I. A veces se antoja realmente complicado poder explicar las razones por las que hacemos determinadas cosas.
Una mañana cualquiera en Dublín, mientras la lluvia no dejaba de caer del cielo, estando al lado de la Catedral de San Patricio, decidí que era una buena idea darme un paseo hasta el Aviva Stadium. Y eso hice. Me puse los cascos en los oídos, subí el volumen de la música y empecé a andar. Crucé por el final de Wesford Street (o Redmond’s Hill o Camden Street o Aungier Street o la que sea, que en esa larga recta las calles cambian de nombre cada dos por tres). Recorrí el precioso parque de Saint Stephen's Green. Y fui dejando atrás edificios (creo que la mayoría de ellos eran embajadas) a ambos lados hasta que, alrededor de tres cuartos de hora después, llegué a Lansdowne Road. Una vez allí, estuve un buen rato contemplando ese estadio mientras pensaba en algunos recuerdos deportivos, en concreto, de rugby. Acto seguido, bordeé el río Dodder hasta llegar a la Avenida Bath, me adentré por las calles de los O’Connell Garden y la Havelock Square y, no os voy a engañar, dejé volar durante un largo rato mi imaginación. A continuación, otra idea vino a mi mente y pensé: si ya he llegado hasta aquí, ¿por qué no me acerco hasta el RDS Arena?
Y, evidentemente, eso hice.
Regresé a la Avenida Bath, crucé por debajo de las vías del tren y comencé a recorrer la Shelbourne Road hasta alcanzar la Pembroke Road. Tras volver a encontrarme de nuevo con el río Dodder, paseé alrededor de ese muro de piedra, miré de vez en cuando hacia mi izquierda cuando las puertas con verja me dejaban observar el interior del recinto y, cuando me quise dar cuenta, ya había superado la Iglesia de Saint Mary's y el Monasterio de Poor Clare y había completado una vuelta circular a todo el espacio. Entonces, otra idea vino a mi mente y pensé: si ya he llegado también hasta aquí, ¿por qué no me acerco hasta la playa para ver la bahía?
Y, evidentemente, eso hice.
Me adentré por la Avenida Sandymount sin saber muy bien si todavía seguía en los límites de Dublín o si ya me había salido de la ciudad (tengo que reconocer que no habría sido la primera vez en mi vida que me hubiera ocurrido eso) y recorrí calles con casas de dos plantas, tejados con forma de triángulos y patios delanteros con pequeños jardines hasta que un par de giros de dirección o quizá tres me llevaron hasta una playa repleta de gaviotas en la que pude por fin oler el mar. Decidí quitarme los cascos para poder también escuchar su ruido y, de pronto, otra idea vino a mi mente y pensé: si ya he llegado también hasta la bahía, ¿por qué no me acerco hasta…?
Bueno, creo que, para no alargarme en exceso, lo mejor será que deje la narración en este punto y os cuente directamente el resultado: pasaron bastante más horas de las que deberían haber pasado hasta que regresé a mi sitio de partida completamente empapado, con ampollas en los pies y fiebre, después de haber andado por las calles de Dublín y de sus alrededores más de veinte kilómetros, con rumbo aleatorio y bajo una lluvia que no cesó ni un solo segundo.
Y menos mal que, aunque todavía no sé muy bien la razón, deseché la última idea que vino a mi mente de acercarme también a Croke Park, que, como bien sabéis, está en la zona norte de Dublín, justo en dirección contraria a mi azaroso recorrido.
Sí, me temo que a veces se antoja realmente complicado poder explicar las razones por las que hacemos determinadas cosas.
Incluso hasta cuando ya ha sucedido cierto tiempo desde que esas cosas nos ocurrieron.
