Toallas blancas
(AVISO IMPORTANTE: Si todavía no has visto el séptimo partido de las World Series de la MLB no leas este texto hasta que veas ese partido porque está repleto de spoilers).
I. En la localidad floridana de Tampa, el domingo 27 de enero de 1991, quedaban dos minutos y 16 segundos de partido y el balón estaba en la yarda diez cuando Jim Kelly corrió para situar ese drive final en la yarda 18 con dos minutos y 7 segundos por jugarse y el reloj corriendo. Acto seguido, tras el tiempo muerto de los últimos dos minutos, el propio Kelly aseguró un nuevo primer down en la yarda 20 con otra carrera mientras el reloj seguía avanzando. Después, fue Thurman Thomas el que materializó un nuevo primer down para los Buffalo Bills con una magnífica carrera que le llevó hasta la yarda 40. El reloj seguía corriendo y ya marcaba un minuto y doce segundos para el final de la Superbowl XXV cuando Kelly conectó un pase con Andre Reed. Fue un 2&5 previo a que otra vez Kelly, con la jugada totalmente rota, corriera desde el backfield para lograr un nuevo primer down ya en la yarda 46 de los New York Giants a falta de 48 segundos para la conclusión. Sin tiempo que perder, Marc Levy, el head coach de los Bills, pidió el último tiempo muerto de los que contaba su equipo para detener el cronómetro. Tras reanudarse el juego, Kelly volvió a conectar un pase, esta vez con Keith McKeller, para alcanzar la yarda 41 de los Giants. Fue una recepción con suspense, ya que los árbitros decidieron que tenían que revisarla. Faltaban 29 segundos para el final y una nueva buena carrera de Thomas por el exterior permitió a los Bills alcanzar otro primer down en la yarda 29 de los Giants. A continuación, Kelly paró el tiempo con un spike a falta de ocho segundos para que Scott Norwood, el kicker de los Bills, pudiera ganar el partido para los de Buffalo, que perdían únicamente por un punto (19-20).
Aquella tarde, Norwood había anotado el único field goal que había intentado, de 23 yardas. En esa nueva ocasión se trataba de una patada de 47 yardas, la mayor distancia que él había tenido que lanzar nunca sobre hierba, pero asumible para un kicker profesional. Norwood, con la pesada responsabilidad de conceder a su equipo el primer título de la NFL de su historia, se dirigió trotando al punto de lanzamiento, concentrado, con la mirada directa hacia los palos. Bill Parcells, el head coach de los Giants, solicitó un tiempo muerto para que Norwood tuviera más segundos para pensar en el lanzamiento y los nervios terminaran por aflorar del todo. Cuando el árbitro principal pitó la reanudación, Adam Lingner puso el balón en juego, Frank Reich (sí, ese mismo en el que estáis pensando, el magnífico entrenador de los Colts) lo colocó y Norwood, que en la preparación del lanzamiento había dado cinco pasos hacia atrás y uno lateral hacia su izquierda, golpeó con decisión a un balón que cogió altura, se acercó a los palos… y terminó yéndose fuera desviado hacia la derecha.
Los Giants ganaron esa Superbowl y los Bills todavía tuvieron tres oportunidades más para estrenar su palmarés.
Un año después, en la Superbowl XXVI disputada en el extinto Metrodome de Minneapolis, los Washington Redskins les ganaron por trece puntos de diferencia (37-24).
Un año después, en la Superbowl XXVII disputada en el imponente Rose Bowl Stadium de Pasadena, los Dallas Cowboys les ganaron por 35 puntos de diferencia (52-17).
Un año después, en la Superbowl XXVIII disputada en el también extinto Georgia Dome de Atlanta, los propios Dallas Cowboys volvieron a ganarles por 17 puntos de diferencia (30-13).
Fueron cuatro presencias consecutivas en una Superbowl, lo que convierte a los Buffalo Bills en el único equipo de la historia que lo ha conseguido (los Patriots pueden igualarle si juegan la edición de este año).
Pero esa estadística da bastante igual.
Porque de lo que se acuerda la gente es de esa maldita patada de Norwood.
II. A veces me pregunto qué es lo que habría pensado Holden Caulfield si cuando en The catcher in the rye regresa a New York y sale de la Pennsylvania Station, de repente se hubiera encontrado con el Madison Square Garden. Sé que es un pensamiento idiota y a la vez imposible (en la novela de J.D. Salinger todavía existe el antiguo edificio de la Penn Station, que fue demolido en 1963, y el actual emplazamiento del Madison Square Garden, encima de la nueva y moderna Penn Station, entre la Séptima y la Octava Avenida y las calles 31 y 33, no se produjo hasta 1968, justo 17 años después de la publicación de la novela), pero me da bastante igual por dos motivos. Primero, suelo tener habitualmente pensamientos idiotas de ese tipo. Segundo, esa manzana neoyorquina, en pleno Midtown de Manhattan, apenas unos setecientos u ochocientos metros más al sur de Times Square, enfrente del desvencijado Hotel Pennsylvania (ese hotel sí que lo vio Holden Caulfield al regresar a NY City; cumple ya 100 años y se ha salvado varias veces de la demolición), tiene cierto carácter evocador.
