La madre de todas las batallas
(Este texto corresponde a la sección de Reportajes, que, como su propio nombre indica, contiene reportajes sobre deportistas, clubes o cualquier aspecto relacionado con el deporte)
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(AVISO IMPORTANTE: este texto es el tercero de una serie de textos sobre la rivalidad entre Ali, Frazier y Foreman en el boxeo de la década de los setenta que escribiré gracias a la ayuda inestimable de Jesús Mínguez, redactor jefe de Más Deporte en Diario As)
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(Aquí puedes leer la parte 1 y aquí la parte 2 de este serial)
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El 19 de julio de 1996, en el Centennial Olympic Stadium, los organizadores de los Juegos Olímpicos de Atlanta destaparon por fin la sorpresa que tenían preparada para la inauguración: el último relevo de la antorcha olímpica le llegó a Muhammad Ali, quien, a sus 54 años y con todo el cuerpo tembloroso debido a la enfermedad de Parkinson que le aquejaba, procedió a encender el mecanismo que llevó la llama olímpica hasta el pebetero. El público, emocionado, recibió con sorpresa y admiración ese instante, aunque no todo el mundo se alegró con aquel momento memorable: “Me hubiera gustado empujarle para que cayera dentro del pebetero”, reconoció después Joe Frazier.
Puede que, en términos temporales, la rivalidad pugilística entre Ali y Frazier se redujera a tres combates y a apenas el primer lustro de la década de los setenta, pero sus consecuencias, como se puede apreciar en las palabras del boxeador de Philadelphia, fueron eternas.
Especialmente, debido a lo que sucedió durante el tiempo de preparación de Thrilla in Manila, el epílogo de su saga de tres peleas, unos meses en los que Ali le dedicó a Frazier algunos de los mayores insultos de la historia del deporte. Por ejemplo, Tío Tom. Por ejemplo, ignorante. Por ejemplo, feo. Por ejemplo, gorila. “Será un asesinato, un thriller y un escalofrío cuando tenga al gorila en Manila”, avisó en rueda de prensa mientras se guardaba en el bolsillo de su camisa un gorila de peluche que acababa de comprar ese mismo día en una tienda un Ali que de nuevo se sentía el más grande tras su victoria rehabilitadora en el Zaire contra Foreman, con el cinturón de campeón mundial de los pesos pesados otra vez en su poder. Sin embargo, ese Ali, más histriónico y gritón que nunca, también era una persona completamente fuera de control, con una caótica vida personal y una sarta de aduladores a su alrededor que aplaudían cualquier ocurrencia del boxeador de Louisville, hasta las más insultantes. “Su boca le hace sentir que va a ganar, no sus manos. Yo tengo mi mano. Él tiene sus labios”, había asegurado Frazier sobre su rival cuatro años antes, nada más derrotarle en el primer combate entre ambos en el Madison Square Garden, pero en esta nueva ocasión el púgil afincado en Philadelphia estaba especialmente molesto con la actitud de Ali y no únicamente por sus palabras: a Frazier también le enfadaba que el campeón mundial nunca hubiera apreciado plenamente la ayuda, económica y pública, que le había prestado cuando Ali tuvo que pasar al absoluto ostracismo por su objeción de conciencia con la Guerra de Vietnam, cuando no era un afamado e intocable campeón mundial de boxeo, sino una persona non grata repudiada por gran parte de la ciudadanía estadounidense (la misma que posiblemente luego en Atlanta 1996 le aplaudió) debido a su condición de fanático religioso, de enemigo público número uno para la moral y la política de los norteamericanos.
Foto: Associated Press
Por ello, Frazier, que odió a Ali hasta su muerte y nunca aceptó las disculpas que le mostró el boxeador de Louisville muchos años después tanto a través de medios de comunicación como de Marvis, el propio hijo de Frazier, quería con todas sus fuerzas vencerle en Manila, quería ser el ganador de dos de los tres combates entre ellos, quería convertirse, en esencia, en el púgil que pasara a la historia como el más grande.
Quería sobre todo, como advirtió antes de la velada, no noquear a Ali, sino “arrancarle el corazón”.
