Ayer, mañana y siempre
I. Seguro que recordáis aquella escena de la película Casino, dirigida por Martin Scorsese, en la que el FBI se entera de las ilícitas actividades de desfalco en Las Vegas de la mafia del Medio Oeste estadounidense por medio de un micrófono oculto en una tienda de comestibles situada en Kansas City (Missouri).
Es una escena maravillosa, pero, en este caso concreto, lo que ocurrió en la realidad fue todavía mejor que lo que podemos ver en la ficción. Primero, no existió ninguna tienda de comestibles, sino una pizzería llamada Villa Capri. Segundo, el micrófono no estaba oculto en una salida de ventilación, sino debajo de una mesa con asientos de banquillo. Tercero, el FBI únicamente pretendía conseguir alguna información valiosa sobre las distintas facciones de la guerra entre mafiosos que asolaba a Kansas City y, por casualidad, terminó encontrándose con el premio gordo: los Civella, la familia criminal más importante de la ciudad misuriana desde el inicio del siglo XX (cuando Kansas City, bajo la sombra alargada de Tom Pendergast, se convirtió en esa urbe llena de casas de juego, tugurios de jazz, burdeles y tabernas que no cerraban en toda la noche), estaban controlando una cantidad ingente de dinero oculto que salía desde el Hotel Casino Tropicana, situado en Las Vegas Strip. Cuarto, en la película, además de una voz en off, de fondo se escucha una serenata italiana, mientras que en la realidad en aquella pizzería en ese mes de junio de 1978 estaba sonando… Stayin’ alive, la canción de los Bee Gees.
Como le sucedió aquel día al FBI, suele ser más habitual de lo que creemos que el éxito de un objetivo responda casi en su totalidad al azar (#InPaulAusterIBelieve) en vez de a una planificación ordenada y a un trabajo inmaculado, pero lo que no es tan recurrente es que cuando eso ocurre suenen de fondo tres hermanos británico-australianos cantando en falsete “and now it’s all right, it’s okay, and you may look the other way” (Traducción: “Y ahora está bien, está bien, y puedes mirar para otro lado”). En cualquier caso, no creo que a la conocida agencia de investigación criminal del Departamento de Justicia de Estados Unidos le importara lo más mínimo esa casualidad: aquella escucha le permitió llevar a la cárcel a algunos de los principales jefes mafiosos de Kansas City y Chicago después de descubrir esas decenas de miles de dólares sin declarar que viajaban mensualmente de los casinos de Las Vegas al Medio Oeste.
Además, allí, entre rejas, a todos esos mafiosos les esperaba Nick Civella, el indiscutible jefe del clan misuriano desde 1953 y que había sido encarcelado en 1977 por culpa de… LOS KANSAS CITY CHIEFS.
Sí, habéis leído bien. Por culpa de los Kansas City Chiefs.
Hay que retroceder hasta el 11 de enero de 1970 y un partido disputado en el extinto Tulane Stadium de New Orleans (Lousiana) para poder explicarlo. En esa ocasión, el FBI había intervenido apenas cuatro días antes un teléfono público en The Trap, un garito reconocido por ser un lugar de encuentro de mafiosos situado en el vecindario Columbus Park, la Little Italy de Kansas City. Cuando el teléfono sonó, fue Frank Tousa, un corredor de apuestas local, el que lo cogió. Al otro lado se escuchó la voz de un preocupado Nick Civella, que preguntó:
“Oh, mierda. ¿De dónde viene todo esto?”.
“Bueno, DE AQUÍ MISMO”, le respondió Tousa.
“Supongo que no hay mucho que puedas hacer al respecto. Ok, te dejo que te marches”.
Civella colgó sin poder llegar a entender lo que sucedía.
Las apuestas daban como favoritos a los Minnesota Vikings por trece puntos de diferencia.
La NFL, pese al serio aviso que habían dado el año anterior los New York Jets con su victoria ante los Baltimore Colts, estaba considerada como mejor competición que la AFL.
Y, sin embargo, los aficionados de Kansas City estaban apostando sin dudarlo en masa por el equipo de su ciudad, los Chiefs, que si ganaba ese partido dejaría a la casa de apuestas de Civella con un descubierto de 47.000 dólares (en la actualidad, más de 300.000 dólares).
