I. Creo recordar que en alguna que otra ocasión ya he escrito por aquí de la potencia en el relato que tienen los mitos para desplazar a la realidad en el imaginario colectivo sean ciertos o no, de la relativa importancia que concedemos a la veracidad (traduzco mis propias palabras: ninguna importancia) en comparación con otros aspectos. Por ejemplo, la capacidad mercadotécnica con la que cuentan cualidades como la heroicidad, la admiración o la excelencia cuando forman parte de una narración. Por ejemplo, la esquematización del mensaje que queremos que perdure en el tiempo. Se podría decir que, al igual que ocurre con cualquier otro aspecto de la vida, una mentira se entiende mejor cuando se simplifica, cuando las incógnitas a resolver de la ecuación se nos presentan en su forma más breve y sencilla.
La fiesta del Día de la Independencia que cada 4 de julio celebran los estadounidenses sería un ejemplo tan válido como otro cualquiera para poder defender ese argumento.
No, las Trece Colonias norteamericanas no se independizaron del Reino de Gran Bretaña y formaron un nuevo país llamado Estados Unidos de América el 4 de julio de 1776. Fue dos días antes, el 2 de julio de 1776, cuando el Second Continental Congress votó y aprobó sin oposición la resolución que declaró su independencia del Imperio Británico: “Que estas Colonias Unidas son, y de derecho deberían ser, Estados libres e independientes, que están absueltos de toda lealtad a la Corona Británica, y que toda conexión política entre ellos y el Estado de Gran Bretaña es, y debe ser, totalmente disuelta”, decía el texto. Justo ese mismo día también, John Adams escribió a su mujer Abigail una carta en la que le contaba que el 2 de julio de 1776 “será la época más memorable de la historia de América”. “Estoy convencido de que será celebrado, por generaciones sucesivas, como el gran Festival de aniversario”, añadió el futuro primer vicepresidente de esa nueva nación, al tiempo que imaginó “pompa y desfile, juegos, deportes, armas, campanas, hogueras e iluminaciones de un extremo de este continente al otro extremo”. En realidad, aunque se equivocara de día, su imaginación no falló mucho en su predicción: eso es, en esencia, el Día de la Independencia. Desfiles y fuegos artificiales, en un sentido exacto y también figurado.
Pero será mejor que me olvide de la retórica y regrese al mito, a mi narración.
Las explicaciones, reitero, suelen ser complejas, con incógnitas a resolver en la ecuación que se nos presentan frecuentemente con un número ilimitado de valores: una vez proclamada la independencia, el Second Continental Congress tardó dos días en redactar y aprobar la versión final del documento que explicaba la razón por la que los delegados habían votado a favor de la autodeterminación. Ese documento, al que en la actualidad se conoce como la Declaración de Independencia, fue votado y llegó a la imprenta de John Dunlap para ser publicado, ahora sí, el 4 de julio de 1776. Una fecha notable que, en realidad, no es más que otro eslabón de una retahíla de fechas. Por ejemplo, el 8 de julio de 1776, día en el que el Coronel John Nixon leyó por primera vez en público la Declaración de Independencia, en la (ahora llamada) Independence Square de Philadelphia. O, por ejemplo, el 2 de agosto de 1776, día en el que la mayoría de los 56 signatarios de la Declaración de Independencia (muchos de ellos ni siquiera estuvieron en la aprobación del documento del 4 de julio) firmaron el texto definitivo después de que una resolución en el Congreso hubiera solicitado el 19 de julio de 1776 una copia oficial final que incluía la palabra “unánime”.
Supongo que, más allá de incidir una vez más en que los estadounidenses celebran su independencia en una fecha equivocada, nada de lo que he contado hasta ahora explica todavía mi argumento sobre el poder de los mitos y de la esquematización del mensaje que queremos que perdure en el futuro, pero me imagino también que si seguís leyendo el texto habrá un momento en el que se llegue a ello.