Allí, en esa manzana, con el mítico Madison Square Garden como hogar, los New York Knicks de Willis Reed y Walt Frazier ganaron sendos títulos de la NBA en 1970 y 1973 ante Los Angeles Lakers.
Allí, en esa manzana, con el mítico Madison Square Garden como hogar, los New York Knicks llegaron durante catorce temporadas consecutivas entre finales de los ochenta y principios del siglo XXI a la postemporada y se quedaron en dos ocasiones a un paso de proclamarse campeones de la NBA (en la final de la temporada 1993/1994 ante los Rockets y en la final de la temporada 1998/1999 ante los San Antonio Spurs).
Allí, en esa manzana, con el mítico Madison Square Garden como hogar, los New York Knicks se fueron diluyendo hasta convertirse en la franquicia indeterminada que es en la actualidad.
Pensar en esa indeterminación de los Knicks me acaba de hacer caer en la cuenta de que tal vez esté confundido con mi pensamiento idiota sobre Holden Caulfield y el Madison Square Garden y que realmente me haya equivocado de ubicación.
Porque lo que sí que pudo ver Holden Caulfield al regresar a New York desde California fue a los Knicks jugando en el Madison Square Garden III, el pabellón que precedió al actual Madison Square Garden y que estaba situado en la Octava Avenida, entre las calles 49 y 50 (por si alguien no lo sabía, el actual Madison Square Garden es el cuarto Madison Square Garden de la historia).
Allí, en el barrio de Hell's Kitchen, los Knicks perdieron tres finales consecutivas de la NBA.
En 1951 contra los Rochester Royals.
En 1952 contra los Minneapolis Lakers.
En 1953 de nuevo contra los Minneapolis Lakers.
Me temo que eso es casi tan complicado de digerir como la indeterminación.
III. Hasta 1982, los Vancouver Canucks no habían ganado ni una sola serie en la postemporada de la NHL. Es un dato que conviene destacar al recordar que ese año el equipo canadiense se deshizo de los Calgary Flames y de Los Angeles Kings antes de enfrentarse a los Chicago Blackhawks en la final de conferencia. También ganaron esa eliminatoria en cinco partidos, pero hay una anécdota que me interesa más contaros: en el segundo encuentro disputado en el extinto Chicago Stadium, Roger Neilson, el asistente de entrenador de los Canucks que había ascendido al puesto de head coach esa misma temporada después de que Harry Neale fuera suspendido tras participar en un altercado con aficionados en una pelea en Quebec, situó una toalla blanca en la empuñadura de un palo de hockey y lo alzó al alto para simular con ironía que su equipo se rendía ante lo que él consideraba como un arbitraje completamente parcial. Acto seguido, algunos de sus jugadores siguieron su ejemplo y también situaron toallas blancas en sus sticks y los alzaron en señal de rendición. Enseguida, la imagen se convirtió en un icono (en la actualidad, en las inmediaciones del Rogers Arena, el pabellón de los Canucks, hay una estatua dedicada a Neilson en la que el exentrenador de los canadienses aparece en esa mítica pose) y en el siguiente partido de la serie, disputado en la ciudad vancuverita, las gradas se llenaron de toallas blancas para apoyar a los Canucks (sin que os hayáis dado cuenta, os acabo de contar el acontecimiento que hizo que las toallas se convirtieran en un objeto recurrente para animar a un equipo en el deporte estadounidense después de que aparecieran por primera vez en 1975 entre los seguidores de los Pittsburgh Steelers, las famosas Terrible Towels).
Es una tradición que los aficionados de los Vancouver Canucks han mantenido hasta el día de hoy.
Por ejemplo, en la Stanley Cup de esa temporada 1981/1982 en la que fueron barridos en cuatro encuentros por los New York Islanders.
Por ejemplo, en la segunda Stanley Cup que disputaron en la temporada 1993/1994 y en la que perdieron en siete encuentros ante los New York Rangers.
Por ejemplo, en la tercera y última Stanley Cup que disputaron en la temporada 2010/2011 y en la que también perdieron en siete encuentros ante los Boston Bruins.
Después de esas dos últimas derrotas, los aficionados de los Canucks provocaron gravísimos disturbios en las calles de Vancouver.
En el año 2011, hubo más de 140 heridos, cuatro apuñalados, 9 policías afectados y 101 personas arrestadas.
17 vehículos fueron quemados, incluidos dos de la policía.
Decenas de tiendas fueron saqueadas.
Un hombre terminó en estado grave en el hospital después de caerse desde un viaducto al intentar saltar.