Y, sí, eso fue lo que sucedió: los Chiefs ganaron ese partido (23-7), aunque, cómo no, de nuevo el azar (#InPaulAusterIBelieve) se erigió en juez del destino e hizo que aquel día Civella perdiera bastante más que 47.000 dólares.
Exactamente, la libertad.
Porque fue esa corta llamada de Civella al The Trap, inesperada para el FBI, la que permitió a los agentes gubernamentales arrestarle e iniciar el procedimiento judicial con el que acabaría, ya en 1977, en la cárcel.
Aunque, en definitiva, se puede decir que no fue esa llamada de teléfono intervenida por el FBI, sino que fue la fe inquebrantable de los habitantes de Kansas City en la victoria contra pronóstico de su equipo, los Kansas City Chiefs.
II. Supongo que la mayoría de vosotros ya habéis adivinado que aquel partido en New Orleans el 11 de enero de 1970 no es otro que la cuarta edición de la Superbowl en la que los Chiefs lograron su hasta ahora único título de campeón y que, en una visión panorámica y general, se convirtió en el factor definitivo para la unión de la National Football League y la American Football League en una sola competición, la NFL tal y como la conocemos en la actualidad.
A mí, en cualquier caso, me interesa más seguir ahondando en la visión concreta y particular de los Kansas City Chiefs.
Porque ese día, delante de las 80.562 personas que acudieron al estadio y de los más de 44 millones que lo vieron por televisión en la CBS, los Chiefs, entrenados por Hank Stram, estuvieron liderados por su quarterback Len Dawson y, especialmente, por su kicker noruego Jan Stenerud para alzarse con un incontestable triunfo, pero luego llegaron años y años y años de amargas derrotas.
Como la del 25 de diciembre de 1971 en el extinto Municipal Stadium de Kansas City ante los Miami Dolphins en un partido de Divisional Round después de ir ganando por 10-0 y de tener que disputar dos prórrogas (24-27).
O como la del 28 de diciembre de 1986 en el también extinto Giants Stadium de East Rutherford (New Jersey) ante los New York Jets (35-15) en un partido del Wild Card Weekend después de quince años consecutivos sin visitar la postemporada.
O como la del 5 de enero de 1991 en el Joe Robbie Stadium (ahora su nombre quizá os suene más: Hard Rock Stadium) de Miami Gardens (Florida) de nuevo ante los Dolphins en un partido de Wild Card Weekend después de que su kicker Nick Lowery, que había anotado los anteriores veintidós field goals que había intentado, errara un field goal de 52 yardas con el tiempo cumplido tras ponerse el equipo de Miami por delante en el marcador por primera vez en el encuentro a falta de 3:28 minutos para la conclusión del mismo con un drive de 85 yardas que Dan Marino completó con un pase de touchdown de 12 yardas a Mark Clayton (17-16).
O como la del 7 de enero de 1996 en el Arrowhead Stadium ante los Indianapolis Colts (7-10) en la Divisional Round. O como la del 4 de enero de 1998 también en el Arrowhead Stadium ante los Denver Broncos (10-14) en otra Divisional Round. O como la del 4 de enero del 2014 en el Lucas Oil Stadium de Indianapolis (Indiana) de nuevo ante los Colts (45-44) en un Wild Card Weekend después de ir ganando por 28 puntos en el tercer cuarto. O como la del 15 de enero de 2017 otra vez en el Arrowhead Stadium ante los Pittsburgh Steelers (16-18) en una nueva Divisional Round. O como la del 6 de enero de 2018 una vez más en el Arrowhead Stadium ante los Tennessee Titans (21-22) en un Wild Card Weekend después de que los visitantes le remontaran 18 puntos en la segunda mitad. Sí, todas esas derrotas fueron por cuatro o menos puntos de diferencia.
Porque desde aquel lejano 11 de enero de 1970, los Chiefs se convirtieron en ese equipo capaz de alcanzar dieciséis veces la postemporada desde el año 1990 hasta la actualidad (más del 50% de éxito), pero también en la cuarta franquicia que más años se ha pasado sin alcanzar la Superbowl.