“Todo el odio que había concentrado por las humillaciones verbales a las que le sometió Ali salió en este choque”, recuerda Jesús Mínguez. Y añade: “La derrota frente a Ali en el segundo episodio de la trilogía le había dejado tocado. Ali ganó a los puntos un combate duro que, como todos, tuvo el asalto adicional de la crueldad previa de Ali. Días antes, estuvieron a punto de pegarse en el estudio de la ABC después de que Muhammad hubiera llamado a Frazier otra vez ‘gorila’, ‘Tío Tom’ o ‘ignorante’. Frazier llegó al Thrilla in Manila bien preparado y con deseo de venganza. Pero también con el peso de la aplastante derrota que sufrió frente a Foreman el día que perdió el cetro de los pesados”.
De hecho, ambos boxeadores, siguiendo la famosa máxima de Ali (“La pelea se gana o se pierde lejos de los testigos: detrás de las líneas, en el gimnasio y en la carretera, mucho antes de que baile bajo esas luces”), se prepararon físicamente hasta el agotamiento para afrontar un combate al que llegaron como dos boxeadores cansados, envejecidos, y del que salieron como protagonistas de la pelea más grande de toda la historia, una prueba de voluntad extenuante que se convirtió en el día central de su existencia aunque terminara por destrozarles de forma irreparable.
Una brutalidad épica y noble
Manila fue, en efecto, la última salva que dispararon los cañones para honrar a Ali y a Frazier, una lección de entrega, una brutalidad, épica y también noble, con un nivel de violencia casi nunca visto sobre un cuadrilátero en la que ambos boxeadores lograron el respeto de los aficionados del futuro en cada uno de esos golpes que, aunque los datos nos cuenten lo contrario, supusieron el final de sus trayectorias deportivas.
Fue a partir de las 10:45 horas de la mañana de un 1 de octubre de 1975 en el Araneta Coliseum de Quezon City, en Filipinas, porque, al igual que sucedió un año antes en el Rumble in the Jungle en Zaire, Ferdinand Marcos, otro dictador, pagó millones de dólares para que una vez más el entretenimiento hiciera girar la cabeza de la gente hacia el lado opuesto de las protestas sociales. Delante de 28.000 personas, bajo un techo de hojalata y decenas de focos de televisión que convirtieron ese cuadrilátero en una olla a 40 grados y una agobiante humedad en continua ebullición, Ali y Frazier certificaron la cumbre de una rivalidad mítica a tres combates y 41 asaltos, su obra maestra, durante 42 minutos en los que cada uno intentó acabar para siempre con el otro, destruirse mutuamente sin pararse a pensar en las consecuencias, con golpes cargados de maldad, de rabia, de odio.
“El calor y la humedad de Manila, además de la tensión, convirtieron la lucha en un infierno”, explica Mínguez. Y continúa: “Fue la madre de todas las batallas. La belleza que a veces se esconde en la brutalidad, en los límites. Un abismo al que a veces el boxeo hace asomarse a sus protagonistas”.
Un toma y daca continuo, con Frazier pegando con la vehemencia de su juventud y Ali renunciando a bailar sobre la lona para entrar sin reservas en la pelea cuerpo a cuerpo, que realmente se dividió en tres partes. En la primera, en los cuatro asaltos iniciales, Ali superó a su rival con golpes limpios y claros. En la segunda, entre el quinto y el undécimo asalto, Frazier propinó una paliza terrible a Ali, trabajando especialmente su temible gancho izquierdo contra la cabeza y la mandíbula de su rival. En la tercera, desde el duodécimo asalto hasta el final, de nuevo Ali, con la fatiga traspasando cualquiera de sus límites, recurrió a la voluntad inalterable de los campeones para volver a golpear sin piedad a un Frazier prácticamente ciego, con sus ojos a punto de cerrarse debido a la hinchazón, los brazos colgando en los costados y sus piernas temblando. “Se parecían a dos viejos alces que tenían que ponerse de pie y golpearse porque no podían separarse el uno del otro”, escribió Dave Anderson en el New York Times. Supongo que al pensar en aquel gancho de izquierda de Ali que envió a Frazier contra las cuerdas en el primer asalto. O en el derechazo de Ali a la cabeza de Frazier y el gancho de izquierda de Frazier a la mandíbula de Ali en el segundo. O en el intercambio de golpes frenéticos del tercero. O en el aumento del ritmo de Frazier a partir del cuarto, que recibió el ánimo del público filipino (las apuestas en Estados Unidos estaban 9 a 5 a favor de Ali, mientras que en el país asiático las apuestas únicamente eran 6 a 5 a favor del púgil de Louisville). O que en el décimo asalto el combate era una pelea empatada a los puntos. O en la ráfaga de golpes a la cara de Ali sobre Frazier en el duodécimo. O en el largo gancho de Ali y su combinación de izquierda a derecha que dejó a Frazier conmocionado, escupiendo sangre y con su protector bucal saltando por los aires en el decimotercero. O en el fuerte derechazo y las combinaciones de Ali en el decimocuarto que hicieron que Frazier se fuera tambaleándose hacia su esquina cuando sonó la campana.