O, al menos, al igual que los estadounidenses llevan casi 250 años celebrando su independencia el día que más les viene en gana, esa es mi intención.
Foto: NTA Courier
II. Es probable que a algunos de vosotros no os suene el nombre de James Fenimore Cooper, así que me imagino que es un buen momento para contaros que fue un novelista estadounidense del siglo XIX, conocido especialmente por sus obras de aventuras de los pioneros norteamericanos en sus enfrentamientos contra los indígenas, los llamados “pieles rojas”. Por ejemplo, The last of the Mohicans, la novela en la que se basó la película dirigida por Michael Mann y protagonizada por Daniel Day-Lewis, es suya. En cualquier caso, Fenimore Cooper no está presente en este texto por su valía literaria, sino por su padre, William Cooper, un comerciante, especulador de propiedades, juez y político que fundó en el año 1786 la localidad de Cooperstown, a orillas del lago Otsego y a poco más de 180 millas de New York.
Desde el 12 de junio de 1939, allí se encuentra, precisamente, el National Baseball Hall of Fame and Museum. O lo que es lo mismo: el Salón de la Fama del Béisbol.
Su emplazamiento, desde el desconocimiento, puede parecer casual, pero no lo es en absoluto: en teoría, cien años antes, en 1839, el béisbol había sido inventado en Cooperstown por Abner Doubleday, un héroe de la Guerra de Secesión.
La narrativa, el mito, es una vez más perfecta, incluida la condición heroica del protagonista, si no fuera por un pequeño factor, mínimo e intrascendente: según la mayoría de los historiadores, la premisa de la que se parte, el acontecimiento prístino, es mentira.
Aunque, como todo, supongo que, en cierto modo, tiene su explicación.
Intentaré llegar a ella de la mejor manera posible.
Empiezo: a finales del siglo XIX, en Estados Unidos había dos corrientes contrarias sobre el origen del béisbol. Por un lado, la corriente liderada por Henry Chadwick, un escritor de deportes e historiador de origen inglés, aseguraba que se trataba de una evolución del rounders, un juego característico de las Islas Británicas. Por otro lado, la corriente liderada por Albert Goodwill Spalding, el pitcher y empresario de productos deportivos estadounidense, mantenía que era un deporte genuino norteamericano. Todas las tesis sobre el origen del béisbol son nebulosas, especialmente cuando más se lee al respecto, y es muy probable que ninguna de las dos corrientes llevara la razón (o, como mínimo, no completamente), pero lo cierto es que la discusión entre ambas partes se enconó, sobre todo tras una cena en 1889 en New York en honor a Spalding y a otros jugadores de béisbol para más de trescientos invitados, Mark Twain y Theodore Roosevelt, entre ellos, en la que Abraham G. Mills, el maestro de ceremonias, dio un discurso, pasional y vehemente, sobre el béisbol como un deporte estadounidense hasta convertirlo en una cuestión nacionalista.
Unos años más tarde, en 1905, visto que ninguna de las facciones cedía en su empeño, Spalding decidió crear una comisión con el único objetivo de averiguar el origen del béisbol. Se llamó “The special baseball comission to establish the origins of baseball”, si bien fue conocida como “The Mills Commission”, ya que Abraham G. Mills fue el elegido para presidirla. En su búsqueda de la verdad, esa comisión pidió en los periódicos y en las revistas deportivas de todo Estados Unidos pistas que pudieran conducir al origen del béisbol y una de ellas llegó desde Akron (Ohio) por medio de Abner Graves, un empresario de 71 años de Colorado que estaba en la ciudad por negocios. Graves, tras leer el anuncio de la comisión liderada por Mills en el periódico local, enseguida escribió una carta al Akron Beacon Journal con la siguiente sentencia: “El americano juego del Béisbol fue inventado por Abner Doubleday en Cooperstown, New York”. No sé si los editores perdieron mucho tiempo en comprobar la exactitud del contenido de la carta, aunque me lo puedo imaginar, ya que al día siguiente el periódico de Akron publicó la historia con este titular: “Abner Doubleday inventó el béisbol”. Cuando la comisión de Mills se enteró de la noticia publicada en el Akron Beacon Journal, su alegría fue plena: el béisbol no solamente era un deporte estadounidense, sino que encima había sido creado por un héroe de guerra, el autor del primer disparo en la defensa del Fort Sumter, una figura esencial en la Batalla de Gettysburg. De tal modo, el 30 de diciembre de 1907, The Mills Commission publicó su conclusión: en efecto, el béisbol había sido inventado por Abner Doubleday en 1839 en Cooperstown, New York.
Sin embargo, aunque intercambiaron cartas con Graves y le pidieron evidencias, se podría decir también que la comisión encabezada por Mills no pareció preocuparse en exceso por el empresario de Colorado y que ni siquiera puso en duda la veracidad de sus palabras pese a sus más que evidentes incongruencias.
Por ejemplo, que Abner Doubleday nunca hubiera mencionado a lo largo de toda su vida que él era el inventor del béisbol.
Por ejemplo, que ninguna persona, aparte de Graves, hubiera dicho nunca que Abner Doubleday había inventado el béisbol.
Por ejemplo, la más importante, que Abner Doubleday estuviera en West Point y no en Cooperstown en 1839, el año en el que supuestamente él inventó el béisbol a la orilla del lago Otsego.
Poco años después, Graves, que había estado con anterioridad durante dos épocas diferentes internado en un manicomio de Iowa (la comisión también pasó por alto ese dato), disparó a su mujer y vivió el resto de su vida internado de nuevo en un manicomio.
Su teoría, aunque finalmente se descubriera como falsa, lo tenía todo para perdurar en el tiempo: un mensaje sencillo y directo, una narración mítica con el sesgo nacionalista incluido y un protagonista heroico y excelente, digno de admirar.
De todas las teorías sobre los inventores del béisbol, tengo que reconocer que la de Abner Doubleday es una de mis preferidas, sino la que más.
Y eso que hay muchas, muchísimas más teorías.
La de Alexander Cartwright. La de William R. Wheaton. La de Doc Adams. La de tantos otros.
Es curioso: si uno se detiene a pensarlo, el béisbol, el pasatiempo nacional de los estadounidenses, tiene un origen todavía más enmarañado e incierto que su propio país, los Estados Unidos de América.
Alguien podría decir que, en el fondo, se trata de una cuestión que tiene que ver con la relevancia.
III. De todos los integrantes del Committee of Five, el grupo de cinco personas formado por Benjamin Franklin, Robert Livingston, Roger Sherman, John Adams y Thomas Jefferson que fue el encargado de redactar y presentar ante el Congreso la Declaración de Independencia de las Trece Colonias para formar ese nuevo país llamado Estados Unidos, es realmente interesante la relación que mantuvieron los dos últimos, John Adams y Thomas Jefferson.
Adams, por su parte, fue el primer vicepresidente y el segundo presidente de Estados Unidos. Mientras, Jefferson fue el segundo vicepresidente y el tercer presidente de Estados Unidos. Ambos coincidieron en el gabinete: cuando John Adams fue presidente, Jefferson fue su vicepresidente. Fueron, primero, compañeros, amigos, y, más tarde, adversarios. Su visión política no podía ser más divergente: Adams creía en un gobierno centralizado y fuerte, mientras que Jefferson defendía que el gobierno federal tenía que encargarse de defender los derechos individuales de cada estado. En 1800, ambos se enfrentaron en las elecciones presidenciales: Adams como representante del Partido Federalista y Jefferson como candidato del Partido Demócrata-Republicano. La campaña electoral, con la prensa como principal aliada, fue durísima, áspera, desagradable, llena de ataques personales y de acusaciones falsas. Se utilizaron argumentos que tal vez os suenen: unos fueron tildados de antipatriotas que intentaban favorecer a Gran Bretaña y otros de radicales que buscaban la ruina del país. Ganó Jefferson y ambos no volvieron a hablarse hasta el 1 de enero de 1814: ese día, John Adams le envió una carta a Thomas Jefferson en la que le deseaba felicidad para los años que todavía estaban por llegar. Su reconciliación, perpetuada entre buzones de correo, duró hasta la muerte de ambos, cuando ya apenas quedaba vivo ninguno de esos revolucionarios que desafiaron a la Corona Británica.