En esa nefasta lista, primero aparecen los Detroit Lions y los Cleveland Browns, que nunca la han conseguido jugar.
Después, los New York Jets, que llevan 51 años desde que la alcanzaron y el mito Joe Namath dijo aquello de “We're going to win the game. I guarantee it” (Traducción: “Vamos a ganar el partido. Lo garantizo”) y cumplió con su palabra ante los Baltimore Colts (16-7).
Y, a continuación, los Kansas City Chiefs, que han estado cinco décadas exactas sin lograr jugar el partido por el título.
Ha pasado toda una vida desde entonces y tengo una poderosa razón para demostrároslo:
Aquel día de hace cincuenta años en New Orleans, Jack Buck fue el narrador del partido en la CBS.
El próximo domingo en Florida, Joe Buck será el narrador del partido en la FOX.
En este caso concreto, no culpéis al azar (#InPaulAusterIBelieve) por el hecho de que ambos compartan el mismo apellido, sino a la genética: Jack era el padre y Joe es su hijo.
Sí, es cierto, ha pasado toda una vida.
Y los Kansas City Chiefs vuelven a estar por fin a una única tirada de dados de la casilla de meta.
III. Pese a que ni siquiera comenzó a jugar de quarterback hasta su penúltimo año de instituto y a que sus estadísticas en la universidad no destacaban especialmente (incluso, llegó a ser listado como tercer QB de su universidad después de perderse su segunda temporada por lesión), aquel jugador tenía algo especial, diferenciador. Sobre todo, era valiente y confiaba plenamente en sus posibilidades. Por eso, en aquella Cotton Bowl del 1 de enero de 1979 que cerró su etapa universitaria, a pesar de tener la gripe y estar al borde de la hipotermia, se tomó una sopa de pollo en el descanso y lideró a la Universidad de Notre Dame hasta la victoria contra la Universidad de Houston después de ir perdiendo por 22 puntos en el último cuarto (35-34).
A ese encuentro los periodistas le pusieron el sobrenombre obvio de The Chicken Soup Game (Traducción: “El partido de la Sopa de Pollo”), mientras que ese jugador empezó a ser conocido por la mayoría de aficionados al football con el sobrenombre con el que años después pasaría a ser leyenda: The Comeback Kid (“El Chico Remontada”).
Apenas unos meses después de ese partido en Dallas, los San Francisco 49ers se hicieron con sus servicios tras elegirle con el número 82 de la tercera ronda del draft (fue el cuarto QB en ser seleccionado tras Jack Thompson, Phil Simms y Steve Fuller) para que comenzara una trayectoria NFL que, estadísticamente hablando, tampoco destacó en exceso:
Es el vigésimo jugador con más yardas de pase de la historia y por delante tiene a QB como Carson Palmer, Vinny Testaverde, Drew Bledsoe, Matthew Stafford o Kerry Collins.
Es el decimoséptimo jugador con más pases de touchdown de la historia y por delante tiene a QB como Matt Ryan, Carson Palmer o Vinny Testaverde.
Es el decimoquinto quarterback con mejor rating de la historia y por delante tiene a QB como Tony Romo, Dak Prescott, Kirk Cousins, Philip Rivers o Carson Wentz.
Pero, evidentemente, os estoy engañando deliberadamente con estos datos.
Porque Joe Montana, el mejor jugador de la historia de la NFL con permiso de Tom Brady, no lo es por sus números, sino porque consiguió trascender más allá del juego.
Lo es, de hecho, por algo que ni siquiera se puede analizar, que no es más que una sensación, un presentimiento: su capacidad para emocionar.
Su capacidad para hacer creer, para conceder esperanzas a la gente.
Como con aquel pase a falta de 58 segundos en un 3&3 el 10 de enero de 1982 en el extinto Candlestick Park de San Francisco en la final de conferencia de la NFC ante los Dallas Cowboys que Dwight Clark recibió para dar la victoria a los 49ers (28-27) y que se ganó el lacónico sobrenombre de The Catch (“La Recepción”).