Foto: Neil Leifer / Sports Illustrated
Ali, que había predicho equivocadamente que ganaría por KO en los primeros asaltos, estuvo cerca de noquear a Frazier en el decimotercero y en el decimocuarto, pero no pudo tumbarlo porque a él tampoco le quedaban más fuerzas ya después del castigo que Frazier le había causado. “La mayoría de sus peleas lo han demostrado: puedes ir tan lejos dentro de ese lugar desolado y oscuro donde el corazón de Frazier late, puedes malgastar sus límites, puedes ver su cabeza colgando en la plaza pública, incluso puedes creer que lo tienes, pero de repente te das cuenta de que no”, escribió Mark Kram en Sports Illustrated. Y añadió: “Una vez más, Frazier había llevado al hijo de los dioses al infierno y de regreso”.
Porque, al final, el hijo de los dioses regresó del infierno y terminó ganando: en el descanso entre el decimocuarto y el decimoquinto asalto, Eddie Futch, el entrenador de Frazier, decidió dar por finalizado el combate con la derrota de su pupilo. “Siéntate, hijo. Se ha acabado. Nadie olvidará nunca lo que has hecho aquí hoy”, le dijo. Y ese mismo día, más tarde, explicó los motivos para tomar esa sabia decisión: “Incluso con tres minutos para el final, iba cuesta abajo. Y eso abrió la posibilidad en esa situación de que podría haber sido gravemente herido”.
Mientras, al mismo tiempo, en el otro rincón, Ali, que había pedido a Angelo Dundee, su entrenador, que le cortara los cordones de sus guantes en el decimocuarto asalto porque no aguantaba más, recibió la noticia de su victoria sin poder ni siquiera ponerse en pie, cayéndose sobre la lona, incluso con la incógnita imperecedera de si él también iba a abandonar el combate en ese mismo momento. “Nunca sucedió. Soy el único que habla en la esquina y Muhammad nunca me respondió. Lo hubiera callado. No, ni una palabra sobre abandonar. Muhammad no sabía lo que era abandonar”, rechazó la duda Dundee años después en un documental.
Aunque, como sabéis, no hay ninguna verdad indiscutible en la mítica.
Foto: Neil Leifer / Sports Illustrated
Ali y Frazier, unidos hasta la eternidad
La única verdad indiscutible es que Ali y Frazier se hicieron mejores el uno al otro, llevándose hasta el límite, permaneciendo unidos hasta la eternidad por sus increíbles batallas, sabiendo que Frazier habría continuado combatiendo sobre ese cuadrilátero de Manila aunque hubiera estado completamente ciego y que Ali habría hecho lo propio aunque se hubiera desmayado del cansancio. "Hombre, lo golpeé con golpes que derribarían los muros de una ciudad. Dios, Dios, es un gran campeón", resumió Frazier. Por su parte, Ali, que tardó más de una hora y media en presentarse a la rueda de prensa porque estaba totalmente destruido físicamente tumbado en un sofá en su vestuario, fue todavía más explícito: “Frazier es más grande de lo que pensaba. Fue como la muerte. Lo más parecido a morir que yo conozca".
“Ninguno de los dos era tan bueno como antes, pero sus curvas descendentes se cruzaban en el punto correcto. Fue una batalla histórica”, describió después aquel combate Thomas Hauser, el biógrafo de Ali. Un pensamiento que encuentra su apoyo en la actualidad en el redactor jefe de Más Deporte de Diario As: “Boxísticamente, la carrera de Ali picaba hacia abajo. Pero como todos los grandes campeones, tenía una fuerza mental que marcaba la diferencia”, rememora. Y completa: “Aunque el tercer episodio de la trilogía no parecía encandilar al público, al final resultó ser un tremendo combate. Fue el combate del año para The Ring. Dos mitos frente a frente. Quizá el último episodio de grandeza de los dos. Como en todas las dualidades del deporte, un gran rival engrandece al mito. Y ese fue el caso de Frazier con Ali. Años después, Ali reconoció a Smokin como ‘un buen hombre’. ‘Y si Dios me llama alguna vez a una guerra santa, quiero que Joe Frazier luche a mi lado’, le alabó reconociendo que le hizo El Más Grande”. O en las propias palabras de Ali: “De todos los hombres con los que peleé, Sonny Liston fue el más aterrador, George Foreman fue el más poderoso, Floyd Patterson fue el más hábil como boxeador, pero el más duro y más difícil fue Joe Frazier. Sacó lo mejor de mí y la mejor pelea que peleamos fue en Manila", mantuvo tiempo después. Y cerró en otra ocasión: “¿Mi pelea más dura? La más dura fue Manila, sintiéndome tan muerto, tan cansado, una pelea dura y brutal, recibiendo mucho castigo de Joe Frazier, dando mucho castigo, una prueba de resistencia".