Y centenares de espectadores de un musical tuvieron que permanecer encerrados durante horas en el Teatro Queen Elisabeth porque estaban sitiados por los disturbios (si alguien tiene curiosidad y se lo pregunta, el musical en cuestión era Wicked).
Visto lo que ocurrió, quizá se podría decir que, al contrario que Roger Neilson en el Chicago Stadium, aquella noche de junio de 2011 todos esos aficionados de los Canucks se dejaron olvidada su toalla blanca de rendición dentro del pabellón al salir del partido.
IV. Si alguien no leyó el texto especial en Wolcott Field sobre el inicio de las World Series (y seguro que también algunos de los que lo leísteis), ahora estará esperando que las próximas líneas estén dedicadas a los Washington Nationals como nuevo equipo al que añadir a esa lista de patadas desviadas, pabellones en en el barrio neoyorquino de Hell's Kitchen o toallas blancas.
Si tú eres uno de ellos, no debes sentirte culpable. En realidad, sería lo lógico.
Pero el deporte en general y el béisbol en concreto pueden ser muchas cosas excepto lógicas.
Y un día pueden aparecer unas World Series en las que los equipos locales no consigan ganar ningún partido (un dato: eso NUNCA había ocurrido en una serie a siete encuentros en la historia de ninguna de las cuatro grandes ligas estadounidenses).
Y un día un equipo de béisbol de Washington puede perder tres partidos en casa para regresar a Houston con la necesidad de ganar los dos encuentros que quedan sí o sí, ganarlos y devolver al Distrito de Columbia el título de las World Series 95 años después.
Y un día un pitcher llamado Stephen Strasburg se enfrenta a 32 bateadores diferentes, te hace 104 lanzamientos en 8 entradas y 1/3, te logra un ERA de 1.98, consigue 65 strikes y 7 strikeouts, y solamente permite cinco hits y dos bases por bolas para un home run y dos carreras porque hay veces que es ahora o nunca.
Y un día cuando vas perdiendo 2 carreras a 1, llega la quinta entrada y te estás enfrentando a Justin Verlander mandas la bola hasta la grada porque te llamas Adam Eaton y alguien te ha dicho que los treinta son los nuevos veinte y tu compañero Juan Soto te copia la idea y también manda la pelota a la grada porque en realidad tener 21 años sí que son los nuevos veinte y no tener los treinta, sobre todo si, como Juan Soto, eres ya una realidad en el presente aunque todavía tengas todo el futuro por delante.
Y un día un pitcher llamado Max Scherzer no se puede levantar de la cama y tiene que ser ayudado por su mujer a ponerse la ropa debido a unos dolorosísimos espasmos en el cuello y en el trapecio y a los cuatro días de que le suceda eso lanza 103 lanzamientos porque su equipo necesita ganar o ganar para poder ser campeón (¿Acaso esperabais algo diferente de un tipo que jugó un partido con la nariz rota?).
Y un día cuando ya no existe el mañana y tu equipo va perdiendo 2 carreras a 0 en la séptima entrada y nadie salvo tú mismo cree en la remontada mandas la pelota a la grada y ni siquiera mueves un músculo de la cara porque te llamas Anthony Rendon y a ti te pagan por ganar partidos aunque estés jugando contra el equipo de tu ciudad natal, Houston, y seas un aficionado apasionado de los Houston Rockets.
Y un día cuando ya no existe ese mañana alguien tiene que ser el autor del home run que te ponga por delante en el marcador y que culmine la remontada imposible y todos los escritores del mundo sabemos de sobra que el mejor protagonista posible para ese relato, con permiso de Ryan Zimmerman, es Howie Kendrick, que tiene 36 años, lleva toda la vida jugando en la competición y nunca había ganado prácticamente nada hasta esta postemporada (y, por supuesto, fue Kendrick el que logró ese home run).
Y un día, tal vez hoy mismo, habrá que empezar a dejar de llamar a Washington la ciudad de la derrota y buscarla un nuevo sobrenombre, posiblemente el de la ciudad de los tiburoncillos porque, aunque seguro que mucha gente no se lo creerá, hemos visto a más de 41.000 personas en las gradas del Nationals Park cantando a la vez una canción infantil llamada Baby Shark y algunas de esas personas iban a los partidos disfrazadas de tiburones pese a ser personas adultas.
Hola, milagrosos Braves del año 1914, os presento a vuestros nietos (¿o supongo que serán ya sus biznietos, no?), los milagrosos Nationals del año 2019.
Por mi parte, no puedo escribir mucho más.
Solamente un último apunte: si alguien no ha visto las World Series de este año que corra raudo y veloz a ver estos siete partidos aunque ya sea en diferido.
Es el único consejo lógico que alguien puede decir entre tanta sucesión de acontecimientos ilógicos que han ocurrido.
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