas caídas se amontonaban sobre el césped y en el horizonte, por encima de las copas de los árboles, apareció imponente la cúpula dorada de su edificio principal, junto a la neogótica Basílica del Sagrado Corazón. Esa imagen era, tal vez, una metáfora de lo que le sucedió a Rudy después.
Primero, su charla con el Padre Cavanaugh. “Durante toda mi vida la gente me ha dicho lo que podía y lo que no podía hacer. Siempre les he escuchado, creyendo en lo que me decían. No quiero hacer eso nunca más”, le confesó Rudy. Y el Padre Cavanaugh le contestó: “Ok. Este es el trato. El Holy Cross Junior College está cerca. Te puedo conseguir un semestre allí. Si tú sacas notas, conseguirás otro semestre. Y luego tal vez, con una media de notas lo suficientemente alta, a lo mejor puedes tener la oportunidad de entrar en Notre Dame”.
Segundo, cuando con esa noticia el mundo ya se había convertido para Rudy en un universo maravilloso en ese campus forrado de árboles y de hojas amarillentas en el que los estudiantes montaban en bicicleta y paseaban a cámara lenta mientras se escuchaba una música de piano con tintes irlandeses, la aparición ante sus ojos del Notre Dame Stadium y esa valla cerrada con una cadena que se podía abrir lo suficiente para colarse y delante de Rudy el acceso que daba al césped y su mano a modo de visera en los ojos para protegerse del sol y la mirada sincera al césped antes de pisarlo y ese giro en dirección a ese marcador en el que ponía Notre Dame-Purdue.
Después, su visita inesperada y espontánea al despacho del entrenador Ara Parseghian y su “He sido aficionado de Notre Dame desde que recuerdo, desde que era un niño pequeño. En el instituto empecé como cornerback. No era el tipo más rápido del equipo o el más grande, pero lideré al equipo en tackles. He estado trabajando en una acería alrededor de cuatro años y he estado ahorrando. Y he planeado venir aquí. Mi amigo Pete realmente entendió cómo era mi sueño. Y él me dijo que no perdiera más tiempo. Pero no lo sé. Por alguna razón, no pude… Él murió en un accidente el viernes. Y vine aquí nada más acabar el funeral. ¿Ve a lo que me refiero?”.
Más tarde, su ofrecimiento a Fortune, el encargado de mantenimiento del campo, para trabajar gratis porque “Lo único que quiero es ser parte de esta universidad” y la primera vez que visitó el vestuario, subiendo por las escaleras en las que los jugadores golpean los míticos carteles de Play like a champion today y, a la derecha de la puerta, de Go Irish Go Fighting Irish cuando bajan para saltar al campo. Y, ya dentro del vestuario, la inscripción enmarcada en una pared del discurso al descanso del partido contra la Army del 10 de noviembre de 1928 en el Yankee Stadium (cuando iban empate a cero) que el entrenador Knute Rockne dio a sus jugadores sobre lo último que le dijo George Gipp, el jugador que falleció con 25 años tras contraer faringitis estreptocócica y neumonía apenas unas semanas después de terminar su temporada sénior con la Universidad de Notre Dame. “Tengo que irme, Rock. Todo está bien. No estoy asustado. Dentro del algún tiempo, Rock, cuando el equipo tenga problemas, cuando las cosas vayan mal y los contratiempos estén derrotando a los chicos, pídales que salgan al campo con todo lo que tienen y que ganen solamente uno para Gipper. No sé dónde estaré entonces, Rock. Pero lo sabré y seré feliz”, se despidió Gipp de Rockne. Ese día, Rudy leyó la placa con el vestuario a media luz antes de recitar de corrido la lista de leyendas de la historia del equipo de football de Notre Dame. Los Cuatro Jinetes, Jim Crowley, Elmer Layden, Don Miller y Harry Struhldreher. El citado Knute Rockne. Moose Krause. Angelo Bertelli. Johnny Lujack. Leon Hart. Terry Hanratty. John Huarte. Jack Snow. John Lattner. Paul Hornung. Y después, de repente, Rudy cogió una banqueta, la situó justo encima de las letras N y D del logo amarillo sobre la moqueta azul y comenzó a recitar de memoria otro de los discursos del entrenador Rockne: “Iremos por dentro, iremos por fuera, por dentro y por fuera. ¡Les vamos a hacer huir y, una vez les tengamos huyendo, les mantendremos en fuga! ¡E iremos, iremos, iremos, iremos, iremos, iremos, iremos! ¡Y no nos detendremos hasta que crucemos la línea de gol! Este es un equipo que dicen que es bueno, pero yo creo que nosotros somos mejores que ellos. No nos pueden dar una paliza, ¿qué decís, muchachos?”, gritó a unos jugadores imaginarios con la única presencia de Fortune.