Sin embargo, Frazier, que creyó hasta su muerte que podría haber resistido en ese último asalto, evidentemente no estuvo de acuerdo con Ali, su némesis odiada: “La mejor pelea fue la del año 71 cuando ninguno de los dos habíamos perdido ningún combate todavía. Había más dinero, más gente. No entiendo por qué insisten en convertir esa tercera pelea entre nosotros como la mejor”, manifestó sobre aquel combate en el documental que hizo años después la HBO.
Foto: Associated Press
Pero la gente sigue convirtiendo esa pelea de Manila como la mejor porque más de ocho horas después de que acabara, Ali, que había hecho una reverencia y lanzado besos a Ferdinand Marcos y su esposa Imelda antes del inicio del tercer asalto, apareció en la recepción del presidente filipino como si hubiera sido víctima de un atraco, medio cojeando, encorvado, haciendo muecas de dolor, con el ojo morado y la piel de la cara con todo tipo de tonalidades de colores menos la suya propia. “Ali nunca antes había aparecido tan vulnerable y frágil, tan lamentablemente poco majestuoso”, escribió Mark Kram en Sports Illustrated sobre el campeón de Louisville, que tras sumar su 49º victoria en 51 combates (34 por KO; Frazier, con su segunda derrota contra Ali, dejó su récord en 32-3) insinuó a los periodistas que era “posible que hayáis visto lo último de Ali” antes de escribir en el libro de visitas presidencial que “La muerte está tan cerca y el tiempo para la acción amistosa es muy limitado. Amor y paz siempre”.
“Técnicamente perdedor de dos de las tres peleas, él parece que no entiende que le ennoblecieron tanto como a Ali, que la única razón por la que conocemos la grandeza de Ali es por la equivalente grandeza de Frazier, que al final no hubo una diferencia real entre los dos como boxeadores y que, cuando los aficionados al deporte y los historiadores piensen de nuevo, pensarán en las peleas como clásicas, sin ningún ganador o perdedor identificable. Esos son hombres que, les guste o no, se han convertido en prisioneros el uno del otro y de esas tres noches”, analizó una vez David Halberstam sobre la rivalidad entre Ali y Frazier. Y en otra ocasión el periodista y escritor estadounidense continuó: “La más simple de todas las muchas verdades de la magnífica carrera de Ali es que sin las tres peleas de Frazier, Ali no es Ali. Porque sus peleas representan uno de esos grandes momentos en el deporte cuando dos atletas soberbios con corazón de león, con habilidades muy diferentes, llegan al mismo lugar casi al mismo tiempo. Gracias a Frazier, sabemos cómo de grande era Ali, cómo de fuerte, cómo de resistente y resuelto, y cómo valientemente podía recibir un golpe, ya que al principio de su carrera se decía de él que esa era una debilidad y vulnerabilidad particular”.
El Thrilla in Manila es el mejor ejemplo posible de esas palabras de Halberstam.
Aunque ese día en Filipinas, el día en el que ambos alcanzaron la cumbre de su excelencia, fuera también el día en el que ambos comenzaron a descender hasta el valle de su vulgaridad: “Fuimos a Manila como campeones, Joe y yo, y regresamos como hombres viejos”, sentenció Ali a Mark Kram en Sports Illustrated.
Pero esa, como sabéis, es ya otra historia.
Foto: Associated Press
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En este texto he utilizado referencias de ESPN, HBO, Sports Illustrated, The Guardian y The New York Times.
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Suelo escribir siempre con música, así que he decidido que voy a poner alguna de las canciones que ha sonado mientras estaba escribiendo el texto. Como, por ejemplo, ésta: