What is new with Donald Trump?
I. Los reencuentros tienen una resistente pátina de nostalgia y la gente suele regresar melancólica a sus casas después de recordar durante horas aquello que nos sucedió, que prácticamente teníamos olvidado y que ya apenas nos va a volver a ocurrir en los días que nos quedan por vivir. Es curioso: a mí con los reencuentros me sucede justo lo contrario y regreso a mi hogar feliz, pleno, extasiado. Me gusta recordar anécdotas de mi vida que casi tenía olvidadas al fondo de mi memoria, pero sobre todo me encanta saber que no me van a volver a ocurrir en los días que me quedan por vivir. Lo explico mejor, para que nadie lo interprete mal: por supuesto que disfruto recordando lo que he vivido, pero lo que realmente me importa es saber que todavía tengo que afrontar lo que me vendrá, sentir esa incertidumbre que acompaña a todas las cosas que desconozco y que me quedan por vivir.
Digamos que del pasado (y del futuro) únicamente me acuerdo para poder seguir viviendo en el presente.
Perdonadme por esta pequeña disertación existencialista (me imagino que algún día os tendré que contar la vez que íbamos por una carretera perdida en las estribaciones del Sistema Ibérico y yo le dije a mi mujer que Sartre me había jodido la vida), pero es evidente que hace poco he tenido un reencuentro. Y no uno cualquiera: después de mucho tiempo, hemos vuelto a ver a nuestra gente de Chicago. Os podría contar varias cosas de ese reencuentro, pero quiero centrarme concretamente en una, en el momento que más o menos todos podían prever y que evidentemente llegó más pronto que tarde.
¿Cuál?
Muy fácil.
El momento en el que yo lancé mi pregunta recurrente: “WHAT IS NEW WITH DONALD TRUMP?” (Traducción: “¿Qué hay nuevo con Donald Trump?”).
Dejando al margen sus contestaciones (la mejor respuesta fue en realidad otra pregunta: “What is not new with Donald Trump? -Traducción: “¿Qué no hay nuevo con Donald Trump?”-), a partir de ahí se llegaron a dos conclusiones que me parecen lo suficientemente interesantes para traer a este newsletter.
En primer lugar, los estadounidenses avisaron de que Estados Unidos no era un buen país para vivir para los niños, ni tampoco para los adultos, mientras que yo maticé (y ellos concordaron) que sí que era un estupendo país para vivir… para los aficionados a los deportes (dije que era el mejor país de todos, para ser completamente exacto).
En segundo lugar, los estadounidenses mostraron sus ganas imperiosas de venirse a vivir a España (de hecho, uno de ellos ya se ha venido a vivir aquí) y mi mujer y yo mostramos nuestra ilusión por poder vivir alguna vez en el futuro de nuevo en Estados Unidos.
Supongo que es curioso comprobar cada día como el ser humano anhela siempre aquello de lo que carece.
II. Gente, tenemos que hablar (que sepáis que ahora mismo os estoy imaginando a cada uno/a de vosotros/a sentado/a en el sofá con una cara que dice claramente por favor no me dejes). No os preocupéis, no es un tema vital e importante. A pesar de lo que opina la mayoría, el deporte nunca lo es. Vale, sufrimos de forma inexplicable y alcanzamos estados de emoción indescriptibles con él, pero, insisto, el deporte no es un tema vital e importante.
La vida, en cambio, sí lo es, pero esa es otra historia que tenemos que aprender a relativizar para poder ser felices y de la que no toca escribir ahora.
Porque de lo que os quiero hablar es de algo tan liviano e intrascendente como es la WNBA, que este domingo vivirá el inicio de su final entre Washington Mystics y Connecticut Sun y que es una de las competiciones deportivas que más me hace disfrutar (y eso que esta temporada no han estado por lesión Breanna Stewart, Sue Bird y, casi todo el curso, Diana Taurasi, y que tampoco ha jugado Maya Moore, por decisión personal).
Quizá me hace disfrutar tanto por poder ver a Maite Cazorla repartiendo asistencias en las Atlanta Dream y a Astou Ndour siendo relevante en el temporadón de las Chicago Sky.