Y, claro, también las noches durmiendo en aquella cama del cuarto de mantenimiento y la tarde con el grupo de estudiantes The Boosters pintando los cascos de los jugadores y el ambiente antes del encuentro ante Northwestern al que no pudo acudir porque no tenía entrada y los estudios y los entrenamientos para conseguir algún día llegar a ser, a pesar de corta estatura, jugador del equipo de football de Notre Dame y los rezos ante la reproducción que hay de la Gruta de Nuestra Señora de Lourdes en esa universidad de South Bend y las estaciones que pasaron y la nieve que volvía a caer y un sueño que tenía desde que era un crío y que, pese a todo, nunca terminaba de alcanzar.
“Hiciste un buen trabajo, chico, persiguiendo tu sueño”, le dijo el Padre Cavanaugh en aquel banco en la basílica. “No me importa el tipo de trabajo que he hecho. Si no trae resultados, no significa nada”, le contestó un Rudy desesperado. Y de nuevo el Padre Cavanaugh, todo sabiduría, sentenció: “Creo que descubrirás que lo hará”.
III. El día en el que Rudy fue aceptado para estudiar en la Universidad de Notre Dame recuerdo que él se sentó en un banco y lloró mientras una cámara cinematográfica abría el plano para que nosotros pudiéramos ver una panorámica con todos los edificios más carismáticos del campus de South Bend. Cuando fue a decírselo a su padre a la acería, éste no pudo reprimir la alegría y comunicó la buena noticia a todos los trabajadores a través del altavoz. Todos lo celebramos y por unos escasos segundos el mundo nos pareció perfecto, pero Rudy pronto nos recordó que él todavía no había alcanzado su sueño, jugar en el equipo de football de Notre Dame.
Los entrenamientos de novatos para intentar entrar en el equipo comenzaron poco después. Ese año, 95 jugadores habían recibido becas y solamente 60 jugadores podían ir convocados a los partidos. El entrenador asistente Warren fue el encargado de avisar a los navegantes, a todos aquellos que soñaban despiertos: “Si alguno de vosotros tiene alguna fantasía sobre salir corriendo de ese túnel con su casco dorado brillando con el sol, será mejor que la olvidéis ahora mismo. De los 15 soñadores que estáis aquí, quizá nos quedaremos con uno o dos”, recordó. Pero Rudy, a pesar de sus 168 centímetros de altura y sus 75 kilogramos de peso, dio absolutamente todo lo que tenía en esos cinco días y se ofreció voluntario para seguir haciendo tackles cuando nadie quiso y, aunque alguno de los entrenadores quería sacarle del campo porque estaba sangrando por la boca y por la nariz, Rudy le dijo que él no se iba a ninguna parte y siempre se levantó y siempre quiso más hasta que otro de los asistentes consiguió después de esos cinco días que fuera uno de los elegidos para el equipo de prácticas, donde Rudy, pese a que cada día sangraba por la boca y por la nariz, pese a que cada día se llevaba un golpe y otro y otro y otro y otro más, siempre se levantó y siempre quiso continuar, hasta incluso en el último entrenamiento de la temporada, cuando hizo un tackle a Jaime O’Hare, el running back titular, y éste se enfadó y comenzaron a pelearse. “¿Cuál es tu problema, O’Hare? ¿Cuál es tu problema?”, le preguntó el entrenador Parseghian a O’Hare. Y el running back le contestó: “La última sesión de entrenamiento de la temporada y ese gilipollas piensa que esto es la Super Bowl”. “¿Por qué acabas de resumir tu entera y lamentable carrera en una sola frase? Si tuvieras una décima de la pasión que tiene Ruettiger, habrías sido All-American”, sentenció Parseghian.