Como con aquel último drive de 92 yardas a falta de 3 minutos y 10 segundos para ganar la Superbowl XXIII ante los Cincinnati Bengals (16-20) en el que, cuando la presión aumenta hasta el infinito el ritmo cardíaco de los jugadores, él, con la calma de los elegidos, fijó su mirada a la grada y le dijo a su offensive tackle Harris Barton aquella frase de “Hey, look, isn’t that John Candy?” (Traducción: “Mira, ¿no es ese John Candy?”).
Como con todas y cada una de las 31 victorias tras remontada en el último cuarto que consiguió en su carrera NFL.
Primero con los 49ers y después con los Kansas City Chiefs.
Porque si fue Lamar Hunt, el admirable exdueño de los Chiefs, el que le puso el nombre a la Superbowl después de ver a su hijo jugando con un juguete llamado Super Ball (se trataba de una pelota hinchable elástica), a la Superbowl de este domingo en Miami la podemos llamar directamente la ‘Montana Bowl’ en honor al exquarterback de ambos equipos, el mejor jugador de la historia de la NFL (con permiso de Tom Brady).
O, si lo preferís, la ‘Candy Bowl’.
Porque nunca se sabe a qué actor ochetentero se pueden encontrar los quarterbacks de los equipos cuando miran a las gradas.
IV. Apenas dos días antes de que la primera temporada de Joe Montana con los 49ers en la NFL terminara con un balance de dos victorias y catorce derrotas, Mike, el coordinador ofensivo del equipo de football de los Golden Gophers de la Universidad de Minnesota, tuvo a su primer hijo, Kyle, que únicamente tardó doce meses y seis días de su vida en acudir a su primer partido de football: fue en la Tangerine Bowl (ahora llamada Citrus Bowl) disputada en Orlando el 20 de diciembre de 1980 y dicen que se pasó todo el encuentro sin pestañear mientras la Universidad de Florida se deshacía de la Universidad de Maryland (35-20). Por aquel entonces, su padre ya había cambiado su puesto de coordinador ofensivo de la Universidad de Minnesota por el de coordinador ofensivo de la nombrada Universidad de Florida antes de continuar con un peregrinaje que le llevaría a los Denver Broncos (en tres etapas distintas), Los Angeles Raiders, los San Francisco 49ers y los Washington Redskins. Y junto a él, también a su familia y a sus perros retrievers, protagonistas de algunas situaciones inesperadas, de esas que lo cambian todo.
Como aquella vez que Kyle, ya con 21 años y siendo un wide receiver de la Universidad de Texas, estaba buscando la pelota de Magic, el perro labrador de color negro de la familia, y, al intentar saltar la valla que rodeaba la casa de sus padres, se quedó empalado en la valla, con su muslo izquierdo enganchado en el metal. La herida fue tan profunda que requirió de una operación de dos horas y media, tres capas de puntos y una cicatriz de casi 23 centímetros.
Pero, sobre todo, requirió de un nuevo plan vital, ese que para Kyle pasó del terreno de juego a la banda: nada más graduarse en la Universidad de Texas, el hijo de Mike se unió al equipo técnico del equipo de football de la Universidad de UCLA y menos de seis años después ya se había convertido en el coordinador ofensivo más joven de la NFL con los Houston Texans.
Que el 6 de febrero de 2017, un día después de perder la Superbowl como coordinador ofensivo de los Atlanta Falcons, se convirtiera con apenas 37 años de edad en el head coach de los 49ers parece un paso obvio para alguien al que únicamente le había interesado el football en toda su vida.
Si todavía no creéis que eso es así, si sois de esa gente incrédula a la que siempre hay que convencer como mínimo dos veces, tengo una anécdota más que contaros: el 25 de enero de 1998, el día que su padre Mike consiguió con los Denver Broncos su primera Superbowl como entrenador jefe, Kyle, un imberbe estudiante de 18 años en su último año de instituto, estuvo todo el partido junto a él en la banda.
Aquella tarde, el día que John Elway hizo su famosa carrera del helicóptero, Kyle fue el encargado de sostener los cables de los auriculares de su padre Mike para que no se enredaran con nada cuando se movía por la banda (curiosidad: ese fue el último año en el que existió esa figura en la NFL y en la Superbowl, ya que al año siguiente los auriculares de comunicación de los entrenadores pasaron a ser inalámbricos).