O tal vez sea porque es una competición corta y amena que llena mi vacío competitivo estival cuando la mayoría de competiciones que sigo no tienen ningún partido (qué bien organizan el calendario anual de sus competiciones los estadounidenses).
O tal vez sea porque Elena Delle Donne se ha convertido en la primera mujer de la historia del baloncesto en Estados Unidos en conseguir acabar una temporada con 50-40-90 (51.5% de acierto en tiros de campo, 43% en triples y 97.4% en tiros libres) para unirse a una exclusiva lista de apenas (con ella) nueve nombres en la que aparecen jugadores de la talla de Stephen Curry, Larry Bird, Kevin Durant, Steve Nash, Reggie Smith o Dirk Nowitzki.
O tal vez sea porque Arike Ogunbowale es una de los deportistas (hombre o mujer) que más me apetece ver en acción cada vez que juega.
O, sobre todo, seguro que será por algo que ni siquiera puedo explicar: mi odio irracional hacia Las Vegas Aces pese a que ese equipo tiene todos los condicionantes para que me gustara a más no poder.
III. Lo maravilloso de las leyendas que se transmiten por tradición es que la mayoría de las veces no terminas de saber si los sucesos que se narran fueron inventados o reales. De Bugsy Siegel se dice que puso a su legendario hotel el nombre de Flamingo por las largas y esqueléticas piernas que tenía su novia, Virginia Hill, pero lo más seguro es que lo llamara así por una bandada de esas preciosas aves que vio una vez en Florida, ya que pensó que le iba a traer buena suerte. Siegel, además de ser un cruel y temido mafioso, era extremadamente supersticioso. Los rasgos de personalidad de cada uno y la profesión que desempeñas suelen ser aspectos compatibles.
Es muy probable que la construcción del Flamingo sea mi historia favorita de Las Vegas. La leyenda cuenta que Siegel vislumbró el futuro de esa ciudad en mitad del desierto en un fin de semana que pasó allí con la propia Virginia Hill y su amigo Moe Sedway. “Un día habrá aquí un millón de personas”, vaticinó poco después sin saber que la cifra sería todavía exponencialmente más alta: en la actualidad, más de cuarenta millones de personas visitan cada año esa ciudad del pecado que empezó con su hotel. Él se arriesgó: aprovechó los problemas económicos de Billy Wilkerson, fundador de la revista Hollywood Reporter y empresario de ocio nocturno en Los Angeles, para comprarle (junto con sus socios mafiosos) dos tercios de las acciones de un futuro hotel a cambio de asumir el coste de la finalización de las obras. Los terrenos del hotel se encontraban bastante alejados del centro de la ciudad (a más de seis kilómetros), pero a Siegel no le importó: es una zona que ahora conocemos de sobra y que se llama Las Vegas Strip. La inversión inicial de un millón de dólares fue aumentándose hasta los seis millones de dólares definitivos, pero que sus socios mafiosos quisieran matarle porque creían que les estaba robando el dinero invertido tampoco pareció detenerle. Hubo más imprevistos, en cualquier caso. Tuvo que comprar materiales de lujo a precio de oro en el mercado negro. Se vio obligado a sobornar con sobresueldos a los funcionarios públicos. Dada su inexperiencia como constructor, los proveedores no dudaron en estafarle y Siegel no tardó en empezar a pagar varias veces por un mismo producto. Sin que la obra estuviera finalizada completamente, el Flamingo se inauguró el 26 de diciembre de 1946. Fue un rotundo fracaso: llovió insistentemente, los alrededores del hotel se llenaron de barro, el cartel luminoso de la entrada no se encendió y el avión privado pleno de estrellas dispuesto por Siegel no pudo despegar desde Los Angeles debido a las inclemencias meteorológicas. El Flamingo, atestado de pérdidas, volvió a cerrar apenas unos días después y no volvió a abrir hasta el 11 de marzo de 1947, con la obra prácticamente terminada.
Y, a pesar de todos esos inconvenientes, apenas dos meses después de que el Flamingo reabriera de nuevo ya había dado a sus dueños más de 250.000 dólares de beneficios.