Más tarde, fue Rudy el que visitó de nuevo el despacho del entrenador Parseghian: “Una de las muchas cosas que he aprendido este año es que no importa todo lo duro que lo intente, nunca llegaré a estar más arriba del equipo de prácticas. He aceptado el hecho de que Dios hace a ciertas personas ser jugadores de football y que yo no soy ninguno de ellos”, le confesó Rudy. Y Parseghian le contestó: “Ojalá Dios pusiera tu corazón en el cuerpo de algunos de mis jugadores”. Pero Rudy, ajeno al halago, continuó: “Mi padre ama el equipo de football de Notre Dame más que cualquier otra cosa. Él no se creé que esté en el equipo porque no me puede ver en el banquillo durante los encuentros. El próximo año, en mi año sénior, me gustaría poder darle este regalo. Agradecería mucho si usted me dejara vestirme por un partido la próxima temporada”.
Un único partido, una única convocatoria. Por su padre, el mayor aficionado del equipo de la Universidad de Notre Dame, pero también por todos los que le dijeron que era imposible que fuera jugador de Notre Dame, sus hermanos, los chicos del instituto, los compañeros de la acería.
Y el entrenador Parseghian se lo prometió porque, según él, Rudy se lo merecía, pero el destino, caprichoso, suele jugar con nuestros sentimientos: poco después, el entrenador Parseghian presentó su dimisión y Dan Devine, el exentrenador de los Green Bay Packers, se convirtió en el nuevo entrenador del equipo de football de Notre Dame.
A veces, hay sueños que parecen condenados al fracaso.
IV. Porque el nombre de Rudy nunca estaba cada semana en la lista de convocados que el entrenador Devine ponía en esa pared del vestuario y las estaciones fueron pasando y los patos abandonaron volando el lago y la nieve cayó de nuevo encima de la gente que estaba animando junto a Rudy en las gradas y el campo terminó completamente blanco y Notre Dame y Penn State empataban a seis en el tercer cuarto. Y llegó un momento en el que Rudy quiso renunciar antes del último partido de la temporada al ver de nuevo que su nombre no estaba otra vez en la lista de convocados, pero Fortune, el encargado de mantenimiento, le dijo “Estás lleno de estupideces. Eres un metro y medio de nada. 45 kilos de nada. Y no puede decirse que tengas ninguna habilidad atlética. Y has resistido en el mejor equipo de football universitario del país por dos años. Y además saldrás con un título de la Universidad de Notre Dame. En este periodo de la vida, tú no tienes que demostrar nada a nadie excepto a ti mismo” y le pidió que volviera porque, de lo contrario, se iba a arrepentir toda su vida y Rudy recapacitó y regresó al campo a mitad de entrenamiento y todos sus compañeros empezaron a aplaudirle.
Y, después del entrenamiento, Roland, el capitán del equipo, todo un All-American, entró al despacho del entrenador Devine y le pidió que Rudy fuera convocado porque se lo merecía y el entrenador Devine le dijo que no fuera ridículo, que la Universidad de Georgia Tech era uno de los mejores equipos ofensivos del país y que él tenía que actuar como capitán y como All-American y Roland le contestó que estaba actuando como capitán y como All-American y le dejó su camiseta sobre la mesa. Y después de él entró otro de sus compañeros e hizo lo mismo, volvió a dejar su camiseta sobre la mesa. Y luego otro. Y otro. Y otro. Y otro. Y otro. Y otro. Y otro más hasta que perdimos la cuenta.