Mientras, el próximo domingo, Kyle tendrá una nueva misión: ganar la Superbowl, ser el primer hijo que emula a su padre con el título de campeón como entrenador y convertir al apellido Shanahan en leyenda.
Aunque, al contrario que aquel mes de enero de 1998, esta vez su padre Mike no estará con él en la banda, sino que le mirará, sin auriculares, desde la grada.
V. A pesar de ser una segunda ronda del draft, tener ya 28 años, llevar seis temporadas en la NFL y haber firmado en 2018 un contrato de cinco años de duración y más de 137 millones de dólares, Jimmy Garoppolo nunca había completado hasta esta campaña los 16 partidos de la liga regular como titular. No parece una situación nueva o extraña en la vida del quarterback nacido y criado en Arlington Heights, un suburbio al noroeste de Chicago, que siempre ha estado acostumbrado a tener que sobreponerse a las adversidades, a ser recurrentemente menospreciado y minusvalorado.
No en vano, en el instituto, Garoppolo no consiguió ganar el título con el equipo de football del Rolling Meadows High School (perdió los dos partidos de playoffs que disputó y, en su último año, su equipo cayó en la primera ronda de la postemporada tras perder en casa ante el Lake Zurich High School en un partido en el que Garoppolo tuvo cuatro intercepciones). Ni acumuló grandes estadísticas en sus dos temporadas junior y senior como QB titular pese a tener un físico privilegiado (medía más de 182 centímetros de altura cuando todavía no había cumplido los 15 años) y destacar en todas las disciplinas deportivas. Ni fue elegido All State por el Chicago Tribune. Ni siquiera era el quarterback más aclamado de su conferencia, la Mid-Suburban League, ya que ese privilegio correspondía a Miles Osei, el QB que había conseguido hacerse con la titularidad pese a ser sophomore en el Prospect High School, uno de los grandes rivales del instituto de Garoppolo.
Después, sin apenas ofertas de becas deportivas de universidades, Garoppolo tuvo que decantarse por la Universidad de Eastern Illinois, cuyo equipo no milita en la máxima categoría del football universitario (está en la Ohio Valley Conference, conferencia de la FCS, la segunda categoría más importante), si bien es un programa por el que han pasado gente tan importante en la NFL como Mike Shanahan, Sean Payton o Tony Romo. Y tras convertirse en el QB titular después del primer mes de competición en su primer año (anécdota: ese primer año durmió en un sofá), Garoppolo terminó sus dos primeras temporadas universitarias con cuatro victorias y 18 derrotas tras tener que correr por su vida en la mayoría de los encuentros, sufrir más de 50 sacks y recibir 27 intercepciones.
Y, claro, ahora, después de llegar a la NFL como backup de Tom Brady en los Patriots, Garoppolo es lo que, según un altísimo porcentaje de analistas y aficionados, se denomina como el único eslabón débil del histórico ataque de los 49ers.
Lo dicho, nada nuevo en la vida de Garoppolo.
Aunque quizá se trate de una creencia comunal, como le gritan al alcalde en aquella maravillosa película de José Luis Cuerda, pero errónea.
Porque el Rolling Meadows High School de Garoppolo ganó 46-38 su partido contra el Prospect High School de Osei con 323 yardas de pase, 103 yardas de carrera, un touchdown de pase y otros dos touchdowns de carrera del QB illinosiano.
Y porque en 2013, en el último año del ciclo universitario, la Universidad de Eastern Illinois alcanzó los cuartos de final de su categoría después de que Garoppolo lanzará para 5.050 yardas y 53 touchdowns de pase, y Urban Meyer, el por entonces entrenador de la Universidad de Ohio State, dijera su famosa frase de “Creo que acabo de ver a uno de los mejores quarterbacks que nunca he visto y nadie sabe cómo se llama” después de visionar la película de la victoria de Eastern Illinois ante San Diego State (40-19) en un encuentro en el que Garoppolo lanzó para 361 yardas y tres touchdowns.
Y porque ahora en los 49ers dicen que Garoppolo es el único eslabón débil de la ofensiva ideada por Kyle Shanahan, pero los números nos cuentan que:
Garoppolo es el QB titular en todos los partidos de temporada regular que más yardas de pase consiguió por intento (8.4 yardas).