Foto: Lane Stewart/Sports Illustrated
II. Me suena que una vez dijo Pepe Brasín en su podcast que mis textos están cargados de nostalgia (para el que no sepa quién es Brasín, aquí puede conocerle), así que va otro recuerdo del pasado para que pueda decirlo otra vez en su programa con más razón todavía: cuando viví en Estados Unidos, no sabéis lo mucho que me impactó el hockey hielo en directo. El frío de la pista y que sientes desde tu asiento. El sonido del puck cuando los jugadores lo golpean con sus sticks y que se te queda clavado durante mucho tiempo.
Sinceramente, a día de hoy, creo que el hockey hielo es, con permiso del béisbol, mi deporte favorito para ver en directo.
Y ese pensamiento me lleva irremediablemente a Wayne Gretzky, un talento generacional que pertenece a esa escasísima élite de deportistas que trascienden a su propio deporte.
Un secreto: una de las cosas que más me frustran en mi adicción al deporte es no haber podido ver a Gretzky jugando en la década de los ochenta con los Edmonton Oilers. Como muchas otras personas de mi generación, mi primera aproximación a él fue en su cénit con Los Angeles Kings, en su breve paso por los St. Louis Blues y en sus últimos años en los New York Rangers. Entonces, el mito canadiense superaba ya ampliamente la treintena y todavía era maravilloso, pero, evidentemente, no era aquel Gretzky de los ochenta en los Oilers que todavía perdura en el recuerdo colectivo cuando ya han pasado más de cuatro décadas desde su debut en la NHL aquel 10 de octubre de 1979 en el ruidoso y extinto Chicago Stadium, donde los cristales temblaban y crepitaban cada vez que dos jugadores se chocaban contra ellos.
Gretzky tenía 18 años por aquel entonces y, aunque muchos dudaron de que pudiera sobrevivir en la NHL debido a su tamaño (183 centímetros de altura y 78 kilogramos de peso), él lo cambió absolutamente todo.
Por ejemplo, los 2.587 puntos que consiguió a lo largo de toda su trayectoria y que le sitúan como el primero en la clasificación histórica.
Por ejemplo, las 1.963 asistencias que consiguió a lo largo de toda su trayectoria y que le sitúan como el primero en la clasificación histórica.
Por ejemplo, los 894 goles que consiguió a lo largo de toda su trayectoria y que le sitúan como el primero en la clasificación histórica.
Porque Gretzky se pasó toda la década de los ochenta recordando a los agoreros que nunca antes se había visto nada igual que él:
En su primera temporada en la NHL, el canadiense fue el jugador con más asistencias y puntos (en este apartado, empatado con Marcel Dionne) y anotó 51 goles para alzarse con el primero de sus nueve trofeos Hart a mejor jugador de la competición.
En la temporada 1983/1984, THE GREAT ONE tuvo una media de 2.77 puntos por encuentro, la mayor media de puntos por partido de toda la historia de la competición (en los diez primeros puestos de esa clasificación, siete corresponden a Gretzky).
En la temporada 1985/1986, Gretzky sumó 215 puntos en los 80 partidos de la liga regular, el mayor número de puntos en una temporada de toda la historia de la competición (en los diez primeros puestos de esa clasificación, ocho corresponden a Gretzky).
En la citada temporada 1983/1984, sus Oilers anotaron 446 goles, la cifra más alta conseguida por un equipo en una temporada de toda la historia de la competición (esos Oilers tienen las cinco campañas con más goles en una temporada de toda la historia de la competición, siempre por encima de los 400 goles en cada una de ellas: a excepción de los citados Oilers, ningún otro equipo ha conseguido superar nunca los 400 goles en una única campaña en toda la historia de la NHL).
Gretzky era tan bueno en el 4 contra 4 que la NHL tuvo que cambiar las reglas para limitar las veces que se producían esos 4 contra 4 y así minimizar la superioridad que tenían los Oilers en esa faceta del juego, ¿acaso conocéis muchos casos más así?
Y Gretzky consiguió todo eso sin tener velocidad en su tiro, sin contar con el físico necesario, sin parecer un goleador al uso, sin ser egoísta, pero sí convirtiéndose en un trabajador incansable, en un jugador repleto de habilidades que, sobre todo, hacía mejor a la gente que estaba a su alrededor.
Es decir, en ser la única deidad verdadera del hockey hielo que se dedicó a propagar por toda Norteamérica la única religión verdadera de los canadienses:
Desde 1984 a 1993, los equipos canandienses ganaron ocho de esas diez Stanley Cup de la NHL, incluidas las cuatro de Gretzky en los Oilers. Si miramos esa estadística en los treinta años anteriores a esos diez años, los equipos canadienses ganaron 19 de esas treinta Stanley Cup. Es decir, 27 en 40 años. Pero, desde aquel 1993, los equipos canadienses no han vuelto a ganar ninguna Stanley Cup y únicamente han llegado en cinco ocasiones a la final de la NHL.
Cuando Gretzky entró en la NHL había 21 equipos en la competición. Cuando él se retiró había ya 27. En la actualidad, vamos camino del equipo número 32.
La llegada de Gretzky a Los Angeles Kings permitió la expansión del hockey hielo más allá de las ciudades en las que nieva y hace frío. En 1991, tres años después de que THE GREAT ONE aterrizara en California, la NHL llegó a San Jose con los Sharks. En 1992, a Tampa Bay con los Lightning. En 1993, a Anaheim (al igual que con San Jose también en California) con los Ducks, a Dallas desde Minnesota con los Stars y de nuevo a Florida con los Panthers. En 1996, a Phoenix desde Winnipeg con los Coyotes. En 1997, a Carolina del Norte desde Connecticut con los Hurricanes. Y en 1998, a Nashville con los Predators.
Esa temporada, la 1998/1999, fue la campaña en la que Wayne Gretzky se retiró.
A veces, cuando subo el volumen de la música en mis cascos y salgo a pasear por Guadalajara sin un rumbo fijado con anterioridad, me da por pensar que el siglo XX se acabó con él.
Y puede que, realmente, esté en lo cierto.
III. Hablando de fechas señaladas: hace apenas un par de semanas se cumplieron 40 años del Miracle on Ice y, por muchas películas de Disney, documentales, libros y artículos periodísticos que se han hecho sobre aquel partido, creo que muchas veces no ponemos en su perspectiva real la magnitud de esa sorpresa inabarcable.
Estos son los antecedentes de aquel encuentro, la final de los Juegos Olímpicos de Invierno de Lake Placid 1980 disputada en el Olympic Fieldhouse de la localidad situada en el Estado de New York:
La selección de la Unión Soviética había ganado la medalla de oro en los cuatro Juegos Olímpicos previos.
La selección de la Unión Soviética había ganado doce medallas de oro en los 16 Mundiales disputados entre 1961 y 1979.
La selección de la Unión Soviética había ganado los doce partidos que había disputado contra la selección de Estados Unidos entre 1960 y 1980 con un marcador global de 177 goles a favor y 26 goles en contra en esa docena de enfrentamientos.
La selección de la Unión Soviética había ganado a la selección de Estados Unidos en un partido amistoso disputado en el Madison Square Garden por un rotundo 3 a 10 una semana antes de que los Juegos Olímpicos de Lake Placid comenzaran.
La selección de la Unión Soviética estaba formada por jugadores con una amplísima experiencia internacional y una media de edad de 25.9 años, mientras que la selección de Estados Unidos estaba compuesta por jugadores aficionados con una edad media de 22.1 años.
Y esto es lo que ocurrió en el partido:
La selección de la Unión Soviética contó, según una estadística de ESPN, con el 75% de todas las posibilidades de gol en jugadas de 5 contra 5 (20 en total, de las que anotaron 2), pero fueron los estadounidenses los que consiguieron marcar en sus pocas posibilidades reales de gol en jugadas de 5 contra 5 (según esa misma estadística, 7 en total, de las que anotaron 3).
Jim Craig, el portero estadounidense, realizó el encuentro de su vida, con un 0.923% de lanzamientos detenidos y 36 paradas en total, incluyendo las nueve paradas salvadoras en el periodo definitivo y las seis en los siete lanzamientos que los soviéticos realizaron en jugadas de power play.
Entonces, ¿cómo pudo ganar ese choque la selección de Estados Unidos a la selección de la Unión Soviética por 4 goles a 3?
Algunos os contestarán que fue gracias a la capacidad táctica de Herb Brooks (estuvo cambiando a sus jugadores constantemente, utilizando el banquillo, dando minutos a sus cuatro líneas ofensivas para que el ritmo no decayera), la irrupción fulgurante del citado Jim Craig o el desmesurado acierto ofensivo de sus patinadores.
Puede ser.
Pero yo prefiero deciros que fue porque los milagros también ocurren sobre el hielo.
IV. Ovechkin, de los Washington Capitals, no es el playmaker, el Wayne Gretzky de su generación. Ese papel pertenece a su némesis, Sidney Crosby, de los Pittsburgh Penguins. Ovechkin, en cambio, sí que es el goleador de su generación desde que anotara su primer tanto en la NHL allá por el mes de octubre del año 2005.
De hecho, más allá de su temperamento, únicamente hay una forma para poder definir a Ovechkin: es un goleador puro con un lanzamiento duro, imparable, casi mecánico, que dispara mucho a portería y que tiene una puntería inconmensurable.
No en vano, Ovechkin ha liderado la estadística de disparos a puerta en la NHL durante once temporadas y, a día de hoy, esta campaña únicamente Nathan Mackinnon, la estrella de los Colorado Avalanche, aparece por delante de él en esa estadística.
No en vano, Ovechkin es el jugador que más goles ha marcado en jugadas de power play en la NHL en las últimas tres décadas (según el periodista Greg Wyshynski, de ESPN, el 37% de sus goles han sido en jugadas de power play).
Incluso, Ovechkin tiene hasta un área preferida para marcar goles, el círculo izquierdo de la zona ofensiva: según nhl.com, hasta marzo del año pasado, Ovechkin había marcado el 44% de sus goles desde esa zona.
El pasado 22 de febrero, cuando faltaban 4 minutos y 50 segundos para el final del encuentro que los New Jersey Devils y los Washington Capitals disputaron en el Prudential Center de Newark, Ovechkin superó a Mackenzie Blackwood, el portero de los Devils, para convertirse en el octavo jugador de la historia de la NHL que anota 700 goles tras Mike Gartner, Phil Esposito, Marcel Dionne, Brett Hull, Jaromir Jagr, Gordie Howe y, el primero de la lista, Wayne Gretzky, con 894 goles.
Según ESPN Stats & Information, si Ovechkin mantiene la media de su carrera de 0.61 goles por encuentro sería capaz de superar el récord de Gretzky en la temporada 2023/2024, con 38 años. En cambio, si Ovechkin baja su media a 0.50 goles por encuentro sería capaz de poder superar el récord de THE GREAT ONE en la temporada 2024/2025, con 39 años.
Desde la temporada 2015/2016, Ovechkin únicamente se ha perdido tres partidos por lesión y en toda su trayectoria solo se ha perdido más de cuatro partidos en una temporada una vez, en el curso 2009/2010.
A su condición de goleador y a su temperamento también podéis unir su durabilidad.
En este mundo de debates superfluos y opiniones imbéciles que nos ha tocado vivir, creo que sí que esta discusión tiene argumentos de sobra para hacerse pública.
Si hay alguien capaz de batir el récord de goles de Wayne Gretzky ese es, sin ninguna duda, Ovechkin.
Porque a veces es realmente sencillo poder explicar las razones por las que los seres humanos hacen determinadas cosas.
Más todavía si te llamas Alex Ovechkin.
La respuesta tiene tres letras y se llama gol.
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Muy buen articulo