Aunque, así de caprichosa es la vida, Bugsy Siegel disfrutó poco del éxito de su hotel: en la noche del viernes 20 de junio de 1947, mientras estaba sentado y leía el periódico Los Angeles Times en la casa de su novia Virginia Hill en Beverly Hills, un asesino todavía desconocido disparó a través de la ventana su carabina semiautomática M1 del calibre 30 y le hirió de muerte en repetidas ocasiones, incluidos dos disparos en la cabeza.
Creo que no lo he dicho nunca antes por aquí: adoro con todas mis fuerzas Las Vegas y su azar (#InPaulAusterIBelieve) y sus contradicciones.
De hecho, tengo que reconocer que en Las Vegas fue el lugar en el que empezó todo: allí, paseando por la franja de Las Vegas, fue el sitio en el que se me ocurrió por primera vez el formato que utilizo en todos los textos de este newsletter.
Tal vez alguno de vosotros lo recuerde: Hielo en el infierno llamé a ese primer texto que salió publicado en la página web de A la Contra (podéis leerlo aquí).
La leyenda cuenta que el título de ese texto inicial se me ocurrió mientras me bebía un cóctel denominado Don’t stop the carnival (esencialmente, ron, plátano, fresa, mango y toneladas de hielo picado) y me jugaba el poco dinero que tengo a la ruleta en el casino del nuevo Flamingo de la Caesars Entertainment Corporation edificado sobre los restos de aquel antiguo Flamingo de Siegel, pero lo más seguro es que lo titulase de esa manera mientras me congelaba de frío en el avión de un aerolínea de bajo coste y miraba por la ventanilla las luces de neón en la oscuridad del horizonte desértico de Nevada.
Ya sabéis.
Que cada uno elija la opción que más le plazca.
Lo maravilloso de las leyendas que se transmiten por tradición es que la mayoría de las veces no terminas de saber si los sucesos que se narran fueron inventados o reales.
IV. Os tengo que confesar algo: yo predije que Donald Trump iba a ganar las elecciones presidenciales del año 2016. Creo que un catedrático de Harvard, Michael Moore y yo fuimos las únicas tres personas a lo largo y ancho del mundo que nos atrevimos a decir semejante aberración en voz alta, a dejarlo incluso por escrito. No exagero, para nada: os recuerdo que en el programa especial de La Sexta, algunos tertulianos seguían defendiendo que Hillary Clinton sería presidenta cuando ya casi había salido el sol por Antequera. Antes de eso, yo llegué a publicar un hilo en Twitter explicando las razones por las que creía que los estadounidenses iban a elegir a Trump como nuevo presidente de Estados Unidos. La respuesta de la gente tuitera no se hizo esperar: ni de coña, me contestaron en masa. Pero, tal y como yo predije, Trump ganó.
Vaya si ganó.*
Se trata de una anécdota tan liviana e intrascendente como puede ser mi pasión por la WNBA, pero, como este texto va de confesiones, os confieso que estoy orgulloso de haber predecido la victoria de Trump.
Me imagino que es un pensamiento bastante infantil, idiota.
Como mínimo, curioso.
Supongo que tan curioso como que cada vez que estoy escribiendo en este newsletter caiga en la cuenta de que para poder escribir habitualmente sobre deporte y pagar la hipoteca al mismo tiempo haya tenido que dejar de trabajar en el periodismo deportivo.
Eso es algo que también predije hace demasiado tiempo, aunque no sé si estoy orgulloso de ello.
*Y, posiblemente, vaya si volverá a ganar Trump el próximo martes 3 de noviembre del 2020: en los últimos 40 años, únicamente Jimmy Carter, en 1980, y George Bush, en 1992, no han sido capaces de renovar su cargo para un segundo mandato. Pero hay un dato todavía mejor: desde 1901 con Theodore Roosevelt, solo 7 de 19 (sin contar a Trump) presidentes de Estados Unidos no han ganado una segunda elección estando en el cargo, pero dos de esos siete murieron antes de poder presentarse (Warren G. Harding y John Fitgerald Kennedy) y otro se presentó porque nadie quería presentarse en su partido tras el Crack del 29 (Herbert Hoover), así que la cifra podríamos considerarla todavía más baja.
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