Y, al fin, Rudy, aquel chaval de Joliet que tenía dislexia y que trabajó en la acería, pese a su escasa estatura, pese a sus 168 centímetros de altura y sus 75 kilogramos de peso, fue convocado para un partido con el equipo de football de la Universidad de Notre Dame y su familia llegó en autobús al encuentro y cuando su padre entró al estadio le dijo a Frank que “Esta es la vista más hermosa que estos ojos han visto nunca” y, mientras tanto, Rudy, su hijo, le contestó a Roland que había estado preparado durante toda su vida para ese día y entonces el capitán de Notre Dame le pidió que les llevara al campo y Rudy, con una sonrisa de oreja a oreja en su cara, lideró, como había soñado todos los días de su vida desde que era un renacuajo al que sus hermanos no dejaban jugar al football con ellos, a los Fighting Irish de la Universidad de Notre Dame y fue el primero en salir por el túnel al terreno de juego.
Y ya con el partido decidido a favor de la Universidad de Notre Dame por 17-3 y a falta de tres minutos para la conclusión, el entrenador Devine mandó saltar al campo a todos los séniors a excepción de Rudy a pesar de las súplicas de Roland, pero Mateus, otro de los titulares del equipo, empezó de repente a cantar “Rudy, Rudy, Rudy” y el resto de sus compañeros empezaron a acompañarle en ese cántico y, con ellos, también el público desde las gradas y los entrenadores asistentes. Y cuando quedaban ya únicamente 37 segundos, Devine les pidió a sus jugadores que conservaran el balón y que hicieran la formación de la victoria hasta que se acabara el tiempo, pero el running back O’Hare, el mismo que se peleó aquel día con Rudy en ese entrenamiento, les dijo a sus compañeros que a la mierda con Devine, que era el último partido de Rudy y que tenían que anotar para que Rudy tuviera la posibilidad de saltar al campo y jugar y no hicieron caso a Devine y anotaron un touchdown de 35 yardas y pusieron el marcador en 24-3 y O’Hare regresó al banquillo y le dijo a Rudy que lo habían hecho por él y los estudiantes ya llevaban dos o tres minutos cantando “Rudy, Rudy, Rudy” y, finalmente, Devine cedió y Rudy saltó al campo corriendo y la gente en las gradas se volvió loca y su padre saltó de alegría. Y quedaban siete segundos, una última jugada, y cuando el balón se puso en juego Rudy le hizo un sack al quarterback de la Universidad de Georgia Tech y sus compañeros le cogieron y le sacaron en hombros del campo y su hermano Frank, que tantas veces estuvo en contra del sueño que Rudy tuvo desde que era pequeño, asintió con la cabeza y le gritó al aire que Rudy, soñador apasionado, terco, tenaz, tenía razón.
Y yo, en ese instante, con los ojos cubiertos de lágrimas, no pude nada más que acordarme desde mi asiento en aquel campo de football de aquella universidad de South Bend (Indiana) de lo que solía decirnos siempre el padre de Pete.
“Tener sueños es lo que hace la vida tolerable”.
Aunque el camino para los soñadores esté lleno de recovecos, de vueltas y de revueltas que alargan casi hasta el infinito el recorrido antes de alcanzar el destino.
*He utilizado la versión original de la película para las citas de este texto, por lo que mi traducción puede no cuadrar con la versión doblada al castellano
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Suelo escribir siempre con música, así que he decidido que voy a poner alguna de las canciones que ha sonado mientras estaba escribiendo el texto. Como, por ejemplo, ésta:
Si existe una historia en el deporte que me ha inspirado en la vida, ha sido esta. En varias ocasiones la vida me ha puesto "pruebas" y es entonces que me viene a la mente la imagen de Rudy, cellando con un sack el difícil camino transitado hasta esos últimos segundos de juego por cumplir su sueño. Gracias Wolcott Field.