Garoppolo es el mejor QB de la competición en éxito en terceros downs con un 50% de completos.
Precisamente, existe también la creencia comunal de que la victoria o la derrota de un partido de football radica muchas veces en el acierto de los equipos en los terceros downs y yo no tengo tan claro que esta creencia comunal, al contrario que la anterior, sea errónea.
VI. Hay muchas narrativas interesantes en el partido de este domingo en Florida entre los Kansas City Chiefs y los San Francisco 49ers:
La posibilidad de que, a sus 61 años y tras quince visitas a la postemporada en veintiún temporadas como entrenador, Andy Reid, una de las mentes más brillantes del football en las últimas tres décadas, consiga por fin vencer la Superbowl como head coach.
La posibilidad de que los 49ers emulen a los Rams de la Superbowl XXXIV y se conviertan en el segundo equipo de la historia en vencer el título al año siguiente de ni siquiera conseguir alcanzar las cinco victorias en la temporada regular.
La posibilidad de que esta Superbowl sea la primera Superbowl de la carrera de Patrick Mahomes, el jugador llamado a convertirse por méritos propios y talento a raudales en la NUEVA GRAN ESTRELLA de la competición (y, sin exagerar, del deporte estadounidense).
La posibilidad de que esta Superbowl sea la primera Superbowl de la carrera de Kyle Shanahan, el entrenador llamado a marcar el ritmo al que se moverá la NFL en los años más próximos a este 2020.
El eterno duelo inconcluso entre el juego de carrera y el juego de pase protagonizado por dos equipos que practican un ataque excelso, dinámico, estético y atrayente.
La atracción de ver un partido de football, una final, entre dos equipos en los que sus jugadores hacen MUCHÍSIMAS COSAS sobre el terreno de juego, incluso más de las que se espera de ellos.
Kyle Juszczyk. Porque los fullback MOLAN.
Chris Jones y Tyrann Mathieu, los cimientos de la defensa de los Chiefs, contra Armstead, Bosa, Buckner y Ford, la línea defensiva de los 49ers, el mejor cuarteto de la historia de la humanidad desde los Ramones (HEY, HO, LET’S GO!).
El duelo entre George Kittle y Travis Kelce. Porque los tigh ends también MOLAN.
Sí, hay muchos motivos para no perderse este partido.
Y hay demasiadas razones para querer ganarlo.
Porque el que gane podrá celebrarlo como los Chiefs en la temporada 1969: ni siquiera hubo un evento público y a cada jugador le llegó su anillo de campeón por correo con una pequeña placa de madera en la que se leía “Recuerda que eres campeón del mundo. Manéjalo con clase y estilo, gracia y dignidad. Firmado: Hank Stram, entrenador”.
O, si lo prefiere, también podrá celebrarlo como los 49ers en la temporada 1989: Eddie DeBartolo Jr., el exdueño de la franquicia californiana, llevó a todos los jugadores y a sus familias a Kauai (Hawaii) para realizar una fiesta gigante de cuatro días con partidos de golf, banquetes de primer nivel y conciertos de Huey Lewis and The News. Además, por si acaso, DeBartolo también agasajó a sus jugadores con dinero para que pudieran pagar los gastos surgidos en la estancia en Kauai, si bien ningún jugador se gastó ese dinero porque era el propio DeBartolo el que lo pagaba absolutamente todo.
Seguro que a los actuales jugadores de los Chiefs y de los 49ers ambas celebraciones tan diferentes les parecerían exactamente igual de bien.
Porque, en realidad, cincuenta, treinta, veinticinco o los años que sean después, lo único que importa es volver a ganar la Superbowl.
Ahora… como ayer, mañana y siempre.
Hay cosas que, las mires de la forma que las mires, nunca cambian.
Si alguien quiere profundizar en la historia de Nick Civella y los Kansas City Chiefs lo puede hacer con este texto en The Athletic de Rustin Dodd.
Si alguien quiere profundizar en la historia de Jimmy Garoppolo en Illinois lo puede hacer con este texto en The Ahtletic de John Greenberg y David Lombardi.
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