Cuando Thomas Jefferson murió en Charlottesville (Virginia) eran aproximadamente las 12:50 horas. Tenía 83 años de edad. Aunque se cuenta que sus últimas palabras no se pueden determinar con certeza (probablemente, fue algo que le dijo a alguno de sus sirvientes o la frase de “No, doctor, nada más” que dirigió a su médico cuando rehusó el láudano que le ofrecía), sí que se sabe que después de estar durmiendo durante todo el día anterior a su muerte, se despertó por la tarde creyendo que era ya la mañana del día siguiente y preguntó: “¿Es hoy el día cuatro?”.
Cuando John Adams murió en Quincy (Massachusetts) eran aproximadamente las 18:20 horas. Tenía 90 años de edad. En su caso, sí que ha llegado hasta nuestros días, sea cierto o no, lo último que dijo: “Thomas Jefferson todavía está vivo”.
Sin embargo, al igual que equivocó el día cuando escribió esa carta a su mujer Abigail, John Adams esa vez erró por horas: Thomas Jefferson había fallecido esa misma mañana, poco más de cinco horas antes.
Era, por cierto, el 4 de julio de 1826.
Exactamente, cincuenta años después del día en el que los estadounidenses celebran erróneamente que se independizaron de Gran Bretaña.
Seguro que la muerte de ambos, justamente en esa fecha tan señalada, ayudó a propagar todavía más la narrativa, a inmortalizar el mito hasta nuestros días.
Foto: Barton Silverman/The New York Times
IV. Todos regresamos una y otra vez a ese momento del 21 de septiembre de 2001 en el Shea Stadium que presenciaron en directo 41.235 espectadores y tratamos sin éxito de intentar explicar su significado porque fue inspirador, liberador, inevitable.
El golpe más necesario de la historia del béisbol, tal vez de la historia del deporte.
La bola lanzada en la parte baja de la octava entrada por Steve Karsay, pitcher de los Braves, que esperaba Mike Piazza en su última aparición al bate cuando su equipo perdía por 1-2 ante un rival directo en plena lucha por el título divisional.
El impacto del bate del catcher de los Mets con la bola, que salió despedida y se perdió más allá de los límites del terreno de juego, entre la zona de la jardinera central y de la jardinera izquierda, para convertirse en un home run de dos carreras.
El estallido catártico de felicidad de todo el público en el primer evento deportivo profesional en New York después de los ataques del 11-S.
Así es la manera en la que me imagino yo que será la vuelta del deporte cuando el mundo regrese a su estado natural, cuando la pandemia sea sustituida de nuevo por el agradable metrónomo de la normalidad, de lo común, de lo corriente, de lo ordinario.
Como un home run de Mike Piazza que desaparece de nuestra vista y gente que se pone en pie y que chilla y que aplaude y que canta y que se abraza y que llora y que ríe y que se besa y que suspira y que baila y que se enamora y que salta sobre su asiento y que lanza por el aire sus carteles de cartón con el mensaje de “Nosotros siempre creímos”.
Como un batazo simbólico, un gol icónico o una canasta terapéutica.
Como una narración heroica y un mito inmortal.
Alguno de vosotros se lo tendrá que contar a los niños del futuro.
Aunque tanto vosotros como yo sepamos que, en realidad, puede que no ocurriera de verdad.
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Suelo escribir siempre con música, así que he decidido que voy a poner alguna de las canciones que ha sonado mientras estaba escribiendo el texto. Como, por ejemplo, ésta:
Desconocía por completo toda la historia de la "creación o invención" del beisbol. Interesante. Y Tom Petty de 10, como casi siempre.